Donald Trump ha definido su contagio y posterior hospitalización por coronavirus como “un viaje muy interesante”. Lo hizo el domingo por la tarde, en un vídeo grabado desde el centro médico, después de meses de haber negado deliberadamente la gravedad de la pandemia y boicoteado en primera persona las normas más básicas de prevención que recomendaba su propio Gobierno: evitar actos multitudinarios y llevar siempre mascarilla.
“He aprendido mucho de la covid, he aprendido yendo de veras a la escuela, esta es la verdadera escuela, y lo capto, lo entiendo, es una cosa muy interesante y les contaré sobre ello”, decía. Solo alguien como Trump acaba enfermo de un virus que ha minusvalorado hasta el absurdo, –burlándose incluso de su rival, el demócrata Joe Biden, por ser más precavido– y se erige en vencedor: “Esta es la verdadera escuela”, dice. “Ya les contaré”. Vamos, que ahora nadie sabe tanto del virus como él, que nadie intente dar lecciones.
Acto seguido de grabar el vídeo, tras 72 horas recibiendo fuertes medicaciones y con necesidades puntuales de oxígeno suplementario, el presidente salió del hospital, se subió al coche oficial y decidió poner en riesgo al personal que le acompañaba para darse su baño de masas entre los simpatizantes que le animaban en la calle. Y este lunes, al anunciar que dejaba el hospital y volvía a casa por la tarde, escribió en Twitter: “No tengan miedo a la covid. No dejen que domine su vida. Hemos desarrollado, bajo la Administración Trump, algunos grandes fármacos y conocimientos”. Con más de 200.000 muertos a la espalda solo en Estados Unidos. Trump es Trump, en la salud y en la enfermedad.
El republicano, un magnate inmobiliario de Nueva York habitual de la prensa rosa y los programas de telerrealidad, entró en política aupado por esas mismas cualidades de showman, cómico profesional, las de un charlatán multimillonario capaz de conectar con la gente que no llega a final de mes. Tras una campaña histriónica, a las pocas semanas de llegar a la Casa Blanca despejó las dudas: iba a ser el mismo personaje como presidente que como candidato. Y ahora, víctima de la pandemia, enfermo a un nivel que ha llegado a preocupar a su entorno, su Administración y él mismo han manejado esta crisis como el resto de las que han marcado su mandato: con desorden, medias verdades y buenas dosis de excentricidad.
El martes de la semana pasada, cuando no estaba claro aún si ya había empezado a sentir síntomas, se batió con Biden en un debate feroz en Cleveland (Ohio) y le echó en cara: “Yo no llevo la mascarilla como él, a él cada vez que le ves lleva mascarilla, se pondría a hablar con alguien a 60 metros de distancia se pone a hablar y se presenta con la mascarilla más grande que haya visto jamás”, espetó. Dos días después, cerca de la una de la madrugada del viernes, el presidente y su esposa, Melania Trump, habían pasado a engrosar la lista de más de siete millones de infectados en Estados Unidos, un país que concentra el 20% de los fallecidos de todo el mundo.
Imposible no trazar un paralelismo en la nueva espiral de contagios que sufre el país y la caída de su comandante en jefe. Apenas el país había salido de los puntos más duros de la pandemia, con más de mil fallecidos por día, que Trump volvió a celebrar mítines multitudinarios, como el del 20 de junio en Tulsa (Oklahoma), que pese a pinchar en las expectativas de público, concentró a miles de seguidores en el interior de un estadio sin apenas mascarillas. Llevar o no llevar el cubrebocas fue, para Trump, una cuestión de orgullo durante meses. El republicano llegó a admitir que “no quería dar a la prensa el placer” de verle con una y, de hecho, no apareció públicamente cubierto con una hasta el 11 de julio.
Para entonces su gestión errante de la pandemia había llegado ya al paroxismo de sugerir a los ciudadanos tratarse del coronavirus con “una inyección de desinfectante” o con “luz solar”. Aunque al día siguiente matizó que era una broma, despertó tal estupor que canceló las ruedas de prensa diarias para dar cuenta de la crisis sanitaria.
Nadie ha suministrado ahora al presidente desinfectante y sí tres potentes tratamientos. Por lo demás, la evolución de Trump en estos días está plagada de sombras. La transparencia de la Casa Blanca y el equipo médico que le atiende ha dejado mucho que desear. Es incompresible por qué su doctor de cabecera, Sean Conley, trató deliberadamente de ocultar que el mandatario había requerido oxígeno suplementario y que sus constantes vitales habían llegado a ser preocupantes. También, como nada más acabar la rueda de prensa del sábado por la mañana, en la que los facultativos pintan un panorama mucho más positivo, el jefe de gabinete, Mark Meadows, enmienda la plana y pide a los medios anonimato.
Desde que se comunicó el contagio de Trump, una ristra de personas cercanas han corrido a hacerse las pruebas y anunciado su positivo. A la asesora Hope Hicks (caso conocido justo horas antes del presidente), se añade más de una docena de casos en su entorno, entre consejeros, empleados de la Casa Blanca y senadores. La mayoría de ellos coincidieron además en la ceremonia de confirmación de la juez Amy Coney Barrett para el Tribunal Supremo el 26 de septiembre, sin espacio de separación entre los asistentes y, por supuesto, sin mascarillas, tanto en el interior como en el exterior. Estas, dicho sea de paso, siguen sin ser obligatorias en la residencia oficial.
La agenda del presidente no paró hasta el último instante en que se anunció su contagio. Horas antes de comunicarlo, había participado en un acto de recaudación de fondos en Nueva Jersey. Porque todo este lance tiene lugar a menos de un mes de las elecciones, el 3 de noviembre, cuando se decidirá si Trump repite mandato o paso por la presidencia más importante del mundo queda en la historia como lo que él bien podría llamar “un viaje muy interesante”.
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