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Torra, sin honor

Quim Torra, este lunes en el Palau de la Generalitat.MASSIMILIANO MINOCRI

El Tribunal Supremo acaba de ratificar la condena por desobediencia contra Quim Torra que dictó el tribunal superior catalán, más esperable aún por cuanto el propio reo había reconocido haber sido desobediente. En virtud de ello lo condena a la inhabilitación para el ejercicio de todo cargo público, incluida la presidencia de la Generalitat de Cataluña que viene ostentando desde hace algo más de dos años. Así que, en cuanto concluya la notificación al condenado —un mero trámite sobre el que se ha insinuado que el afectado intentaría dilatarlo, ojalá que sin éxito— será reemplazado al frente del Govern por el más pragmático vicepresidente Pere Aragonès, de Esquerra, un partido que es socio y rival de Junts, al que se adscribía Torra.

Se abrirá así paso automático a unas elecciones anticipadas, que deberían celebrarse dentro de un máximo de cuatro meses, aunque no cabe excluir intentos de retrasar de manera deliberada la convocatoria. Cuanto antes sea la cita con las urnas, mejor. Es necesario intentar salir de la prolongada parálisis política, ineficacia administrativa, división social, crispación moral y creciente incertidumbre al que su Ejecutivo ha sometido a los catalanes, pero también al conjunto de los españoles.

Torra se va a casa sin honor porque, sabiendo que los jueces no podían emitir un fallo distinto sin prevaricar, ha prorrogado su Gobierno en medio de una permanente y ruidosa ruptura interna, solo para intentar presentarse como presidente-víctima al ser desposeído del cargo por los jueces. Hay pocos abusos más manifiestos del honorable cargo de president que el perpetrado por Torra en exclusivo beneficio de sí mismo.

Ambos tribunales le han condenado, sobre todo, por un delito que debe causar sonrojo a todo gobernante al atentar contra su propia alta función: si contraría la norma y desobedece, destruye la legitimidad de su cargo. Es decir, el fundamento de la legitimidad sobre la que puede exigir obediencia a los ciudadanos. De hecho, cierta anomia social ante las instrucciones sobre la pandemia se vinculan a ese pésimo y caprichoso ejemplo.

La condena le supone también una deshonra, y no solo porque lo sitúa en el campo de los delincuentes, sino porque muestra también la falsedad de su relato. Cuando colgaba pancartas partidistas en el balcón de la Generalitat no estaba defendiendo la libertad de expresión, sino violando el derecho a la equitativa participación política de sus conciudadanos. Un derecho que incluye disponer de edificios públicos neutrales, no contaminados por símbolos, proclamas ni otros aderezos propios de una parte de la sociedad, por ende minoritaria.

La leyenda de que a Torra se le desposee de su cargo por ser presidente de los catalanes, que alimentará las protestas —probablemente menguantes— de los sectores más enrocados y aderezará sus posteriores pasos hacia la Justicia europea, es del todo falsa: se lo inhabilita por atentar contra sus derechos fundamentales.

La detallada programación oficial de protestas, apoyadas desde el propio poder autonómico, es tanto más sorprendente cuanto su base es la más frágil de cuantas se han exhibido en los últimos diez años. La aportación del gobernante Torra a la sociedad catalana es irrelevante, cuando no perjudicial. La única movilización decisiva será ahora la de los votantes. Para que Cataluña no siga retrocediendo.


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