De adolescente, Mónica Messa (Madrid, 1966) quiso jugar al fútbol. Pero no se lo permitieron, aquello entonces era coto vedado: solo chicos. Se pasó a la canasta, no sin tener que enfrentar a quien la llamara marimacho y otras lindezas. Y se le dio de miedo. Para la historia quedan su triple sobre la bocina en escorzo en Barcelona 92 (el cronómetro marcaba siete segundos, corrió la pista, saltó desequilibrada para esquivar a su defensora y anotó) y, sobre todo, el oro del Eurobasket de Perugia frente a Francia en 1993, el primero de nuestro baloncesto. Sin embargo, tal vez su logro más heroico haya venido tras su retirada. Messa es hoy entrenadora en categorías de formación; es, en muchos casos, la tabla de salvación que propicia que en la tempestad de cambios que es la adolescencia sus jugadoras no naufraguen: “Tenemos una responsabilidad enorme. Podemos conseguir que chicas que se expresan con plenitud y libertad en la pista se comporten así también fuera de ella; que, gracias a la disciplina del baloncesto, esa enseñanza les sirva para los estudios y la vida”.
Una investigación impulsada por Endesa en colaboración con la Federación Española de Baloncesto (FEB), y llevada a cabo por la exinternacional y hoy psicóloga deportiva Mar Rovira revelaba que, si bien las causas por las cuales chicos y chicas dejaban el baloncesto eran parecidas (dificultades para compatibilizar estudios y entrenamientos, aparición de nuevas aficiones…), ellas se topaban con más piedras en el camino para perseverar. El entorno suele prestarles menos apoyo a ellas, desincentivarlas. Messa reúne a tres de sus jugadoras para que debatan sobre esto, para que “las protagonistas tengan voz”; las tres tienen 17 años y están a punto de dar un vuelco a sus vidas, a las tres las han sacudido dudas y obstáculos, y todas han encontrado de una u otra forma en el baloncesto su camino.
―Yo en la pista me siento libre ―dice Ana Montero, que gracias a una beca baloncestística estudiará su carrera, Business (algo así como ADE) en EE UU. Comienza el curso próximo. ―El baloncesto me enseñó a no ponerme metas inalcanzables, a fijar objetivos a corto plazo y lidiar con la frustración para cumplirlas. A luchar. Hay mil salidas.
―Si no hubiera sido por el baloncesto mis estudios se habrían resentido este año ―afirma Zoé Idahosa, que el año que viene comenzará Marketing en la universidad. ―Los días que tenía entrenamiento me organizaba mejor y llegaba a casa con la mente despejada y físicamente agotada. Cenaba y dormía bien. Los que no, me desvelaba hasta la madrugada. Cuanto más tiempo tienes más lo pierdes.
―Es cierto ―corrobora Andrea Pérez―. Yo sacaba malas notas. Entre los 13 y los 15 fui descubriendo cosas no precisamente buenas… Me descarrié, y mis padres me castigaban sin baloncesto, que justamente era mi válvula de escape. Hasta que Mónica [Messa] habló con ellos. Me ayudó a mejorar como jugadora y como persona. Sin el baloncesto no estaría donde estoy hoy ―insiste Pérez, que comenzará el próximo curso el grado superior de Técnico en Animación de Actividades Físicas y Deportivas y que ejerce ya como entrenadora de benjamines y alevines.
Las tres miran a Mónica Messa y ven en ella mucho más que una entrenadora: ha sido su faro, quien les ha ayudado a saber tomar decisiones maduradas y con compromiso dentro y fuera de la pista. Messa, ante sus muestras de afecto, se azora y les agradece sus palabras. Y les pide que compartan sus historias. Estas:
Ana Montero. Estudiará en Trinidad State (EE UU) con una beca deportiva
“Es algo con lo que fantaseaba desde niña, pero de no ser por el baloncesto no habría sido una opción realista. Habría sido imposible”
El baloncesto no le llamaba la atención, aunque su hermana mayor jugara y su madre fuera una entusiasta. Sin embargo, con siete años agarró un balón; “nunca más me despegué de él”, dice sonriente. Porque “en la pista podía ser yo misma, sin ningún juicio”. “Anita es uno de esos talentos cuyo juego te enamora tan pronto la ves botando o lanzando a canasta”, dice Messa. Montero, de natural currante, estaba acostumbrada a que le regalaran los oídos, “¡qué buena eres!, ¡cuánto trabajas!”; hasta que en un club del máximo nivel comenzó a pasar desapercibida, por más que se esforzara. “Fue justo antes de la pandemia, y me resultó muy complicado. Me planteé abandonar, pero, en vez de eso, preferí reencontrarme en otro equipo con mis antiguas compañeras, que son amigas, y con Mónica. Tuve que pelear pero, en el primer partido tras el confinamiento, sentí que volvía a ser yo”. Montero, armada de sensatez, apunta que quien comience a jugar a baloncesto no debe hacerlo poniendo la fe en debutar algún día con la selección, en ser Amaya Valdemoro ―su ídolo infantil―, porque llegar ahí es una excepción, y no lograrlo no puede ser jamás un fracaso. “El baloncesto va de encontrarse con uno mismo. Aporta demasiado. Yo apenas he salido de España, y solo con mis notas, sin el extra del baloncesto, no habría dispuesto de esta extraordinaria oportunidad de estudiar en EE UU. Me muero de ganas y de curiosidad por vivir la experiencia”.
Zoé Idahosa. Estudiará Marketing el curso próximo. El baloncesto la salvó en el momento más difícil
“Nos volvimos a España desde Inglaterra porque mi hermana cayó enferma. Mis padres se pasaban el tiempo en el hospital con ella. Me sentía sola. Y la atención que necesitaba la encontré en mi equipo de baloncesto: fueron mi segunda familia”
Era la alta de la clase, había probado el baile o el rugby, pero casi naturalmente desembocó en el básquet. En la cancha liberaba toda la rabia contenida que su buen talante hace casi inimaginable fuera. Cuando era niña se mudó con su familia a Inglaterra. “Allí jugaban al netball, al cricket… pero no había baloncesto en mi colegio”, dice. Cuando iba a comenzar la ESO, su hermana enfermó y todos regresaron a Madrid. Tuvo que crecer de golpe. “De pronto, con apenas 12 años, tenía que ser independiente. Mis padres estaban atentos continuamente a mi hermana, acompañándola en el hospital. Me sentía sola y, entonces, necesité el baloncesto. Mis compañeras de equipo me eran más cercanas que cualquier pariente…”. Conjuraba jugando los malos deseos, la comezón. El básquet la ayudaba incluso a reconciliarse en lo emocional con sus padres, forzosamente ausentes, y a recomponerse ante el dolor. Volvía la calma. “Tengo claro que, aunque el año que viene comience la universidad, seguiré jugando como sea. Es una necesidad para mí. Hasta ahora me ha ayudado para organizarme bien con los estudios, y lo seguirá haciendo”, afirma quien sonríe, habla y se mueve con cierta timidez, pero mientras el fotógrafo prepara sus útiles para los retratos agarra el balón y machaca con fuerza, de espaldas, el aro de una canasta de mini básquet.
Andrea Pérez. Después de aprobar el grado medio, estudiará el superior de Técnico en Animación de Actividades Físicas y Deportivas mientras entrena a niños
“Aquellos padres que castigan a los niños sin ir a entrenar: no, por favor, no es la manera. Si a mí me quitas mi forma de desfogar probablemente vaya peor también en lo demás”
“Los primeros años de la adolescencia son una mierda”, dice Andrea Pérez. No ha tenido, cuenta, una vida fácil. De los 13 a los 15 fue “perdiéndose”, y sus devaneos asustaron a sus progenitores y, al poco, a ella misma, que se preguntó qué futuro le aguardaba, si seguía así. Entonces se cruzó en su camino Mónica Messa. “Desde niña se me daban bien los deportes. Probé en el fútbol, intentaron ficharme para balonmano, pero siempre preferí el baloncesto. Se convirtió para mí en la razón para salir adelante. Vivía con ansiedad, con depresión, y cuando saltaba a la cancha era como: ¡por fin!”. Messa tuvo claro lo que tenía delante: “Alguien que en la cancha mostraba tal entrega y compromiso, estaba segura de que podía ser igual fuera”. Fallaba la autoestima, como confirma Pérez: “En mi cabeza había arraigado el convencimiento de que yo no servía para estudiar”. Messa habló con sus padres para que la permitieran seguir entrenando, le echó un cable: planificaron juntas la estrategia ante los exámenes, estudiaron juntas. “El baloncesto para mí no es una pelota y una canasta; son diez años de mi vida, es el método por el cual he aprendido a superarme a mí misma, y desde luego no solo deportivamente sino, sobre todo, en la vida; son sus valores y la sensación de pertenencia que te ofrecen tus compañeras de equipo…”
Ojalá hubiera descubierto antes mi vocación como entrenadora de formación. Podemos hacer mucho por las chicas
Mónica Messa
#LoInteligenteEsSeguir
Descubre gracias al proyecto Basket Girlz de Endesa las historias de todas estas deportistas, científicas o líderes culturales y empresariales que tienen algo en común: se forjaron en una cancha de baloncesto. De este deporte adquirieron valores que les han servido para el resto de retos de la vida. www.proyectobasketgirlz.com
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