Cuentan sus compañeros que Alberto Bettiol –toscano gordito, sonriente, ojos saltones, bigotito, entradas de alopecia en la cabeza que contradicen sus 27 años- no es un ciclista sino un guía turístico con maglia de colores que les da la turra contándoles historietas de cada pueblo que atraviesan en el pelotón, de cada monte, cada árbol, cada viña, y camino de Stradella el pelotón baja pausado como el Po que les acompaña por la llanura padana. Bettiol no está con ellos, está con la fuga de 23 que ningún equipo de sprinters quiere atrapar y marcha 10, 15 kilómetros por delante.
En la fuga, seguramente, Bettiol más que hablar canta, entona a Paolo Conte, quizás, que canta los pueblos de y los semáforos de la carretera por Broni hasta Stradella, y entre los viñedos en cuesta de Broni, el pueblo de Bombini en el que su Berzin ha puesto una tienda de coches, les hace a los acompañantes un ahora me veis, ahora no me veis, y se lanza, como se lanzó hace años en el Tour de Flandes sorprendente que ganó, hacia Rémi Cavagna, el bárbaro, que había saltado antes, subiendo la Castana y se confunde con las motos, subiendo, tal es su fuerza, y se come las curvas bajando, tal es su tozudez en no dejar de pedalear. Bettiol alcanza al francés del Averno, uno que solo sabe ir a tope hasta morir, como si la psique nunca le diera para calcular la relación entre esfuerzo, gasto y gasolina en el depósito, y llega solo a Stradella, donde luce el sol y suena el acordeón en su honor, feliz.
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Bettiol ya ha cumplido con su contrato y da envidia a los que aún tienen todo por hacer en un Giro de Italia que se acaba, y todos viajan al tran tran tranquilo del tren del Ineos, que llega a la estación con más de 23 minutos de retraso, y Egan Bernal, décimo día de rosa, suspira, se siente recuperado y se dice preparado para los tres días que vienen y para los ataques que espera de Simon Yates, el más vivo de sus rivales (tercero en la general, a 3m 23s). “Tengo que saber gestionar esta ventaja, correr con cabeza, no con pasión y garra. Y esta vez no me equivocaré. Si salta, no iré rápido a su rueda, no cambiarme brusco de ritmo para no quemarme como en Sega di Ala, explotaré al equipo, si es que alguno me acompaña”, promete el colombiano, que se alarga explicando que en el Giro un día malo puede cambiarlo todo, pero que responde muy escueto a la pregunta habitual sobre si su espalda está bien. “Sí, sí”, dice. Sin más.
El Giro regresa al Piamonte del que partió hace tres semanas y Yates le espera a Egan el viernes en el Alpe di Mera (1.531 metros, 10 kilómetros al 9%), que tan bien conoce porque se pasó a estudiarlo hace unas semanas y lo subió dos veces, y poco influirá, cree, que se haya suprimido el Mottarone previsto como señal de respeto y homenaje a las 14 víctimas mortales de la codicia inhumana de los gestores que manipularon los frenos del teleférico que se abismó el domingo pasado en el monte sobre el Lago Mayor. “No es tan duro como Sega, es más sostenido”, explica Bernal. “Será para quien tenga mejores piernas, y yo estaré muy apoyado porque pasamos cerca de donde viví dos años, y ahí estarán los de mi club de fans”. El sábado tocan dos puertos transfronterizos con Suiza de más de 2.000 metros –el eterno y tendido San Bernardino, 24 kilómetros al 6%–, el corto Passo dello Spluga (nueve kilómetros al 7%) y la subida final a Alpe Motta (siete kilómetros al 8%). Un día de control y un domingo de explosión, los 30 kilómetros de contrarreloj llana en Milán. “No sé si estoy yendo a menos”, confiesa Bernal. “Solo sé que tengo que llegar a Milán de rosa, y ganar el Giro”.
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