Cuerpos sin vida en calles en blanco y negro, seres que deambulan mendigando con la mirada porque tienen el cuerpo agonizante. Como una pintura negra de un campo de concentración. Hay quien aún los contempla, niños incluidos, pero en algún caso los transeúntes ya ni se fijan en los cadáveres. En 1933, Alexander Wienerberger tomó las fotografías. Hacía años que este químico nacido en Viena trabajaba en la Unión Soviética y no se ahorró un período de encarcelamiento, acusado de sabotaje por usar un pasaporte falso en su afán por marcharse del país. Ascendió rápido en su industria y lo destinaron a Jarkov, donde nada más llegar ya pudo contemplar la realidad dantesca. Con una cámara Leica hizo una serie de fotografías para documentar las devastadoras consecuencias de la hambruna impuesta por la máquina de matar de Stalin con absoluta crueldad. Millones de muertos.
Pero la crónica de ese genocidio debía quedar sepultada, sin testimonios que pudieran contarlo ni documentos que certificasen lo ocurrido. Precisamente por ello esas fotografías preservan tanta trascendencia histórica, tanta carga de insoportable verdad. Wienerberger las sacó de Ucrania de contrabando y, ya en Austria, le hizo llegar dos docenas al cardenal Innitzet; los originales se conservan en el archivo de la diócesis de Viena. Son las únicas imágenes de época que muestran la existencia de las víctimas de la hambruna.
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La memoria del Holodomor —en ucranio, “matar de hambre”— ha estado en disputa durante los últimos años porque operó como uno de los episodios fundacionales para la construcción de una identidad nacional ucrania proyectada hacia Europa tras la independencia del país. En esta clave debe interpretarse desde la aprobación de legislación hasta la creación de museos, la campaña internacional para que fuese reconocido como genocidio o, en 2017, el impulso de Hambruna roja, de Anne Applebaum. Para neutralizar ese ejercicio de nacionalización del pasado, la autocracia rusa pronto puso en marcha una batalla cultural que, a través de un burdo discurso histórico generosamente financiado, ha defendido que la hambruna no fue solo una cuestión ucrania, sino que afectó también a diversos territorios de la Unión Soviética. Ese discurso revisionista, al mismo tiempo, enfatiza la existencia de una historia común entre Rusia y Ucrania, como el tirano Vladímir Putin ha reiterado en diversas ocasiones. Para legitimarse, además de la fuerza, el poder usa como herramienta el relato del pasado como propaganda. No defender el relato más veraz, elaborado con rigor, es dar el poder por perdido. Orwell, claro: “Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro”
Tras tomar posesión de la presidencia de Ucrania, Viktor Yanukóvich eliminó el link que enlazaba la web presidencial con la página oficial del Holodomor. Tras haber sido derrocado, en 2014 Yanukovich se trasladó a Jarkov y, como contaba el jueves Andrew Higgins en The New York Times, allí se celebró un congreso donde se elaboraron los tópicos que Putin y sus medios repiten para justificar la ocupación, desde la afirmación de que Ucrania estaba controlada por neonazis o que los hablantes rusos estaban en peligro hasta que la soberanía del país que ahora ha invadido solo podía explicarse como una injerencia de las potencias enemigas y extranjeras. En el verano de 2015, en una población de la zona de Donetsk —cuya independencia Putin reconoció hace pocos días—, se decidió desmantelar el Memorial a las Víctimas de la Represión Política y el Holodomor. El diputado prorruso Valery Skorokhodov afirmó que el objetivo era el “restablecimiento de la justicia histórica”. Ese verano, la periodista Ekaterina Blinova, del canal de noticias oficial Sputnik, publicaba un artículo defendiendo que ese presunto genocidio era un mito falso, urdido contra Stalin por Estados Unidos durante la Guerra Fría. Basta.
En 1942, se publicó el primer estudio cuantificando los muertos provocados por la hambruna. Al lado de los fríos datos, un poema como esas fotos: “Todo ha desaparecido bajo el hambriento fuego. / Las madres devoran a sus hijos, / hay locos que venden carne humana / en los mercados”.
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