La baguete, el bistró parisiense y los libreros del Sena tienen dos cosas en común: son elementos característicos de Francia y afrontan una crisis estructural que quieren enjugar inscribiéndose en la lista del Patrimonio Inmaterial de la Unesco.
Como cada país solo puede presentar una candidatura, estos tres iconos de París están condenados a una competencia para abanderar a Francia en la sesión de 2021 del comité del Patrimonio Inmaterial de la agencia de la ONU para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).
Por el momento se trata de una rivalidad de guante blanco, pero los defensores de cada candidatura están ya moviendo sus peones. Las tres han logrado ya ser reconocidas en el patrimonio inmaterial nacional, requisito imprescindible para optar al mundial.
“Somos la primera red social del mundo”, ironiza Alain Fontaine, que preside la asociación de restauradores que impulsa la candidatura de los bistrós y las terrazas.
A lo largo de los siglos, explica a Efe, en sus mostradores y sus mesas la gente acudía a conversar, a encontrarse con sus amigos, a intercambiar experiencias y “a ver pasar la comedia del mundo ante sus ojos”.
Por eso, dice, en las terrazas todas las sillas están mirando a la calle y en el interior se multiplican los espejos.
Para Fontaine, que regenta el parisiense “Mesturet”, los bistrós “son la primera luz que aparece en la mañana y la última que se apaga en la madrugada” y representan “un aroma, una forma de ser”.
Abiertos “a todas las sensibilidades y todos los bolsillos”, suponen a su juicio “una experiencia única de mezcla de culturas, que iguala al rico con el pobre, al de izquierdas y al de derechas”.
Su cocina “casera y tradicional” está “en vías de extinción”, asegura, amenazada por la restauración a domicilio, la comida rápida y la proliferación de cocinas exóticas.
Hace medio siglo, la mitad de los 15.000 puntos de restauración de París eran bistrós. Ahora, estas mesas tradicionales apenas son el 14 %.
Tampoco le va bien a la baguete, sometida a la competencia de los cereales del desayuno, del pan de las hamburguesas y de los nuevos hábitos de vida, que han provocado la caída de sus ventas desde los años 70.
En la actualidad, de media, cada francés consume una baguete cada dos días, lo que supone 32 millones.
Su forma alargada se hizo popular en París desde principios del siglo XX y, tras la Primera Guerra Mundial, sustituyó en el resto del país a los hogazas rústicas más consistentes.
Presente en toda representación de Francia, junto a la boina y la camiseta de rayas azules, la baguete es “símbolo de generosidad y de puesta en común”, asegura a “Le Figaro” el sociólogo Eric Birlouez.
Comprar el pan es, a su juicio, un acto de sociabilización y las panaderías el lugar de encuentro de la mayor parte de los ciudadanos, un factor importante en los territorios rurales, afirma al mismo rotativo la secretaria de Estado de Economía, Agnès Pannier-Runacher.
Los libreros de las orillas del Sena también reivindican su entrada en la lista de la Unesco.
“Somos únicos en el mundo, existimos desde hace más de 400 años, no existe en otro lugar del mundo una actividad de venta de libros de segunda mano, al aire libre y que no cierran ningún día del año”, asegura a Efe el presidente de este pequeño gremio, Jerôme Callais.
Reconocen que son menos populares que los bistrós y la baguete, pero reivindican el aspecto cultural de estos puestos fijos adosados a los muros que encajonan el río a su paso por París.
“Somos vectores de transmisión de un conocimiento, de una cultura”, asegura este librero que desde hace tres décadas eleva la puerta verde de su cajón situado a dos pasos de Notre Dame.
Enarbola con orgullo el respaldo del Instituto de Francia, que agrupa las diferentes academias del país, desde la de Ciencias a la de la Lengua, lo que le convierte en “el candidato de la élite intelectual” del país.
El marchamo de la Unesco, asegura, les permitiría estar a salvo de los “cambios de humor” de los políticos, que en el pasado ya sucumbieron a la presión de los libreros y prohibieron su actividad.
Además, les daría una visibilidad de cara a los turistas para afrontar un descenso de las ventas ligado, por un lado, a la crisis interna del libro de papel y, por otro, a la cada vez más feroz competencia de los vendedores de “souvenirs”.
Hay algunos puestos en los que ya no se venden libros porque, según Callais, los “recuerdos” son “más fáciles de vender, no exigen de una preparación intelectual, no ocupan mucho sitio y, además, dejan más margen de beneficio”.
Pero él, que se niega a incluirlos en su catálogo, sostiene que “son la sentencia de muerte” de un oficio que se remonta a la segunda mitad del siglo XVI, cuando se asentó a orillas del río la actividad de los vendedores ambulantes que llegaban con sus mercancías que seguían el cauce del Sena.