Votar en pandemia no es fácil. Es cierto que el riesgo de contagio no es necesariamente mayor que el de acudir a una tienda o supermercado a hacer la compra: una fila de espera que casi siempre se produce al aire libre, unos minutos (no muchos) en un lugar cerrado con más gente (no demasiada) que apenas tiene que interactuar de cerca, y fuera. Pero constituye un acto más de exposición, un pequeño boleto en la lotería de la covid-19. Es por ello normal que muchas personas, particularmente aquellas pertenecientes a colectivos de riesgo, prefieran ejecutar su derecho sin desplazarse y votar por correo. Pero el presidente y candidato a la reelección Donald Trump ha decidido convertir este hecho en todo un escándalo, apuntando a un riesgo (del que no hay pruebas fehacientes) de fraude masivo para descabalgarle en mitad de la carrera.
Todo esto puede parecer como una ocurrencia más de Trump, pero en realidad se trata de un eslabón más en una cadena de argumentos de larga data enarbolados por el partido republicano, encaminados a limitar el acceso al voto de amplias capas de la sociedad estadounidense: en este país, cuando la participación es elevada, normalmente son buenas noticias para los demócratas porque se trata de minorías raciales, hogares de menores ingresos, más escorados hacia la izquierda. Y la verdadera razón por la que este tipo de estrategias son siquiera posibles en EE UU, una de las pocas democracias consolidadas en la que el derecho a voto es una cuestión abierta a debate, es en cierto modo el pecado original de la democracia más longeva del mundo.
📬 El voto por correo no nació ayer
EE UU es un país enorme, y muy, muy disperso. Sobre todo en su extremo noroccidental: la expansión hacia el oeste durante el siglo XIX y parte del XX produjo una geografía poco densa, donde las distancias tienen una escala muy distinta a las metrópolis costeñas. En esa esquina de su mapa se encuentran Oregon y Washington, dos Estados que aprobaron el voto por correo para el conjunto de su población en 1998 y 2011 respectivamente. Colorado se uniría en 2013. Hawai y Utah también consideran el voto por correo como opción por defecto. En consecuencia, la mayoría de votos en estos lugares se emiten por vía postal.
En suma, uno de cada cinco votos en la elección Trump-Clinton fueron emitidos por correo en todo el país. La proporción varía mucho de un Estado a otro, pero en la mayoría de ellos la tendencia es hacia arriba: en las últimas dos décadas, la cifra se ha multiplicado por dos, movida sobre todo por la incorporación de esta práctica en los Estados citados anteriormente y por aquellos lugares que no requieren excusa específica para votar por esta modalidad; principalmente, California, el Estado más poblado del país.
Estas cifras son en no poca medida producto de la variación de reglamentos: un estudio de Brookings Institute que calibra la calidad de acceso al voto por correo dibuja bien la gradación oeste-este.
Pero, y esto es notable, también se adivina otra línea divisoria: la vieja frontera entre Norte y Sur. Una que lleva el ojo de manera inmediata e irremediable a la Guerra Civil.
📜 El pecado original de EE UU
Los Estados Unidos tuvieron que entrar en guerra consigo mismos cuando la Unión estaba incompleta para que la Constitución, un siglo después de su redacción, incluyera finalmente la siguiente frase: “El derecho de los ciudadanos de Estados Unidos a votar no puede ser negado o limitado por la Unión ni por ninguno de sus Estados miembros por razón de raza, color o condición previa de servidumbre”. Es la decimoquinta enmienda, que costó un conflicto civil en torno a la cuestión central de la esclavitud. Ese es el pecado original de una de las democracias sobre las que se modelaron todas las demás del mundo: la condición en la que mantuvo a su población de origen afroamericano desde su fundación hasta ese momento, despojándole de todo derecho, también del más básico precisamente en una democracia.
Pero incluso después de aprobada la enmienda, en 1870, los Estados sureños se las siguieron ingeniando para mantener un apartheid comprendido en una tupida maraña de restricciones, entre las cuales se encontraban también un sin número de limitaciones aparentemente administrativas pero que estaban de hecho diseñadas para restringir el voto efectivo de los afroamericanos. Tuvo que pasar otro siglo más para que el Gobierno federal aprobase una palanca legal preventiva: se reservaba de iure la prerrogativa de revisar cualquier legislación sobre voto de cualquier Estado miembro. A una parte del sur no le gustó (ni eso, ni que desapareciera la posibilidad de legislar dónde se sentaba o a qué bar podía ir una persona según su color de piel), hasta el punto de que el entonces presidente Lyndon B. Johnson (Partido Demócrata) tuvo que forzar a ciertos Gobiernos estatales a cumplir la norma.
Desde la década de los sesenta hasta nuestros días este tira y afloja se ha trasladado a las cámaras legislativas de los Estados y a los tribunales: un tira y afloja constante en el que los políticos del partido dominante en el sur, el Republicano, buscan formas cada vez más creativas de limitar el acceso a voto de quienes saben que no se lo darán a ellos, sino a quienes defendieron sus derechos civiles (los demócratas). Una de las más habituales es la introducción de requerimientos adicionales para mostrar algún tipo de identificación a la hora de votar (EE UU no tiene una tarjeta de identificación federal), un requisito que es menos probable que pueda ser cumplido por minorías raciales y económicas que es más probable que caigan en los márgenes de exclusión del sistema.
Nótese el cierto parecido que guarda la distribución de este tipo de requisitos con la facilidad para el voto por correo pintada en el mapa anterior; particularmente, en la zona sureste de la nación. Una herencia histórica que sigue viva hoy día, pese a que el Tribunal Supremo no es de este parecer. En una decisión de 2018, la corte anuló algunas partes de la legislación aprobada en la época de Johnson, argumentando esencialmente que el país ya había superado aquellos problemas y el derecho de los Estados de organizar las elecciones como mejor les pareciera prevalecía sobre el deseo de la capital de imponerse sobre ellos.
Pero los datos de 2016 indican que sigue existiendo un sesgo muy nítido de raza en las personas registradas para votar (el único requisito común a toda la federación es registrarse antes de ejercer tu derecho).
También de ingresos, que inevitablemente es consecuencia del anterior, en tanto que la mayoría de hogares de menor renta en EE UU no son blancos.
Es de ley subrayar que el voto por correo no corresponde de manera exacta con este patrón, pero su expansión sí equivale a una ampliación de las vías para acceder al sufragio, y ese es el temor constante del Partido Republicano: que en dicha ampliación entren más apoyos para el rival que para ellos es siempre más probable que la alternativa. El tono de Trump al cuestionarlo puede sonar particularmente histriónico, pero en su razón de ser no se mueve ni un milímetro de la trayectoria marcada por el Partido Republicano desde la ampliación de los derechos civiles.
👉 ¿Fraude o estrategia?
En correspondencia, entre los Estados verdaderamente en juego (aquellos donde las encuestas indican una carrera cerrada entre Trump y Biden por la victoria), son los de gobierno azul los que presentan un esfuerzo por ampliar y agilizar los procesos del voto por correo. Menos los republicanos, con la salvedad de Iowa. Las otras dos excepciones rojas, Georgia y New Hampshire, no vienen por iniciativa del poder ejecutivo, sino del judicial, obligando a los respectivos a ampliar fecha o posibilidades para quienes deseen ejercer voto a distancia por la pandemia.
Texas, de hecho, está haciendo esfuerzos por reducir (en lugar de ampliar) las posibilidades para quienes opten por el servicio postal. Su gobernador ha ido cerrando lugares de depósito del voto a distancia, mientras las autoridades locales trataban de mantenerlos abiertos. Otra particularidad más del sistema estadounidense: no existe un árbitro electoral nacional, sino que la organización efectiva de cualquier elección depende en primera instancia de los Estados, pero en otras muchas de condados y municipios.
Todo ello facilita que el derecho a voto siga siendo un sujeto de debate y rediseño administrativo constante. Uno que permite creatividades inimaginables. Porque la idea de Trump de estigmatizar el voto por correo puede ser leída precisamente como una innovación: cuando le señala a su base que este formato es indeseable, sujeto a fraude, un efecto plausible es que la sugerida correlación entre modalidad de voto y partido se haga más fuerte. Dicho de otra manera: que, una vez pasadas las elecciones, cuando los republicanos batallen Estado a Estado, condado a condado qué votos contar, cuáles no y hasta cuándo hacerlo (como ya sucedió en las presidenciales de 2000, cuando Gore perdió Florida y la presidencia ante Bush Jr. por la vía jurídica), puedan apuntar al voto por correo con la seguridad de que el resultado de la supresión les beneficiará a ellos. Su argumento seguirá siendo el del fraude. Las probabilidades reales de que un voto por correo sea fraudulento, a la luz de un estudio de Brookings Institution basado en datos de la conservadora Heritage Foundation centrado precisamente en los Estados que lo tienen por defecto, son de algo así como uno entre un millón.
Por eso es difícil asumir que una preocupación genuina por el fraude es, o alguna vez ha sido, lo que verdaderamente motiva a Trump. Ni al conjunto del Partido Republicano.
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