Los contagios diarios de covid-19 alcanzan cifras récord por todo el país. Hace meses que no se celebra un concierto multitudinario. Las series mundiales de béisbol se disputan ante gradas que no se había visto tan vacías en un siglo. Los niños se preparan para la noche de Halloween más triste de sus vidas, después de que los vecindarios discutieran durante semanas la manera más segura de hacer el truco o trato. Las autoridades sanitarias piden a las familias que eviten reunir a muchos invitados en el día de Acción de Gracias. En Estados Unidos hoy, si uno quiere recordar lo que es el contacto físico con una multitud, lo mejor que puede hacer es seguir al presidente.
En el planeta Trump el coronavirus es cosa del pasado. Un ligero bache en una supuesta historia de éxito superlativo que las élites progresistas se empeñan en destruir. Una coartada que esgrimirá el “radical izquierdista” Joe Biden para cerrar a cal y canto el país durante meses, si no lo evitan con su voto el martes estas hordas de ciudadanos a cara descubierta, en posesión de la verdad, varios centenares de los cuales blandían banderas y repetían el evangelio del líder supremo el viernes por la tarde junto al aeropuerto de Rochester, en Minesota.
“Biden quiere cerrar el país durante tres meses”, defiende Don Stearns, de 61 años, con una pancarta de Trump, sin máscara, repitiendo una frase habitual que tergiversa las palabras del candidato demócrata, que dijo que estaría dispuesto a cerrar el país otra vez, solo si los científicos lo pidieran. “Y después, el invierno que viene, lo cerrará otros tres meses para acabar con la gripe y el resfriado. ¿Capta la ironía? Socialismo. Miedo. Eso es lo que ofrece”.
“Hagamos llorar a los progresistas de nuevo”. “Que le jodan a tus sentimientos”. Pancartas, banderas. Un tipo disfrazado de boxeador, con una careta de Trump, da saltitos en calzones, parando para hacerse selfis abrazado a otros seguidores entre carcajadas. Cerca de la mitad de los 22 mítines que Trump celebró entre junio y septiembre, según un análisis del Center for American Progress, estuvieron seguidos de un aumento de los casos de covid en los condados que los acogieron.
A medida que baja el sol, la temperatura se acerca a los cero grados. Aquí, si uno no se contagia de covid, también puede sufrir una hipotermia. Sucedió en Omaha (Nebraska), en otro mitin en un aeropuerto como este, en el que centenares de asistentes fueron abandonados, colapsado el servicio de autobuses que habían de llevarles a sus coches. Treinta personas necesitaron atención médica y siete tuvieron que ser trasladadas al hospital.
Pero nada es capaz de detener el show de Trump. Ni el coronavirus, ni las hipotermias, ni el gobernador demócrata de Minesota, que obligó este viernes a la campaña a cumplir las directrices estatales, y limitó la asistencia al mitin a 250 personas, dejando a varios centenares fuera. “El Partido Demócrata quiere arrebataros vuestro derecho a reuniros pacíficamente mientras permite a los alborotadores quemar vuestras ciudades”, dijo Trump a su reducido público, desde el escenario instalado junto a la pista del aeropuerto, en referencia a los disturbios violentos que siguieron a la muerte de George Floyd en Minneapolis, en este mismo Estado.
El presidente Trump, de 74 años, hospitalizado por coronavirus hace poco menos de un mes, tiene previsto dar nada menos que 16 mítines entre el viernes y el lunes por la tarde. Un auténtico Blitz -bombardeo aéreo masivo- que supera en intensidad a cualquier cosa que haya hecho en estos cuatro años. Con los sondeos en contra, Trump lo fía todo a ese instinto de voracidad y saturación que ha guiado su carrera política por encima de cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino.
El viernes, mítines en Michigan, Wisconsin y Minnesota. El sábado, tres paradas en Pensilvania. El domingo y el lunes, cinco paradas cada día. De nuevo Michigan, Iowa, Carolina del Norte, Georgia, Florida, Wisconsin y Michigan otra vez. La hoja de ruta del Air Force One dibuja un mapa claro. El de los Estados disputados donde Trump necesita imponerse para ser reelegido, con especial énfasis en este cinturón industrial del Medio Oeste donde 80.000 votos le dieron la presidencia hace cuatro años. En aquella ocasión, apenas se acercó a Minesota, y Hillary Clinton se llevó el Estado por 1,5 puntos porcentuales. Es esa espina clavada del Medio Oeste que la campaña de Trump soñaba con arrancarse, antes de que la pandemia forzara a una estrategia de asegurar lo que se ganó en 2016.
El sol empieza a teñir el cielo de naranja, y la megafonía del aeropuerto de Rochester anuncia que el Air Force One acaba de aterrizar. “Bienvenido a Minesota”. Los 250 afortunados, en pie ante sus sillas separadas manteniendo la distancia de seguridad, gritan y bailan al ritmo de viejos éxitos de rock.
“Le vi ya en 2015 en Iowa, antes de que fuera presidente, y me hice una foto con él”, explica Shailyn Anderson, de 18 años, que ha venido con su abuela. “Me dan ganas de llorar, estoy tan emocionada por poder verle otra vez, y me siento tan mal por los que se han quedado fuera… Solo espero que siga siendo nuestro presidente. Si gana Biden estamos jodidos, lo estamos de verdad, se lo digo en serio. Esta es la primera vez que puedo votar y votaré por Trump hasta el final”.
El Air Force One se ha detenido a apenas unos cientos de metros. El asfalto se llena de hombres de negro del servicio secreto. Suena The House of the Rising Sun, de The Animals, en toda su gravedad. El presidente desciende parsimonioso por la escalinata del avión. Shailyn Anderson llora. Todo la solemnidad, la liturgia del poder, en exclusiva para un pequeño comité de esos votantes a los que Hillary Clinton se refirió en 2016 como un “cesto de deplorables”.
Quizás por el cansancio, quizás por el enfado con las autoridades locales demócratas, quizás por sentirse extraño entre audiencias pequeñas, el presidente se muestra inusualmente serio, tacaño en chistes y gestos espontáneos. “Hemos creado la clase media más próspera de la historia de la Humanidad”. “Biden quiere hacer la mayor subida de impuestos de toda la historia”. “Quieren destruir completamente los vecindarios residenciales que yo protejo”. “Lucharé por vosotros más de lo que nadie ha luchado nunca”. Tras una sucesión de hipérboles de poco más de media hora, una minucia para la incontenible verborrea presidencial, Donald Trump se despide.
Suena YMCA, el fin de fiesta, la canción de los Village People con la que el presidente ha convertido en costumbre abandonar el escenario, moviendo los puños y la cadera, arqueando las cejas y sacando los morros, en una mueca como de galán vetusto. Pero esta noche Trump no baila. Se dirige rápido al Air Force One. Sí lo hacen sus seguidores, moviendo los brazos en el aire bajo los focos que iluminan la noche fría.
En el planeta Trump todo es posible. Ver al Air Force One aterrizar delante de tus narices. Bailar YMCA a cero grados en la pista de un aeropuerto. Recorrer el país de un mitin a otro con 74 años y recién dado de alta de un hospital por una enfermedad potencialmente mortal. Y por qué no, confíar en la campaña, dar la vuelta a unas elecciones que los sondeos insisten en que difícilmente puede ganar.
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