Es un espectáculo infinito (y deprimente). Apenas el Presidente de México entra en controversia con alguien (esta semana, el contendiente fue el periodista Jorge Ramos, pero cada lunes o martes el mandatario trepa al ring a un rival nuevo o este brinca por su propio pie) y los ánimos hierven en cosa de minutos. Y la discusión escala de los dichos precisos de Andrés Manuel López Obrador, y quien quiera que sea esta vez el objeto de sus críticas, a la discusión que tiene a México partido en dos.
Es decir, la lucha entre quienes ven en el presidente a un hombre honesto que trabaja para sacar al país del hoyo y quienes lo reputan como un populista que prefiere concentrar poder en vez de enfrentar los problemas de violencia y miseria heredados. A López Obrador, desde luego, lo apoya el bando de los llamados “chairos” (bautizados por sectores de la derecha desde el sexenio anterior) y lo impugna el de los “fifís” (mote impuesto por el presidente a sus detractores). Qué decir: esas palabritas risibles han sido interiorizadas por miles de personas como las identidades bajo las que escenifican una batalla cotidiana, su versión particular de las míticas, imaginarias o históricas oposiciones entre centauros y lapitas, güelfos y gibelinos, Montesco y Capuleto o tirios y troyanos.
No hay democracia sin controversia, desde luego, pero los niveles de agresión retórica y división que atestiguamos hoy en México resultan notables. Algunos culpan de ello a López Obrador, quien siempre ha procurado un tono bélico en sus señalamientos. Otros replican que si ha actuado de esa manera es porque ningún otro político ha sido tan vilipendiado y asediado como él. Como sea, el hecho es que vivimos una ola de odios, descalificaciones e insultos que hace tiempo se escurrió de los debates estrictamente políticos a cualquier terreno imaginable. Con la misma saña con que se disputan temas sustantivos como el derecho al aborto, la violencia contra las mujeres o las decisiones sociales y económicas, se discute de futbol, modas, películas o series de televisión.
La virulencia es incontenible y salta de las lenguas a los teclados. A un amigo que perdió a su perro lo amenazaron de muerte. ¿Por qué? Por el debate animalista. A una conocida que se operó la nariz igual. ¿Por qué? Por los debates de roles de género. O porque nos hemos fanatizado a tal grado que pensamos que el único modo de comunicarnos es mediante la comparación violenta de opiniones.
Quizá sea impreciso hablar de un regreso del fanatismo a México, porque el fanatismo no se ha ido jamás. A ningún presidente o figura pública de cierto calibre le han faltado sumisos y arribistas que se indignen agresivamente ante la menor de las críticas. Y en una sociedad tan conservadora como la nuestra, abundan quienes creen que hay temas sobre los que nadie debería osar manifestarse en voz alta. No: el fanatismo nunca se fue. Pero ahora se pavonea. Asistimos, pues, a una exaltación de ese fanatismo, que ha salido de las sombras y se afana por ocupar el centro del escenario. Y, así, la discusión pública ha sido sustituida por riñas sin solución de continuidad en redes sociales, esos espacios que, por cierto, resultan cada vez más parecidos a los patios de las prisiones, lugares en tensión permanente donde reinan rumores y se planean y ejecutan toda clase de venganzas.
Joseph Brodsky postulaba que solo al fortalecer la individualidad de criterio y escapar a las inercias totalizadoras impuestas por los discursos políticos podría alguien sustraerse del fanatismo. Y entendía que solo en la convivencia inteligente, y no en el conflicto sin fin, podría florecer la paz. En México sucede lo contrario. Cada vez más personas están ansiosas por suspender su criterio (es decir, su derecho a dudar) para sumarse a bandos, empuñar banderas y estampárselas en la cabeza a los demás. Y ahí tenemos el resultado: un país con unas estadísticas de violencia escalofriantes… que sus ciudadanos discuten insultándose y amenazándose mutuamente. Un país que no se soporta a sí mismo. Un país sin remedio a la vista.