La mañana del pasado 8 de junio, cuando asistí a una citatoria impuesta por la Fiscalía de Nicaragua controlada por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo, nunca se me cruzó por la mente que menos de 24 horas después estaría huyendo hacia el exilio otra vez. Al pisar territorio costarricense no hubo alivio por poner a salvo mi seguridad física, tras la amenaza directa de una furibunda fiscal que me acusó de facto de violar la Ley de Ciberdelitos, un puñal legislativo del régimen sandinista para acallar periodistas. Sentí como que un boxeador me propinó varios golpes bajos y quise vomitar en esa pequeña costa a la que llegué de manera irregular, burlando las fronteras nicaragüenses y sus oficiales, encargados de decomisar pasaportes a reporteros y opositores.
Estaba desecho porque durante el trayecto me martillaba la promesa que, absurdamente, me planteé bajo una dictadura que sin ascos dispara a matar: no volver a exiliarme. La primera vez que lo hice fue a finales de 2018, después que los Ortega-Murillo consumaron una matanza de más de 325 personas que protestaron contra ellos a partir de abril de ese año. Una de las fases represivas en esa ocasión fue contra los periodistas y todo sucedió de forma tan intempestiva al igual que esta vez… A inicios de junio de 2021, a cinco meses de las elecciones generales programadas para este 7 de noviembre, la dictadura empezó una cacería de opositores, entre ellos todos los precandidatos que intentaron retar a la pareja presidencial en unos comicios considerados claves para la resolución de la crisis sociopolítica, pero que ahora están liquidados.
Una de las candidatas más populares según las encuestas era Cristiana Chamorro. Ella dirigía la Fundación Violeta Barrios de Chamorro, una oenegé que lleva el nombre de la expresidenta que en 1990 derrotó en las urnas a la revolución sandinista. La fundación se ocupaba, a partir de cooperación internacional debidamente acreditada ante el Ministerio de Gobernación del régimen, de capacitar y brindar apoyo técnico a periodistas. Sin embargo, Gobernación y el Ministerio Público, siguiendo “órdenes de arriba”, se confabularon para acusar a Chamorro y a la fundación de lavado de dinero y otros delitos conexos que, al día de hoy, los fiscales no han podido probar. La acusación mataba dos pájaros de un tiro: por un lado sacaba de circulación a la precandidata opositora que más temor le causaba a los Ortega-Murillo, y por el otro arrinconaba a los periodistas independientes. La trama penal que la Fiscalía ha fabricado involucra a más de una treintena de directores, editores y reporteros de medios de comunicación que tuvieron alguna relación con la Fundación Violeta. Incluso, hasta el escritor Sergio Ramírez fue requerido por los fiscales.
En mi caso, fui citado como “testigo” en el caso de lavado de dinero. Asistí a la Fiscalía y lo que menos me preguntó la fiscal Heidy Ramírez fue sobre “lavado de dinero”. Le aclaré que mi vinculación con la Fundación Violeta consistía en consultorías brindadas bajo el marco legal de servicios profesionales, así como el pago de impuestos correspondientes. La otra parte de mi relación con la organización tuvo que ver con que, en varias ocasiones, gané el premio nacional de periodismo Pedro Joaquín Chamorro y, por lo consiguiente, recibí, como en todo certamen de esta naturaleza, compensaciones determinadas claramente en convocatorias públicas. Sin embargo, en la entrevista que duró casi cuatro horas en la Fiscalía, pronto entendí que el interés de Ramírez era otro.
La fiscal hizo una pausa y salió del cuarto donde me estaba interrogando. Luego de unos minutos volvió, sacó su celular (la verdad es que nunca dejó de textear mientras me preguntaba, como si estuviese transmitiendo mis respuestas) y dijo: “Nunca hago esto”. Posó frente a su rostro el móvil y comenzó a leer mis reportajes y artículos periodísticos. En ese momento fue cuando empezó a gritarme casi en la cara, mientras alternaba la bravuconería con golpes en la mesa. “¡Sos mentiroso!”, espetaba.
El primer artículo que cuestionó fue uno que describió en exclusiva cómo fue el asalto de la casa y la captura de Cristiana Chamorro. En el texto, publicado en Divergentes, se relata el allanamiento policial con detalle. Lo que más incomodó fue que contamos que los oficiales se llevaron hasta la chequera con la que se cubren los gastos de la casa de la expresidenta Violeta Barrios, de 92 años de edad, postrada en una cama.
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—¿Vos viste a los policías llevarse la chequera? ¿Quién es tu fuente en la casa?— inquería la fiscal Ramírez.
—No le puedo revelar mi fuente. En ningún país del mundo los periodistas revelan sus fuentes— le contesté a la fiscal.
—¿Vos viste al policía que se llevó la chequera? ¿Les consultaste acaso personalmente?— lanzaba Ramírez.
—Estuve en el momento del allanamiento en la casa de Cristiana Chamorro. Intenté hacerles preguntas a los oficiales, pero lo que hicieron fue empujarnos y golpearnos para alejarnos del sitio. Es así como responde la Policía en este país a los reporteros.
— No te estoy preguntando eso. Contésteme directamente lo que pregunto: ¿quién es tu fuente?
Mi negación persistió. La fiscal no dio tregua y siguió intentando saber quiénes eran mis fuentes en general. Me hizo preguntas sobre Carlos Fernando Chamorro, con quien yo crecí profesionalmente y trabajé muchos años en Confidencial, medio de comunicación hoy confiscado. No tenía porqué responder unas preguntas tan fuera de la órbita de la cita sobre “lavado”. En un intento más de intimidación, la fiscal sacó de una carpeta el diario oficial La Gaceta, en el que se publican las leyes en Nicaragua. El documento ya tenía un párrafo encerrado en un círculo. Ramírez me dijo que había violado un artículo de la Ley de Ciberdelitos, “por mentiroso”, y que mi condición podría cambiar de “testigo a imputado”. Fácilmente podrían imponer ocho años de cárcel, insistió en dejar claro.
Mi abogado, a quien no le permitían hablar, le dijo a la fiscal que la cita para la que fui llamado no se correspondía a sus preguntas. Que este interrogatorio ya era otra cosa y que, además, Ramírez se estaba extralimitando en sus funciones de fiscal, porque sonaba más como una jueza inquisidora. La fiscal quiso expulsar al jurista, a lo que me negué rotundamente. Continué sentado ante su verborrea repetitiva: “¡Mentiroso, mentiroso!”. Ramírez decidió leer los titulares y párrafos de mis colaboraciones para EL PAÍS. ¿Que cómo yo decía que en Nicaragua hay persecución cuando “no se persigue a nadie”? ¿Que cómo hablaba de lavado de dinero cuando “no era experto” en el tema? A la fiscal le afloraba naturalmente no sólo su ignorancia ante el oficio periodístico, sino su sumisión a la dictadura. Uno de los reportajes que más me echó en cara fue el titulado Los herederos de la dinastía Ortega Murillo y su cárcel de oro. Ramírez insinuó que “violé la privacidad” de los hijos de la pareja gobernante.
Mi abogado, que también fue fiscal en su momento, estaba desconcertado. De todos los colegas a los que había acompañado al Ministerio Público hasta ese día, era la primera vez que una fiscal actuaba de manera tan exasperada invocando Ciberdelitos, una de las leyes aprobadas por el régimen para desarticular las voces críticas en Nicaragua. (El 10 de junio, ya exiliado, me enteré que el periodista Fabián Medina, autor de una biografía no autorizada de Daniel Ortega, El Preso 198, también fue amenazado con Ciberdelitos).
Mi cita coincidió con la de Félix Maradiaga, precandidato presidencial. La de él duró menos tiempo. Al salir de la Fiscalía me enteré que el aspirante fue apresado por la Policía con suma violencia a pocos kilómetros del Ministerio Público. Decidí resguardarme y valorar escenarios con el abogado. Al caer la noche, las patrullas policiales se quintuplicaron por Managua. No recuerdo con exactitud la hora, pero pasadas las siete de la noche los mensajes y las redes sociales dinamitaron mi móvil: capturas paralelas del precandidato Juan Sebastián Chamorro, la activista Violeta Granera y el expresidente de la patronal José Adán Aguerri. Hubo una orgía de allanamientos de viviendas esa noche amoratada por las cuchilladas de luz de las sirenas policiales que se colaban por las ventanas. La patrulla de las tropas especiales que estaba afuera de donde estaba resguardado terminó por convencerme de salir de la capital a medianoche, bajo un torrencial aguacero. Atribulado de tantas advertencias, con decenas de allegados diciéndome “andate”, logré organizar mi salida urgente del país durante la madrugada, ya con mi negativa a exiliarme de nueva cuenta desbancada por el clamor de la familia y la convicción de evitar la cárcel.
A la mañana siguiente, tuve que irme otra vez… Fue una salida rápida y limpia. Iba solo, con la misma ropa que asistí a la Fiscalía. Solo alcancé a sacar de casa mi computador, megáfono indispensable. Asqueado otra vez por ese sentimiento de desarraigo que ya conocía, recién desollado y listo para los buitres de la soledad que deparan los días venideros de un nuevo exilio sin fecha próxima de caducidad, ante la consolidación total de una dictadura familiar y de partido único, como en Cuba o Corea del Norte.
Menos de una semana después de ser acogido por Costa Rica (un país al que los nicas le debemos tanto), un pasquín oficioso del régimen publicó una enrevesada historia en la que se me acusa de “lavar dinero”. Lo único real del rocambolesco relato era la dirección de mi casa. Cuando un familiar fue a buscar ropa para enviarme a Costa Rica, encontró en la vivienda un raro papel con la siguiente frase: “Te veo”. Otra vez más, desde 2018, tuve que desarmar el cuarto hogar a causa de la persecución. Otro jardín sembrado queda atrás, embodegar las pertenencias y volver a pernoctar en casas de amigos en el extranjero, con la tediosa incertidumbre de que —parafraseando la canción Malpaís del grupo tico del mismo nombre— ya no sé si voy o estoy de vuelta, allá “en mi malpaís”, donde la dictadura nos hace sentir que no existimos por criticar o pensar diferente.
Llevo ya algunos meses en Costa Rica, reencontrando al exilio nicaragüense que habita aquí desde 2018 y las nuevas oleadas que han llegado (o vuelto) a partir del cierre electoral en Nicaragua. Atónitos hemos visto cómo las detenciones de opositores y periodistas continúan cada vez que la comunidad internacional asesta un golpe al régimen. Por lo pronto, el futuro inmediato y a mediano plazo no es promisorio.
Ortega y Murillo se perpetuarán en el poder tras simular una elección sin competencia alguna. La noche de este lunes 25 de octubre, el caudillo sandinista reafirmó el modelo familiar llamando a su esposa “copresidenta de Nicaragua”. Un cargo que ni siquiera la Constitución Política reformada por ellos mismos establece, pero que sella de facto la asunción presidencial de Murillo sin pasar por las urnas realmente, después que ese sueño que ella siempre ha tenido fue truncado por las sanciones internacionales que le han impuesto por ordenar en buena medida la represión letal desde 2018. El nuevo nombramiento de la vicepresidenta está condenado a gobernar en la ilegitimidad. Por eso la verdadera preocupación de la pareja presidencial no son los comicios fingidos, sino lo que hay después de ellos: un desconocimiento mayoritario del “circo electoral” y la ilegitimidad en la que se sumergen. Es por eso que los dictadores intentan con desespero montar un diálogo con empresarios amigos y otros sectores a los que logren cooptar (o intimidar con cárcel) para tratar de manufacturar legitimidad.
Sin embargo, es una tarea cuesta arriba cuando Ortega y Murillo tienen etiquetas de “criminales de lesa humanidad”, y lo único que saben hacer es radicalizar la represión, mientras el país se despedaza, presa del capricho de poder omnímodo de la pareja. Lo único que conseguirán es un espejismo cortoplacista que siempre conduce al despeñadero. En estos momentos de desasosiego y neblina que cubre el horizonte, lo importante es que las voces que la dictadura ha querido silenciar no callen. Por ahora, el espacio para seguir con voz prendida está aquí, otra vez en el exilio.
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