Frente a un muelle improvisado, descansa el hombre que ve todo lo que ahí sucede. Por esas aguas fangosas que tiene delante, como de color mostaza, cruzan cada día de México a Guatemala —y viceversa— bolsas de frijoles mexicanos, latas de leche condensada La Lechera, arroz, papel higiénico, repuestos de vehículos, vehículos a veces, marihuana, cocaína y personas. El pasado domingo, un día después de que el Gobierno mexicano celebrara la detención de 800 migrantes en Veracruz, por este paso del río Suchiate, de unos 600 metros de ancho, que divide Centroamérica del último país antes de llegar a Estados Unidos, cruzaba un grupo de 100 cubanos. Y mientras este jueves se reúne en Tapachula el presidente mexicano, López Obrador, junto al de El Salvador, Nayib Bukele, estarán cruzando decenas, salvadoreños incluidos. Sobre unos palos de madera amarrados a dos neumáticos, que arrastran jóvenes hincando su remo en el fondo, el cruce ilegal de cientos de migrantes no se detiene.
En este lado del río no los espera un solo hombre uniformado, pese a que el Gobierno de López Obrador prometiera aumentar la vigilancia en la frontera sur. Sí lo hacen decenas de camareros —los que mueven las balsas—, familias esperando regresar a Guatemala por 20 pesos mexicanos, tricicleros, un chingo de mosquitos, cajas para abastecer las tiendas de Tecún Umán (Guatemala), y unos cuantos puestecitos de comida cuyo menú varía poco: arroz, pollo, frijoles. Es el Paso del Coyote. El nombre, pintado por el Gobierno municipal en uno de los accesos mexicanos al río, no pretende fingir que lo que allí sucede, el tráfico ilegal de lo humano y lo material, no forma parte de la cotidianidad de los que habitan la frontera.
Este río no le teme a Donald Trump ni tampoco a López Obrador. Un paso utilizado por los que pueblan las orillas desde mucho antes de que se construyera un puente fronterizo con su respectivos funcionarios y trámites. Es el punto más transitado por los que huyen de la violencia y el hambre en su ruta hacia Estados Unidos (centroamericanos, haitianos, africanos, hindúes, sirios), en una de las fronteras más transitadas del mundo. Y por estas aguas lodosas, de corriente tranquila, acaba de llegar la mañana de este miércoles, en apenas una hora y solo en este punto del río, un grupo de 15 jóvenes de Bangladesh, una familia de siete hondureños y dos veinteañeras cubanas.
—Mire, cuando comenzaron las caravanas, los jefes del negocio se preocuparon… Los centroamericanos preferían viajar en grupos, haciéndole pasar miseria a su familia y haciendo desmadres por allá, en lugar de llevar un pollero que los cuidara. Ahora la cosa está tranquila, todo sigue normal.
El hombre del muelle, sentado en una butaca de madera, impasible al trajín de la frontera de agua que tiene delante, explica que el negocio del coyote ha vuelto al Suchiate. Las mafias han recuperado su poder, pese a estos días de militarización de la frontera. Este balsero, al que nadie en esta orilla mexicana lo conoce por su nombre, sino por su apodo, prefiere que en este texto no aparezca ningún detalle que lo pueda delatar. Él ha cruzado personas de un lado al otro y los ha enviado a Veracruz escondidos en pipas de gasolina. “Solo hay que saber con quién reportarse [pagarle]”. Lo llama directamente “corrupción”: sin rodeos, sin remordimientos, es la mano que da de comer al negocio.
—Pero, ¿qué pasa ahora con la Guardia Nacional, la Policía Federal, los retenes en la carretera…?
—Mire, es tan fácil. El que mira las combis o los taxis es el funcionario de migración. Él sabe quién va a pasar por ahí y a qué hora, antes ya le entregaron su dinerito. Entonces se hace el que no ve, o se va al baño y no los para. Los militares allá solo están cuidando, los de la migra son los que deciden quién sí y quién no.
El Gobierno de López Obrador se comprometió hace dos semanas con Estados Unidos que en mes y medio contendría la ola migratoria que promete este año batir todos los récords. Según datos oficiales se estima que por México crucen más de 800.000 personas de manera ilegal. A cambio de lograr lo que a todas luces parece imposible, Trump dejaría de amenazar con imponer aranceles a los productos mexicanos importados, cuya aplicación podría desestabilizar la economía de este país. Una de las medidas más específicas fue anunciar el envío de unos 6.000 efectivos de la Guardia Nacional —un nuevo cuerpo diseñado para el combate al narcotráfico y la violencia— y de ellos, unos 2.400, serán desplegados en los más de 960 kilómetros que comparte de frontera México con Guatemala.
Algunos, alrededor de 400, ya han sido instalados en varios puntos de la carretera que lleva a Tapachula, la cabecera municipal y el municipio más grande tras cruzar el río. Ninguno de los que han sido desplazados para esta misión han sido entrenados todavía con los criterios del nuevo cuerpo, son militares a los que les han colocado un brazalete con las iniciales de la Guardia Nacional. Y descansan bajo algunos puentes de este tramo, junto a una furgoneta de migración con dos funcionarios y cuatro agentes de la Policía Federal. En la orilla del río no espera nadie.
El operativo de detención de migrantes que ha calmado las tensas relaciones entre Estados Unidos y México, una de las mayores crisis diplomáticas entre ambos países, consiste estos días en una funcionaria de migración que detiene cualquier tipo de transporte de pasajeros —combis, autobuses y taxis—, abre las puertas y le pide el pasaporte al más moreno, al más chaparrito, al menos bañado.
El grupo de 15 bangladesíes que cruzaron la mañana del miércoles el río se subieron todos a una furgoneta de transporte público. Tomaron esa combi en Ciudad Hidalgo (México) y en el retén, a unos 25 kilómetros desde la frontera, las autoridades la pararon. Se abrió la puerta, la funcionaria echó un vistazo rápido y, pese a que ninguno de ellos hablaba español e iban todos cargados con mochilas, la agente cerró las puertas. Los migrantes siguieron su camino. “Sí los vio la señorita, pero es que ellos van directamente al Siglo XXI [el centro de detención de migrantes de Tapachula]”, explica despreocupado un militar que custodia el retén. En ese complejo carcelario tramitan un oficio de salida y no suelen ser deportados. Los centroamericanos, sin embargo, saben que si se acercan allá acaban en un autobús rumbo a El Salvador y Honduras.
¿Cuál es el criterio entonces para detener personas en este retén militar?, ¿es solo para centroamericanos?, ¿cuáles son las reglas para pedir el pasaporte a algunas personas? Las que decida el agente de migración que supervisa. En este punto del retén militar fueron detenidos, en unas tres horas, cinco centroamericanos. Todos hombres y un niño. Los capturados son enviados al Siglo XXI, el centro de detención migratoria más grande de América Latina, que desde hace meses ha superado su capacidad y mantiene a los migrantes hacinados en celdas esperando un trámite o su deportación. El anterior jefe del Instituto Nacional de Migración, Tonatiuh Guillén, que renunció la semana pasada ante la crisis migratoria, reconocía a este diario que el complejo estaba sobrepoblado. Y la Comisión Nacional de Derechos Humanos denunció que a finales de abril había más de 2.000 personas, en un lugar construido para 960.
El aumento de la presencia militar y policial en la frontera sur ha recuperado las viejas prácticas migratorias. Condenados a la clandestinidad, los migrantes deben retomar las rutas más peligrosas que habían evitado con las caravanas. Además de dejar todos sus ahorros en pagarle a unos coyotes que pueden venderlos a la primera de cambio, los riesgos de ese camino van desde los asaltos, las violaciones de mujeres, la extorsión, el secuestro, los asesinatos masivos y las mutilaciones de brazos o piernas al intentar subirse a La Bestia (el tren). En Huixtla, un municipio clave en la ruta migratoria hacia el norte, a 40 kilómetros de Tapachula, han sido detenidos este miércoles nueve policías locales acusados de tortura, homicidio y extorsión.
Las imágenes de hace unos meses de migrantes caminando exhaustos por las carreteras de Chiapas se han difuminado. Ya no duermen en el centro de Tapachula cientos de centroamericanos con el estómago vacío y deshidratados. Pero mueren de hambre en otros sitios menos transitados. Están en los caminos, escondidos en tráilers, en pipas de gasolina, en burdeles, agarrados al tren. Y por el río Suchiate, imperturbable ante la geopolítica y las crisis diplomáticas, cruzan cada día muchos más. Un mes y medio y dos millares de militares para frenar las redes de este éxodo parece, desde este rincón de la frontera sur, que es muy poco tiempo.
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