Estos días se nos está explicando la invasión de Ucrania desde diversas perspectivas: desde el punto de vista ruso —sus exigencias de seguridad—, desde las repercusiones que pueda tener el conflicto para las economías de la Unión Europea, desde el miedo al futuro que produce la inédita situación de la invasión. El objetivo ha sido mostrar los aspectos geopolíticos, estratégicos, comerciales o energéticos del problema. Todo es como un tablero de uno de esos juegos de mesa de estrategias militares en los que nos recreábamos como niños soñando quizá con convertirnos en una especie de Napoleón. Teníamos que desatar guerras y arrasar países que se distinguían los unos de los otros por el color en un mapa.
Pero Ucrania es algo más que un color en el mapa o una línea en el plano. Ucrania —como lo fue Yugoslavia— es uno de los países esenciales de Europa. Ucrania es una cristalización milagrosa de las mejores esencias de nuestro continente. Con toda su belleza, con toda su tragedia, con toda su violencia. Pero también con toda su fructífera herencia del pasado.
Ucrania ha sido siempre frontera. Dicen algunos filólogos que precisamente es eso lo que significa su nombre”
Ucrania ha sido siempre frontera. Dicen algunos filólogos que precisamente es eso lo que significa su nombre. El lugar en la frontera. Una tierra negra y fértil bañada por el mar Negro, extendiéndose sin solución de continuidad por la gran llanura centroeuropea. Comunicada con el centro de Rusia, rozando Polonia y Bielorrusia, en una inmensidad por la que han pululado una y otra vez pueblos migrantes y pueblos invasores. En esa frontera se desarrolló una idea de libertad que todavía impregna la cultura ucrania: los cosacos, un pueblo de los límites, que defendía su tierra y sus familias contra todos los conquistadores. Era un patriotismo de la necesidad, en un territorio salvaje, acosado. La libertad y la mezcla de pueblos llegó hasta confluir en un caleidoscopio de culturas que fertilizó un Imperio Ruso que era para entonces una potencia preeminentemente europea. Ucrania, considerada menor de edad por el Imperio, un pueblo de campesinos al que había que someter y defender a la vez. Del sentimiento de humillación nació, en la época de los nacionalismos, una idea de Ucrania. Nacionalista, claro. Pero aún débil y diversa.
Fue a partir de la época soviética que las tierras ucranias comenzaron a desarrollarse alrededor de una idea común: la república ucrania. Cuando Vladímir Putin, en forma despectiva, acusaba a Lenin y los bolcheviques de “haber inventado Ucrania”, tenía algo de razón. Fueron los primeros que reunieron buena parte de esas tierras en una sola entidad política. No lo olvidemos: la república socialista de Ucrania fue miembro fundador de las Naciones Unidas, incluso aunque estaba dentro de la Unión Soviética.
Lo cierto es que esa construcción de la república ucrania no fue una mentira: se apoyaba en el trabajo cultural de casi dos siglos por parte de una élite que creó poemas, novelas, historias, músicas, ideas. Y lo hizo en ucranio, pero también en ruso. ¿Quién podría pensar la cultura rusa sin un Gógol, por ejemplo, quien al mismo tiempo era profundamente ucranio? Pero los europeos no conocemos la cultura ucrania. ¿Qué español, ni siquiera interesado en la literatura, sabe quién era Taras Sevchenko, el Goethe ucranio? ¿O ha leído a Lesia Ukrainka, que puede considerarse análoga a la Pardo Bazán? Los nombres de las grandes ciudades del país, con su vibrante escena cultural, solo las hemos empezado a conocer cuando hemos visto caer bombas sobre ellas.
En los tiempos de Stalin, Ucrania fue una de las partes de la Unión Soviética que más sufrió. Una gigantesca hambruna provocada por las perversas políticas de colectivización. Una constante opresión cultural, una rusificación forzosa. La persecución de nacionalistas reales o inventados, el gulag. La invasión alemana de 1941 y la guerra que la siguió fueron especialmente duras para Ucrania. Murieron millones de civiles y millones de hombres y mujeres jóvenes tuvieron que ir al frente. Los nacionalistas ucranios recibieron primero a los alemanes como a salvadores, pero estos solo querían exterminar y esclavizar a los eslavos. Nunca permitirían una Ucrania independiente. De este modo, una parte de los nacionalistas ucranios tomó las armas, contra los nazis, pero sobre todo contra los soviéticos. Preparar la independencia a base de la muerte. Algunos se embarcaron en políticas de limpieza étnica: decenas de miles de polacos que llevaban siglos viviendo en aquellas tierras fueron asesinados. Hubo ucranios —como hubo gentes de casi todos los pueblos de Europa— que participaron en el Holocausto.
Mientras los ejércitos nazis retrocedían, decenas de miles de resistentes ucranios liberaron una parte del país. La respuesta de la Unión Soviética fue un ataque brutal, la destrucción del ejército insurgente y la eliminación de los disidentes con la represión de la policía secreta. Cayeron soldados ucranios que habían participado en las limpiezas étnicas, pero también gente que tan solo había luchado por su libertad.
Y es justo en estos episodios de la guerra en los que se ha apoyado Putin para desplegar su argumentario de guerra. La propaganda soviética creó la imagen de una Ucrania xenófoba, ultranacionalista, antirrusa. Una imagen terriblemente falsa. A ello, el régimen ruso le ha añadido un desprecio que combina varios factores: homofobia —en los últimos años el movimiento LGTBI+ se ha desarrollado mucho más libremente en Ucrania que en Rusia—, nacionalismo imperialista, antiamericanismo, y sobre todo un antieuropeísmo visceral, porque a Europa se la identifica con las políticas liberales y progresistas a las que aspiran la mayoría de los ucranios. Para ello han usado discursos antifascistas que hunden sus raíces en la Segunda Guerra Mundial, identificando Ucrania y fascismo.
Ucrania es uno de los países esenciales de Europa, una cristalización milagrosa de las mejores esencias de nuestro continente
Una de los probables resultados de esta guerra puede ser una partición del país. Como sucedió con Yugoslavia, un estado multicultural será destruido y dividido por la acción de la violencia del más fuerte y por la desidia y el cálculo de los gobiernos de la Europa más rica. Como en el caso de Yugoslavia, Alemania ha jugado un papel funesto, alimentando la decisión de Putin con su inacción y medias palabras. En todo el territorio ucranio, la profusión de culturas y lenguas se verá interrumpida, procesos de nacionalización más fuertes y radicales harán imposible la interacción entre los pueblos de Ucrania. En la provincia ucrania es todavía habitual ver a la gente empezar una frase en ruso y terminarla en ucranio, pasar de uno a otro idioma sin pensarlos, balancearse entre el duro acento gutural de una lengua y la suave entonación de la otra. Eso se perderá, porque el odio crecerá. Ya ha crecido.
La invasión rusa de Crimea en 2014 y la rebelión fomentada por Rusia en el Donbás ya quebraron este lazo. Dieron alas al nacionalismo ucranio más antirruso, provocaron sentimientos de rechazo a la cultura y a la lengua rusas, ayudaron a consolidar estereotipos negativos contra el gran hermano eslavo. Pero la ligazón de los ucranios con su pasado no se destruyó. Pese a algunas decisiones irresponsables de la política ucrania, como la relegación de la lengua rusa en la administración, se podía viajar por toda Ucrania hablando ruso sin que nadie prestara atención. Hoy, después de la invasión, después de los muertos, esto parece imposible. La invasión habrá logrado justo lo contrario de lo que dice pretender. No habrá reconciliación posible entre los dos grandes pueblos eslavos.
Europa no puede perder a Ucrania: la esperanza de un país que es como una reproducción de lo mejor del continente. De nuestra unidad en lo diverso.
José María Faraldo es historiador, autor de Contra Hitler y Stalin (Alianza).
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