Cuando Maria Semionova escuchó las noticias sobre los primeros ataques de las fuerzas de Vladímir Putin contra Ucrania se echó a temblar. Después, rompió a llorar. Tiene casi 86 años y con la invasión del Kremlin ya ha vivido tres guerras. Ahora, esta técnica comercial que siente algo de nostalgia por la “seguridad” de la Unión Soviética teme que la violencia que ya asola ciudades del este del país y del sur llegue con fuerza a Dnipró, en el centro. Tiene pánico a padecer otra ocupación como la que vivió de niña, cuando los soldados de la Alemania nazi y sus aliados tomaron su pueblo, muy cerca de Krivói Rog, la ciudad del presidente Volodímir Zelenski. Los recuerdos de aquella época, cuenta, le revuelven el estómago. “¿Qué más puede sufrir este país? Es tan injusto. Yo he vivido guerras, mi hija y mi nieto también. Cuántas generaciones más”, se lamenta.
En menos de 100 años, Ucrania ha vivido una hambruna planificada por el régimen comunista de Iósif Stalin —el Holodomor, “muerte por hambre” en ucranio—; la Segunda Guerra Mundial; la guerra del Donbás, en el Este, con los separatistas prorrusos apoyados por el Kremlin; y la invasión de las tropas enviadas por el jefe del Kremlin. Putin cree que la antigua república soviética es en realidad un país ficticio que quiere mantener bajo su órbita, y que rusos y ucranios encarnan un “mismo pueblo” al que proteger del Gobierno de Kiev, al que ha acusado de ser una panda de “nazis y drogadictos”. La guerra de Putin contra Ucrania rebasa las dos semanas y, a medida que las tropas rusas se adentran en el corazón del país, de 44 millones de habitantes, un Estado geoestratégico entre Rusia y Occidente, los ataques se vuelven más violentos y el número de bajas civiles y de refugiados no ha dejado de aumentar.
En casa de Semiónova y de su hija Svetlana Svetlova, una foto ya antigua en blanco y negro de su nieto, Igor, entonces un crío mofletudo con gorrito y bufanda, y de su esposo, metalúrgico fallecido hace siete años, ocupan un lugar de honor en la vitrina del salón. Los cuadros que ha pintado Svetlova, de 60 años, empresaria inmobiliaria y apasionada de los pinceles, adornan las paredes de la vivienda, en un barrio al este de Dnipró, una ciudad con una importante comunidad judía. “Somos una familia mixta, laicos y judíos. El argumento de Putin de que esto está gobernado por nazis es tan ridículo que ni merece un suspiro”, dice Svetlova. “Queremos democracia, liberalismo, valores europeos. El Kremlin y su propaganda trabajan de acuerdo con los manuales de entrenamiento de la Alemania nazi. Aquí queremos vivir en paz, con calma”, insiste.
Semiónova, menuda y de aspecto frágil, ha pedido a su hija que preste especial atención a la despensa estos días. No olvida nunca las historias sobre el Holodomor, que empezó en 1932, que escuchó en casa de pequeña. Tampoco Svetlova. “Mi abuela me contó que hubo una época en la que literalmente no había nada que comer, los comisarios de seguridad [soviéticos] se llevaron la cosecha. Cuando llegó la primavera al menos comían hierba”, cuenta la empresaria mientras sirve un té negro en una taza de loza en la mesita del salón.
En 2006, Ucrania declaró el Holodomor como un acto de genocidio. La hambruna, ignorada y silenciada en la URSS y también por gran parte de la comunidad internacional, fue “creada deliberadamente” por Stalin entre 1932 y 1933 para eliminar cualquier idea de autonomía en Ucrania, considerada el granero de Eurasia y percibida como una amenaza por el poder central, escribe la periodista Anne Applebaum, que ha investigado a fondo el Holodomor en su libro Hambruna roja. Applebaum cree que la hambruna unida a la represión de los intelectuales y de cualquier elemento que tuviese que ver con la cultura ucrania fue un intento del aparato de Stalin para evitar una contrarrevolución. Las autoridades ucranias estiman que 3,8 millones de personas murieron de hambre. Y después, Stalin prohibió hablar de ello.
Menos de una década después, en 1941, narra Semiónova, los nazis invadieron Ucrania y tomaron prácticamente todo el país bajo su control. Los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial se han avivado estos días en su memoria. El ternero que nació muerto y cuya piel hubo que entregar a los ocupantes nazis, que llevaban un control estricto de todo; cómo su padre se fue a luchar con el Ejército Rojo y su madre fue destinada a cavar zanjas, mientras su hermano y ella quedaron a cargo de su abuelo, de 70 años. La imagen de su hermano mayor, muy alto para su edad, vestido con ropas de mujer para evitar que los nazis le obligasen a una movilización obligatoria. “Qué terribles eran las batallas. Solo quedaron las chimeneas de un pueblo, lo destruyeron todo”, relata con los ojos llorosos. “Y ahora nos enfrentamos de nuevo a fascistas, fascistas desde el Kremlin”, apostilla Svetlova.
Unos 1,5 millones de judíos ucranios fueron asesinados por los nazis y sus colaboradores (una de cada cuatro víctimas de la Shoah), la mayoría a manos de escuadrones de la muerte. En solo unos días, más de 33.000 fueron fusilados en Babi Yar, un barranco de Kiev hoy convertido en memorial contra el Holocausto y que fue alcanzado por los efectos de un ataque contra la antena de televisión de Kiev, que el Gobierno ucranio ha atribuido a Rusia. Entre cinco y siete millones de ucranios perdieron la vida en la Segunda Guerra Mundial.
Después, analiza Timothy Snyder, profesor de la Universidad de Yale y especializado en Europa Central y Oriental, llegó la represión soviética que consideró a muchos ucranios como sospechosos de colaborar con los nazis. Empezó de nuevo la política de rusificación, dice Snyder. Y durante las cuatro décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el poder central de Moscú trató de borrar la lengua y la cultura ucranias.
Hoy, en casa de Semiónova y Svetlova hacen planes por si tienen que huir. Ese escenario nunca estuvo sobre la mesa en 2014, cuando Rusia se anexionó la península ucrania de Crimea con un referéndum considerado ilegal por la comunidad internacional, ni cuando estalló la guerra en el este contra los secesionistas alzados por Moscú que se ha cobrado en ocho años unas 14.000 vidas. Pero ahora, las tropas rusas avanzan y codician también Dnipró, de casi un millón de habitantes —antes de que empezase el éxodo por la guerra en todo el país que la ONU cifró este martes en dos millones de refugiados— y un enclave estratégico en el centro el país por su localización para el paso de suministros y sus industrias.
Mientras, la ciudad se prepara para la llegada del invasor. Hay barricadas, controles, patrullas y trampas antitanque prácticamente en cada esquina. Svetlova ha aparcado los pinceles y ahora se dedica a preparar cócteles molotov con otras voluntarias. De momento, pese a la insistencia de su hijo Igor, que vive en Israel, no se irán. “Nos esconderemos del bombardeo en un refugio antiaéreo, prepararemos cócteles molotov que los hombres les tirarán, haremos algo, lucharemos. Nosotros no vamos a ninguna parte. Mi madre sobrevivió a Hitler, mi familia sobrevivió al nazismo y ahora también sobreviviremos al fascismo y a Putin”, asegura.
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