Todos drogadictos


“Mire señora, vaya usted a un médico, dígale que es drogadicta y que le extienda una receta”, le espeta la farmacéutica de la plaza de la Virgen del Romero a una clienta que entra desesperada en su establecimiento pidiendo Minilip: “¡O dexedrinas! ¡O alguna cosa por el estilo! ¡Es que estoy muy mal de los nervios!”. La escena la protagonizan Carmen Maura y una verdadera boticaria que reclutó Pedro Almodóvar en el barrio de la Concepción (el papel lo iba a hacer Rossy de Palma, pero cuando vio a la facultativa auténtica se dio cuenta de que nadie lo haría mejor que ella) durante el rodaje de Qué he hecho yo para merecer esto, una película que ficciona algo real: a principios de los ochenta hubo una legión de amas de casa enganchadas a las pastillas, así que no eran solo quinquis los que entraban muy nerviosos en las farmacias.

Nunca olvidaré cómo brillaban sobre la mesilla de noche de mi abuela los comprimidos de Optalidón que acabaron retirando del mercado y que supongo que le pirraban no porque fuesen de color rosa (que lo eran), sino porque contenían una mezcla de anfetaminas y barbitúricos, principios activos que generan euforia, sentimiento que por lo general neutraliza la tristeza y las preguntas incómodas. Yo quería que me las dejasen probar pero lo único que conseguía de vez en cuando era que me disolviesen una Aspirina infantil en una cucharilla. Me sabía a gloria.

Leo en un reportaje espectacular de Patricia Gosálvez que desde el inicio de la pandemia se han prescrito el doble de psicofármacos en España. El dato me apela porque durante el confinamiento me iba muchas noches a la cama con una dosis de alprazolam en el cuerpo. Lo comparto con naturalidad, puesto que las benzodiacepinas aún gozan de buena reputación entre la población general. En esa época, en la que la policía acordonaba las estaciones y estábamos atrapados en el interior de una ciudad cuya pista de patinaje sobre hielo se había convertido en morgue (¿recuerdan que esto ocurrió?), el ansiolítico, después de una jornada draconiana de trabajo casero, me hundía en una inconsciencia enormemente liberadora.

Sin embargo, cuando terminó el encierro me di cuenta de que me había enamorado demasiado del bienestar que me proporcionaban esos polvitos prensados en forma de grageas, que hubiese dado mi reino por una receta (para entrar triunfal con ella en la farmacia más bonita de Madrid, la de Martínez Campos) y pensé en las víctimas de la crisis de los opioides de Estados Unidos, que se engancharon a una sustancia que les hacía sentir cojonudamente y que encima les ofrecía total confianza, pues se la habían recomendado los médicos.

Según el CIS (cuenta el mismo reportaje), el triple de psicofármacos recetados desde que empezó la pandemia han ido a parar a gente que se identifica como “de clase baja”: son los que no pueden pagar un terapeuta que les señale las causas de su dolor pero sí conseguir una pastilla que lo aplaque. Son los que no tienen tiempo ni para llorar ni para dejar de currar (y si lo tienen es porque están en el paro, una situación personal que marida fatal con la ansiedad).

Carmen Maura lo explica a la perfección cuando su farmacéutica del barrio de la Concepción se niega a venderle Minilip porque ‘va contra las normas’: “¿Y qué normas hay cuando una tiene que trabajar todo el día y no puede con su alma?”. Hablemos de nuestra salud mental pero por favor, acto seguido, hablemos también muy seriamente del rumbo de nuestra vida laboral.

Suscríbete aquí a nuestra newsletter diaria sobre Madrid.


Source link