Los hermanos de César lo enviaron a una especie de retiro espiritual para curarlo de su homosexualidad. El salón de bodas que le gustaba a Paola canceló su reserva tras enterarse de que se casaba con una mujer. Uno de los compañeros de Antonio acudió al director de la escuela en la que trabaja con una publicación de su Instagram en la que posaba con vestido. En la secundaria de Yoalli intentaron que no se relacionara con otras chicas tras descubrir que era lesbiana. Y el padre de Hugo se marchó de casa cuando su hijo hizo pública su orientación sexual.
Mientras las banderas arcoíris se despliegan por las ciudades más destacadas de México y las grandes empresas se suman a la causa gay, en la oscuridad permanecen amontonados miles de historias de acoso a la población LGBT como las de César, Paola o Antonio que han preferido no dar sus nombres completos para este reportaje. Unos pocos casos logran salir a la luz, muchos otros permanecen ocultos entre los muros del hogar familiar, en los límites de la colonia o tras las paredes de un despacho. De hecho, un 43% de las personas LGBT en México aseguran haber sufrido algún tipo de discriminación en el trabajo, según una encuesta de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas y la Fundación Arcoíris. Pero el acoso, en realidad, va mucho más allá, 473 personas LGBT han sido asesinadas en México en los últimos cinco años, según datos de la organización Letra S. EL PAÍS ha seleccionado, entre otras muchas historias como los citados anteriormente, cuatro casos de discriminación en México. Ocurrieron en el centro, en el norte y en el sur del país, pero podrían haber sucedido en cualquier localidad mexicana e incluso en cualquier punto del continente. Son solo cuatro, pero podrían haber sido cientos.
Ser gay está vetado en casa
El machete que cuelga en una pared de la casa de los abuelos de José Alberto Rosano es un recordatorio constante del rechazo a su homosexualidad. A este estudiante universitario de Ciudad de México le sigue costando mirar de frente ese gran cuchillo sin acordarse que con uno igual su abuelo se jacta de haberle cortado algún dedo a un vecino de su pueblo, en el Estado de Tabasco (sur del país). El ataque, ocurrido hace varias décadas y aderezado probablemente de una buena dosis de leyenda, no tenía otra misión que amedrentar a un joven gay del lugar.
Rosano tiene 24 años y el machete no es lo único que le hace recordar que su orientación sexual no es bienvenida en casa. Cada vez que alguien pronuncia la palabra “asco”, su mente viaja 10 años en el tiempo, a aquel día en el que la cara de su madre se llenó de “odio, coraje y rabia”. Entonces tenía 14 años y su cuerpo temblaba de miedo. Sobre la cama de su cuarto había olvidado las cartas de amor que le enviaba un amigo de su hermana. Nunca había estado con un chico y ni siquiera había respondido aquellos mensajes en los que la proposición más indecorosa era darle un beso. Pero esos papeles que encontró su madre fueron razón suficiente para echarlo de casa “sin mochila, ni otra ropa que la puesta”. “No me pegaron, pero recibí palabras que fueron como golpes. Mi madre me preguntó con sarcasmo si era mujer, si me debía llamar Alberta. Le pedí perdón, le dije que se me iba a quitar. Pero no servía. Ella me decía: ‘Tú no eres nada mío, te desconozco, no eres el hijo que crie. Eres otra persona y esa persona me da asco”. Él solo podía llorar y temblar.
Pasó el siguiente mes y medio en casa de una amiga, sollozando cada noche y sopesando la idea del suicidio. Vendía paletas y dulces, mantenía en secreto donde vivía y bajaba la mirada, cuando alguien le hablaba. “Creía que si miraba a los ojos podían adivinar que era gay, que mi mamá me había echado de casa, que mi familia no me quería y les daba asco”.
Aquel mes y medio, en el que su madre nunca supo dónde había encontrado refugio, terminó con su regreso a casa, pero no con el rechazo de su familia. Su presencia en el hogar desató un buen número de discusiones y acabó con el divorcio de sus padres. Desde entonces, su padre nunca ha vuelto a dirigirse a él, Rosano ha dejado de acudir a las fiestas que organizan sus tíos y primos y su homosexualidad sigue siendo un tema vetado. Una década después de que se descubriese su orientación sexual, este estudiante observa cómo su familia se ha visto reducida a dos personas: su madre y su hermana.
La doble condena de Sosa
Cuando Grecia Sosa baja de un autobús, lo primero que hace es barrer con la mirada el lugar. Está obsesionada con la idea de que en la parada se esconda su agresor. Han pasado cinco años desde que un hombre la agrediera sexualmente y le metiera tal paliza que necesitara una cirugía para reconstruir su rostro. Ocurrió en marzo de 2014, cuenta, cuando ella le dijo no a un hombre que quería mantener una relación con ella. “Cuando lo rechacé, enfureció, se salió de sí. Era otra persona. Fue algo horrible”; relata.
Sosa, una persona trans que vive en Mérida (Estado de Yucatán, sur del país), no puede mirarse todavía en el espejo, cada vez que sale de casa siente que alguien la persigue y teme a cualquiera cuyo físico se parezca al de su agresor. “Soy otra persona física, emocional y psicológicamente”, señala. Pero su batalla no se centra en superar las secuelas, su pelea más encarnizada es frente a la justicia. Han pasado más de cuatro años desde que denunció la agresión y todavía no se ha celebrado el juicio. Un tiempo en el que además, denuncia, que algunas pruebas se esfumaron de la carpeta de investigación y luego misteriosamente volvieron a aparecer, varias declaraciones se alteraron —hace unos meses se rectificaron— e incluso se llegó a archivar el caso. Entonces Sosa interpuso un amparo y un juez federal le dio la razón. Obligó a su reapertura y aseguró que la denunciante no había sido asesorada jurídicamente de forma correcta. “Me atacaron sexual y físicamente, tengo pruebas. ¿Por qué no me quieren hacer justicia?”, se pregunta. Una cuestión que este periódico quería trasladar a la Fiscalía del Estado, pero han preferido no hacer declaraciones para este artículo.
Expulsadas por ser agredidas
Carina Jasso y Katherine Góngora tenían sangre en el rostro y una de ellas dos dientes rotos y otros dos astillados. Su agresor: la camisa rasgada. Los profesores de la Facultad de Derecho y Criminología de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) no necesitaron mucho tiempo para emitir su veredicto: los tres, cinco días expulsados. Y agregaron una frase dirigida a las dos chicas: “¿Qué le han hecho para ponerlo así?”, denuncian las agredidas.
Jasso y Góngora, de 23 y 24 años respectivamente, son pareja desde hace más de cuatro años y en sus mentes se amontonan los agravios que recibieron aquella tarde de octubre de 2017. Algunos los tienen grabados, otros solo aparecen rebuscando en su memoria. Hace año y medio que un compañero de facultad les pegó un puñetazo en la boca a cada una, tras haberlas insultado previamente por ser pareja, denuncian. No era la primera vez que este chico y su grupo de amigos se metían con ellas, pero ni siquiera esto impidió que uno de los profesores añadiera: “Esto no es ningún cabaret, ni un antro para que se estén comportándose así”, aseguran. Una frase grabada en su recuerdo a la que se sumó, tras su regreso a clases, otra cargada de una buena dosis de homofobia. “Te merecías los golpes por ser lesbiana’, me dijo un maestro”, relata Jasso.
Desde hace año y medio esperan una disculpa y la expulsión del agresor. Pero todo parece indicar que llegará antes la sentencia de los tribunales que el arrepentimiento de la universidad. Este periódico ha tratado de ponerse en contacto con la UANL por diferentes vías pero no ha obtenido respuesta.
Despedido el mejor profesor del departamento
Daniel Ibarra se sentía orgulloso, había sido escogido por los alumnos como el mejor profesor de su departamento de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Pero aquella euforia se apagó tres meses después, cuando le comunicaron que habían decidido que no impartiera más clases en la universidad.
Era agosto de 2017 cuando su sueldo repentinamente se redujo a la mitad, le quitaron el servicio médico con el que contaba y solo pudo seguir en la facultad como trabajador administrativo, tutor de alumnos y estudiante de doctorado. Hacía solo siete meses que Ibarra, un chico trans de Monterrey, había solicitado a la universidad que usase el nuevo nombre que aparecía en sus documentos oficiales.
“El salario que me quedó no me permitía ni pagar la renta de la casa donde vivía. Ser docente era algo que me llenaba de sentido y felicidad”, cuenta este joven. Pero el verdadero golpe no había llegado todavía. Tiempo después, cuando vio que los meses pasaban y no lograba volver a impartir clase, decidió que había llegado el momento de poner una queja ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Nuevo León. Un mes después fue despedido.
“Fue un golpe enorme, emocional y psicológicamente, y fue aún peor por la manera inhumana en la que me lo notificaron. Las semanas siguientes al despido las pasé en estado de shock, de despersonalización y tristeza profunda”, señala.
Ahora espera que los tribunales decidan que puede recuperar su puesto de docente en esta universidad a la que siente que tanto le ha dado. Su regreso no solo serviría para hacer justicia; también lanzaría un claro mensaje a quienes creen que ser trans pesa más que un doctorado, 10 años de estudios universitarios y el reconocimiento de los alumnos.
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