Erika Benavides, de 47 años, recuerda el barro que la acompañaba en el camino desde su casa hasta la escuela cuando crecía en el barrio de Siloé, en el oeste de Cali. Su padre, albañil de profesión, había construido su casa en bareque, con junco y barro, en un lote que ocuparon. Años después, Erika erigía su propia vivienda con el mismo material en otro lote ocupado en un barrio aledaño, La Sirena. Hoy es su hija Camila, de 21 años, la que recuerda el fango en sus zapatos y piernas camino al colegio.
En el contexto latinoamericano, la mayoría de grandes ciudades cuenta con barrios marginales y excluidos cuyos habitantes viven en la pobreza, en ocasiones extrema. En Brasil se conocen como favelas; villas miseria en la Argentina; cerros en Venezuela, y comunas en Colombia. Siloé y La Sirena son parte de las comunas que conforman la tercera ciudad más poblada del país, Cali. Estos suburbios suelen nacer de barrios de invasión, asentamientos ilegales, terrenos ocupados por grupos de personas que buscan establecerse en las grandes urbes en busca de trabajo o huyendo de la guerra que ha azotado durante décadas esta nación.
Los padres de Erika Benavides, como muchos de los que se convertirían en sus vecinos, procedían de las zonas rurales del Valle del Cauca. Estas familias llegan, muchas veces, a engrosar los cinturones de pobreza de las grandes ciudades. Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), en 2021 el índice de personas en situación de pobreza alcanzaba el 42,5%, un dato que representa cerca de 21 millones de colombianos. De ellos, el 15,1% vivía en pobreza extrema: son cerca de siete millones y medio de ciudadanos.
Su padre, junto a otros recién llegados, se organizaron y tomaron unas tierras en lo que comenzaba a conformarse como el barrio de Siloé. No había alcantarillado, ni energía eléctrica, ni agua potable, y las vías eran barrizales intransitables para coches. Con sus manos y la ayuda de vecinos, construyeron sus casas, la mayoría de bareque y con suelo de tierra. Eventualmente, la familia se mudaría al barrio La Sirena, alejándose de las dificultades de seguridad que comenzaban a surgir en Siloé.
La joven pudo construir su propia casa de bareque, hace 13 años, en un lote tomado. Su morada es de suelo de tierra y paredes de guadua, –una especie de bambú–. “No tenía una mansión, pero vivía feliz y agradecida porque hay gente que no tiene un techo”, recuerda.
Benavides y sus vecinos se organizaron para abrir cunetas que servían como alcantarillado y obtuvieron la energía eléctrica mediante conexiones artesanales a cables de energía. El único servicio que llega al sector de Altos de Panorama, en el barrio de La Sirena, es el de el agua. El acueducto es gestionado por los vecinos del barrio, y el agua viene de un nacimiento de agua en la montaña. El coste mensual para acceder a este recurso es de unos cuatro euros. Desde hace diez años, no obstante, la situación no ha cambiado demasiado: los habitantes han logrado mejorar las aceras del sector de Panorama, convirtiéndolas del barrizal que fueron a unas de cemento. También han tapado el alcantarillado, brindando un poco de bienestar para las 30 familias que viven allí.
Las comunas en Cali, como en el resto de Colombia, están asociadas a criminalidad, a economías de micro tráfico de drogas ilegales y bandas armadas formadas en su mayoría por jóvenes que se disputan el control de los diferentes sectores de los barrios. Cali cerró 2021 con 1.217 homicidios, lo que significa un aumento del 13,2% con respecto al año anterior.
Para Camila, una de las cuatro hijas e hijos de Benavides, la violencia es existente, pero no es la constante realidad de los habitantes del sector de La Sirena, ni su única preocupación. Para ella, la falta de oportunidades de empleo y de estudio para los jóvenes es el mayor desafío.
Desde que tenía 12 años, Camila trabaja vendiendo chorizos en la esquina de su casa. Aunque se graduó en Secundaria, no logró obtener uno de los pocos cupos para los bachilleres en alguna de las universidades públicas, y no quiso seguir pidiéndole dinero a su madre para pagar el curso de Enfermería que había empezado en una institución privada. “Acá la mayoría de los jóvenes somos papas y los demás están en las drogas, en la cárcel o muertos. Los que trabajan, trabajan para sobrevivir”, reflexiona.
Paola Banderas es una trabajadora informal de 32 años que lleva viviendo siete de ellos en el sector de Altos de Panorama, donde tomó parte de un lote y construyó la casa donde vive con su pareja y sus hijas de dos y diez años. Pincha en la imagen para ver la fotogalería completa. Mauricio Morales
En Colombia, según cifras del DANE, el desempleo a nivel nacional alcanza 12,3% y en Cali supera la media nacional con un 27% que alcanzó durante el periodo de abril a junio del 2021. Es importante resaltar que, de entre todos los ocupados, el 45,9% son trabajadores independientes e informales sin vinculación laboral definida; muchos de los habitantes del sector ocupado de Altos de Panorama en el barrio La Sirena se encuentran en esta categoría.
Como Benavides, muchas mujeres son cabeza de familia y se desempeñan como empleadas domésticas, vendedoras de puerta a puerta, o en pequeños comercios. O realizan otras ocupaciones no reguladas durante algunas horas a la semana. Pueden llegar a cobrar alrededor de 73 euros al mes en un país donde el salario mínimo es de 201 euros y un alquiler en el barrio La Sirena puede rondar los 88 euros mensuales. Esto significa que gran parte de los ingresos se destina a la vivienda. La opción de espacio para vivir digno, propio y legal para estas trabajadoras se diluye en el tiempo.
Para Camila, madre de una niña de cuatro años, la única opción como trabajadora informal de tener un hogar es seguir la misma ruta de su abuelo y su madre. Tener un lote y construir con sus propias manos un techo para poner encima de su familia. Por ahora, paga un alquiler de aproximadamente 85 euros frente a donde viven sus abuelos. En el último estudio del Banco Interamericano de Desarrollo, Colombia ostenta el índice más alto de Latinoamérica de personas viviendo en régimen de alquiler, con cerca de un 39% de la población sin posibilidades de adquirir una casa propia.
Este año fue particularmente duro para la familia Benavides, pues la madre de Erika murió. El comedor comunitario en el sector de Altos de Panorama, que había abierto hacía unos años, estuvo cerrado por la pandemia. Esta iniciativa nació, según ella, de las enseñanzas de su padre sobre la importancia del trabajo vecinal. Los comedores comunitarios son auspiciados por la alcaldía y la archidiócesis de Cali, y sirven como apoyo para que las familias vulnerables que no llegan a fin de mes puedan costear los alimentos para sus familias.
María Gómez es una trabajadora informal de 60 años, no tiene pensión y sobrevive de trabajos ocasionales como empleada de hogar. Desde hace siete años, reside con su esposo y su hijo en la casa que construyeron en un terreno ocupado en el sector de Altos de Porvenir del barrio La Sirena. Pincha en la imagen para ver la fotogalería completa. Mauricio Morales
En el espacio que gestiona Benavides se sirven alrededor de 60 menús cada mediodía. Se les pide a las personas una colaboración de 50 centavos de euro diario para pagar el servicio de limpieza, el gas propano y otros gastos para los que, a veces, esta mujer necesita poner de su bolsillo. Para muchas familias que tienen que escoger entre sufragar el alquiler o comer, este comedor se vuelve la única fuente de alimentos para sus familias. La covid-19 y el paro nacional ocurrido entre abril y junio de 2021 acarrearon un fuerte desabastecimiento y aún más complicaciones para los habitantes de los barrios periféricos de Cali.
Cali y los municipios aledaños se convirtieron en el epicentro del estallido social que ocurrió en el marco del paro nacional que comenzó el 28 de abril de 2021 en todo el país. En Siloé, barrio contiguo a La Sirena, se llevaron a cabo las represiones más violentas por parte de las fuerzas de seguridad del Estado colombiano en Cali. Según la ONG Temblores, de los 75 homicidios registrados en Colombia, presuntamente por parte de la fuerza pública, 43 de ellos ocurrieron en Cali.
Sergio, de 16 años, el hijo menor de Erika Benavides, por poco se convierte en una estadística más de las muertes del paro nacional. El 3 de mayo acudió con sus primos a una de las barricadas en una de las entradas al barrio de Siloé, donde hacían una velatón por los asesinatos de manifestantes ocurridos en días anteriores en el barrio. Fue herido por una bala de fusil que le perforó la pierna izquierda cuando la policía comenzó a reprimir a los congregados.
Sergio aún se está recuperando física y emocionalmente. “La casa es el lugar donde están todos los recuerdos de uno”, comenta desde la vivienda de sus abuelos, donde ahora reside con su novia. Sin embargo, Sergio ve que en el barrio no tiene futuro, no ve posibilidades de tener un trabajo o estudio, mucho menos una casa algún día. Más bien, encuentra cada vez más cercana la opción de migrar fuera de Colombia para lograr un trabajo.
El recrudecimiento del conflicto armado y el coletazo económico de la pandemia ahondan una crisis social que ha impedido cualquier mejora significativa del déficit habitacional en Colombia, que está en un 31,4% según el DANE. Para muchos caleños y para los nuevos habitantes que van llegando a los barrios periféricos de Cali, la opción de una casa legal o un pedazo de tierra donde vivir sigue lejana generación tras generación.
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