El estadounidense Jake Adelstein fue el primer periodista occidental que logró formar parte de la redacción del diario japonés Yomiuri Shimbun que, a finales de los noventa, era un transatlántico de la prensa internacional, el periódico con la mayor tirada de ejemplares en papel del mundo, 13,5 millones. Como reportero de sucesos se trabajó muchas fuentes en la policía, pero también entre los jefes de la yakuza, la mafia japonesa. Acabó teniendo que huir, convirtiéndose en una especie de Roberto Saviano, porque uno de los clanes más poderosos le condenó a muerte. Adelstein narró esta historia, demasiado inverosímil para no ser cierta, en su libro Tokyo Vice (Península, 2021), que ahora se ha convertido en una serie de ocho capítulos de cincuenta minutos y que ofrece HBO Max (ha emitido los cuatro primeros episodios).
El primer capítulo ha sido dirigido por Michael Mann, uno de los maestros del cine de acción estadounidense, autor de filmes como Heat o El último Mohicano, y en los otros están al frente realizadores como la directora japonesa Hikari, Josef Kubota Wladyka o Alan Poul, que es también el productor ejecutivo, vivió en Japón en los años ochenta y trabajó en el Mishima de Paul Schrader. Más allá de los protagonistas —periodistas, policías, mafiosos, chicas de compañía, gorilas de club nocturno, dueños de izakayas, las tabernas japonesas— que parecen sacados de una mezcla de Todos los hombres del presidente con Los Soprano, llevados al Japón de finales del siglo XX, la gran estrella de la serie es Tokio.
La megalópolis japonesa, cuyo núcleo urbano es el más poblado del mundo con 40 millones de habitantes en su área metropolitana, ocupa un papel central en Tokyo Vice. Las cámaras recorren sus calles, sus restaurantes, sus personajes, sus garitos nocturnos, sus tiendas, sus viviendas y sus rincones con una enorme naturalidad. La serie se deja llevar por la creatividad y la vitalidad de una ciudad inabarcable.
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Tokyo Vice también describe, sin cargar las tintas ni caer en los tópicos, muchos problemas de la sociedad japonesa, como el racismo poco disimulado hacia los ciudadanos de origen coreano o el autoritarismo en las empresas. El machismo, la dificultad para asimilar a los gaijin (los extranjeros), los coletazos de la crisis económica que padeció Japón a principios de los noventa o la crisis de identidad de una sociedad que busca su lugar entre la tradición y la modernidad forman parte también del telón de fondo de una serie entretenida y eficaz, que logra combinar dos géneros que han ido muchas veces de la mano: el cine de periodistas y la crónica negra. Porque al final, Tokyo Vice es ante todo una película de yakuzas, con sus dedos cortados, sus cuerpos tatuados y sus vínculos de honor que no son más que una forma de intentar esconder que se trata de una organización violenta y despiadada, basada en el chantaje y el asesinato.
Jack Adelstein visitó España el pasado mes de septiembre para presentar su libro (traducido por Ana Camallonga), que se editó en castellano con bastante retraso con respecto a la edición original, de 2009. De hecho, desde entonces ha publicado otros dos, The last Yakuza y Pay the Devil in Bitcoin, se ha convertido en sacerdote budista —aunque sigue siendo periodista— y la amenaza mortal de la mafia forma parte del pasado. “Cuando se produjo el terremoto de 2011, fui la primera persona en escribir sobre cómo la yakuza llevó ayuda y suministros a las víctimas del desastre”, señaló en una entrevista con este diario. “Y fue recogido por uno de estos fanzines de la yakuza. Y después de eso, de repente mis relaciones con todos los grupos han sido muy cordiales”. Explicó entonces que, aunque la fascinación por la mafia japonesa no había descendido —traía bajo el brazo revistas dedicadas al crimen organizado, donde aparecían fotos de sus principales jefes como si fuesen estrellas de rock—, su poder sí que estaba en franca decadencia, como consecuencia de cambios legales introducidos por el Gobierno japonés en 2011.
“Cuando Tokyo Vice salió en inglés, en 2009, podría haber unos 80.000 yakuza y ahora no habrá más de 10.000″, agregó en la entrevista, en la que explicaba cómo se organizaban los clanes en la época en la que cubría los bajos fondos de Tokio. “Se podrían dividir entre la yakuza proletaria y la de cuello blanco. Están los líderes del grupo por un lado y por otro los ejecutores que utilizan la fuerza bruta, que dan palizas, asesinan. Pero también existen hombres de negocios que disponen de la red de información de la yakuza, pero no parecen yakuza. No les faltan dedos. No están tatuados”.
Michael Mann dirige el piloto de ‘Tokyo Vice’, de HBO Max, y es productor ejecutivo de la serie.eros hoagland
Todo este mundo aparece reflejado en la serie protagonizada por Ansel Elgort, que tuvo que aprender japonés para interpretar su papel, Rachel Keller y el actor japonés, habitual de las grandes superproducciones de Hollywood, Ken Watanabe, que interpreta a un policía honesto que, sin embargo, se mueve en un terreno muy resbaladizo: su prioridad no es detener a los jefes de la yakuza, algo que sabe que es muy difícil, sino evitar una inminente guerra de clanes que llenaría de sangre las calles de Tokio.
A través del personaje interpretado por Rachel Keller, la serie entra en un territorio especialmente sórdido: la explotación sexual de mujeres en clubs, uno de los negocios más florecientes de la yakuza en sus años dorados. De nuevo, cambios legales introducidos por el Gobierno japonés en la segunda década de los años dos mil, obligaron a la mafia a retirarse de esta explotación, porque cada vez les exponía más. “Cuando la policía empezó a ofrecer protección a las mujeres que habían sido víctimas de trata, los mafiosos dijeron: ‘Esto es demasiado peligroso. No podemos ganar dinero’. Y se alejaron de ello muy rápidamente”, explicó Adelstein. Otro personaje extraordinario es la redactora jefa de sucesos, interpretada por la japonesa Rinko Kikuchi, que tiene que superar dos Himalayas: ser mujer en un entorno laboral dominado por hombres, en una sociedad muy machista, y su origen coreano.
Todos estos detalles demuestran hasta qué punto la ambición de los creadores de la serie va más allá de contar una historia de policías, mafiosos y periodistas basada en hechos auténticos —insisten en que se trata de una ficción con sólidas raíces en la realidad—, sino que pretenden trazar un retrato de un país en un momento de cambio profundo y adentrarse en un sólido y viejo territorio narrativo: la narración de un choque, y a la vez una fusión, de culturas. “Resulta fácil limitarse a rozar la superficie de Japón y, sin embargo, ofrecer al público occidental el exotismo y la sofisticación visual que ansía”, declaró Alan Poul en una entrevista sobre la serie con The New York Times. “Nuestro objetivo era ir más allá, excavar bajo la superficie y ofrecer un retrato auténtico de Japón, que profundizara en la comprensión del país”.
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