Cuando el mundo va mal, África va peor. Las transiciones democráticas son parte del pasado. La nueva época es de retrocesos e incluso de destrucción. En todo el mundo, pero más en África.
En Sudán, país donde todavía se atisbaba un horizonte de libertad y de democracia, el Ejército ha echado a los civiles del Consejo que dirigía su frágil transición y destituido y detenido al primer ministro, el economista y antiguo funcionario internacional Abdalá Hamdok. La esperanza tunecina, la única transición árabe aparentemente culminada entre todas las que empezaron hace diez años, ya se había desvanecido el pasado julio con el golpe incruento del propio presidente de la República Kaïs Saied, que ha cerrado el Parlamento y concentrado todo el poder en sus manos.
Es el eterno retorno al poder del único poder que cuenta, el militar, por supuesto. El modelo es Egipto: allí fracasó el islamismo político de los Hermanos Musulmanes y allí fue el Ejército, auténtico Estado dentro del Estado, el que echó a los civiles del poder a sangre y fuego. Lo mismo que ahora en Sudán, donde los militares han interrumpido el calendario democrático que debía situar a un civil en la presidencia del Consejo de Transición este mes de noviembre para organizar las elecciones en 2023.
El golpe zanja el debate sobre la entrega del dictador destituido Omar al Bachir, reclamado por el Tribunal Penal Internacional por el delito de genocidio, en el que pueden estar implicados otros altos mandos militares. Preserva también los intereses económicos del Estado profundo que constituyen las fuerzas armadas. Y cuenta con las simpatías e incluso el apoyo de Egipto, Emiratos, Baréin y Arabia Saudí, el actual eje hegemónico árabe, enfrentado a Irán y aliado de Israel.
La chispa que saltó en Túnez en diciembre de 2010 originó un incendio que liquidó a cuatro dictadores, al tunecino Ben Ali, al egipcio Mubarak, al libio Gadafi y al yemení Salé, y especialmente sus alocados proyectos sucesorios de inspiración monárquica. Eran pretenciosos pero no iban desencaminados: las monarquías, desde las más despóticas hasta las más benévolas, son las únicas que aguantaron la embestida. Perdió impulso la oleada democrática iniciada en 2011, se estrelló en Siria y dejó al menos dos Estados fallidos como Libia y Yemen, pero todavía alcanzó, hace dos años y casi al alimón, a Abdelaziz Buteflika, presidente inamovible de Argelia desde 1999 y a Bachir, el militar golpista y dictador desde 1989.
Bajo los auspicios de Donald Trump en sus últimos días en la Casa Blanca, Sudán es uno de los países que aceptó los llamados Acuerdos de Abraham y abrió relaciones diplomáticas con Israel, a cambio de su eliminación de la lista de los países vinculados al terrorismo y de la refinanciación de su deuda. Sus patrocinadores árabes, las monarquías del golfo, temen a la democracia, mientras que el patrocinador israelí vive feliz con la superioridad de su exclusivismo. A todos ellos solo les gustan las transiciones que naufragan.
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