En Niamey, la capital de Níger, Alzouma se gana la vida como vendedor ambulante, empujando un caro lleno de limones, menta y jengibre por polvorientas calles y aceras. Un trabajo que combina con su labor como agricultor en su aldea, donde cultiva unas tierras cada vez más empobrecidas por la desertificación. Si bien sus padres solían recurrir a las plantas medicinales para aliviar su fatiga, él lo resuelve de forma inmediata con un par de píldoras de Tramadol; una adicción que tiene enganchada a miles de personas en África Occidental. El cansancio parece haber pasado a ser considerado una enfermedad y el opiáceo una de sus medicinas. Algo, quizá, previsible en una sociedad gobernada, como ya advirtió el filósofo Jeremy Bentham, por dos amos soberanos: el placer y el dolor. A este colocón unos lo llaman dongo, que significa rayo, otros kirey, como el dios de la fuerza, y otros muchos goudou, que significa carrera. Los yihadistas también lo consumen; elimina el pánico durante el combate. Importado ilegalmente desde Asia, cada gragea contiene una dosis diez veces superior a las que se encuentran en Occidente. Las consecuencias parecen aún más graves en el continente africano que en Estados Unidos, donde entre 1999 y 2019 murieron casi medio millón de personas a causa de una sobredosis relacionada con algún opioide.
“¿Podría estar la felicidad en una píldora?”, se preguntan el periodista Arnaud Robert (1976) y el fotógrafo Paolo Woods (1970) en su último proyecto conjunto: Happy Pills, publicado por delpire & co. “En la aldea de Alzouma no tienen agua corriente, ni electricidad, pero el suelo está lleno de envases de pastillas”, describe Woods durante una entrevista por videoconferencia. “Parecería que cada problema existencial pudiese tener una solución farmacéutica. La química ha llegado allí donde no puede llegar el agua. Una metáfora del poder de la industria que arrastra tanto a los ricos consumidores occidentales como los pobres agricultores del tercer mundo, en su búsqueda de soluciones a sus dolencias físicas y psicológicas”. Así, aquello que durante mucho tiempo fue prerrogativa de distintas religiones y filosofías, o incluso de la política, queda ahora, en gran medida, en manos de la industria química, que despliega todas sus herramientas (ciencia, mercado, y comunicación) para ofrecer una respuesta estandarizada a las últimas aspiraciones humanas. La publicación viene acompañada de una exposición que puede verse en el centro artístico La Ferme des Tilleuls, en Renens, Suiza, bajo el mismo título y, pronto se estrenará un documental.
“Hemos pasado de una sociedad en la que, por herencia cristiana, a través del dolor uno se ganaba el cielo, a otra donde el dolor mata”, dice Robert
El proyecto, que llevó a sus autores a desplazarse por distintos continentes, comenzó en 2016 en Haití. Una nación donde —según los datos aportados por Lionel Étienne, un importador local de medicamentos, entrevistado por los autores— solo hay 170 farmacias legales para una población de 11 millones de habitantes. Robert y Wood quedarían allí fascinados por la visión de los porteadores de medicamentos que tomaban las calles cargando torres construidas a base de blisters. En su mayoría proceden de las sobras de las ONG´s y del mercado de medicinas falsas de República Dominicana. Son los propios vendedores los que diagnostican dolencias y recomiendan tratamientos. “A veces administran fuertes antibióticos para tratar el acné. En un ocasión murieron dos niñas tras haber sido inyectadas antitetánicos falsos. Es una suerte de Matrix. Si te toca la pastilla azul sanas, con la roja perecerás”, escribe Robert. Aquella visión resultaría un buen punto de arranque para hablar sobre las promesas asociadas a estas píldoras. “Dice mucho de sus vendedores pero más de sus consumidores, que eran quienes realmente nos interesaban”, matiza el periodista.
Roy Dolce es otro consumidor habitual de píldoras, consume estimulantes sexuales. Vive en Matelica, en la región de las Marcas, en la Italia central, “Es una especie de héroe local porque nadie ignora que le pagan para follar”, señala Robert. “Tan pronto como se nos ocurrió la frase ‘Happy Pill’, supimos que la Viagra sería quizá la forma más pura de un medicamento que concentra tanto la inmensa promesa como los espejismos de un píldora milagrosa”. Tan enganchada como Roy a la química se encuentra Addy, una adolescente de Massachussetts que toma Adderall, una anfetamina que la ayuda a tratar el trastorno por déficit de atención. Una cura inmediata, que palia el problema desde afuera, obviando la raíz.
A lo largo del libro nos encontramos con culturistas indios, que dan volumen a sus músculos a base de esteroides; jóvenes gays en Tel Aviv que se medican con profilaxis prexposición para prevenir la infección por el VIH; con Patrick, cuya depresión le lleva a pasar temporadas en un psiquiátrico donde recibe un fuerte tratamiento mediante ansiolíticos y antidepresivos; una joven de la Amazonia peruana que se inyecta anticonceptivos para evitar embarazos no deseados, y Louis Bériot, un intelectual francés, que padece un cáncer de páncreas y decide recurrir al suicidio asistido en Suiza. Todos ellos aparecen retratados en contraposición a Helmut Gassner, un ingeniero austriaco que hace décadas que encontró la paz en un monasterio en las cercanías de Vevey, Suiza “Quisimos indagar no solo en la búsqueda de la felicidad sino también en su definición”, explica Robert. Así, a través de Gassner los autores aprendieron que dentro de las creencias del budismo tibetano la felicidad y el sufrimiento son solo estados transitorios del espíritu, sensaciones efímeras. La dicha se encuentra en el desapego y en la aceptación de esta transitoriedad. “Más que la experiencia en sí ante el dolor, lo que importa es nuestra reacción. Querer escapar a toda costa del sufrimiento físico y mental viene a ser una de las principales causas del mismo”, sostiene el monje austriaco.
“Nos interesaba también conocer la historia del dolor dentro de nuestra cultura”, explica Robert. “Hemos pasado de una sociedad en la que, por herencia cristiana, el dolor no solo formaba parte de la experiencia, sino que a través de él uno se ganaba en el cielo, a otra donde el dolor mata” Así nuestro botiquín bien podría ser, de alguna forma, una autobiografía de dolencias y experiencias, de problemas pasados y presentes. La química curativa ofrece la metáfora perfecta para una sociedad que fundamentalmente rinde culto a la eficiencia, al poder, a la juventud y al rendimiento. “No tardamos mucho en comprender que definir la felicidad es algo imposible”, destaca Woods, “pero una de las posibles definiciones es que más que ser feliz se trata de aparecer feliz, vivimos en una sociedad donde la apariencia de la felicidad es casi mejor que la felicidad misma, y donde la representación se impone sobre lo real, como demuestran las redes sociales. Un ‘me gusta’ se ha convertido en un buen chute de dopamina”.
Happy Pills. Arnaud Robert y Paolo Woods. Delpire. 264 páginas. 39 euros.
Happy Pills. La Ferme des Tilleuls. Renens (Suiza). Hasta el 16 de enero de 2022.
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