España ha llegado este miércoles, 21 de octubre, a 1.005.295 casos de coronavirus, ocho meses y medio después del primer positivo registrado, el 31 de enero: un turista alemán que estaba de vacaciones en Canarias. Pero no solo son un millón de contagios, la realidad desborda los datos oficiales. En la primera ola, hasta el fin del estado de alarma, se contabilizaron 246.504 diagnósticos, pero el estudio ENE-Covid que realizó el Instituto de Salud Carlos III estimó que, al menos, un 5,2% de la población española tuvo contacto con el virus, o lo que es lo mismo, cerca de 2,5 millones de personas. En la segunda ola se han diagnosticado 750.000. Pero el propio Ministerio de Sanidad reconoce que es posible que se estén detectando solamente entre el 60% y el 80% del total. Así, el número real de contagios puede estar como mínimo en 3,5 millones, aunque muchos expertos creen que esta cifra se queda corta y puede estar más bien en torno a los cinco.
Este es el relato de la pandemia a través de varias personas que sufrieron la enfermedad en los cuatro momentos clave de su expansión, y han vivido para contarlo. Enero y febrero pasaron entre la incredulidad y la confianza en que el virus no llegaría a España, o no sería para tanto. Sin embargo, circulaba ya descontrolado por la Península desde mediados de febrero, según revelaron estudios posteriores. El hospital de Torrejón de Ardoz, en Madrid, registró el 27 de febrero el primer paciente grave de covid 19 en España, porque esa noche cambió la definición de caso. Hasta entonces solo se hacía la prueba a los que habían estado en China o en Italia o habían tenido contacto con infectados de estos países, pero a partir de esa fecha se empezó a hacer a personas con neumonías sin origen claro. “Se la hicimos a un paciente que ya estaba ingresado y dio positivo. Y a partir de entonces cambió nuestra vida, y la de todos. Este paciente falleció 15 días después”, cuenta Mari Cruz Martín, jefa de la UCI de dicho hospital. “Fue explosivo, e intempestivo, no nos lo esperábamos. Fue como un tsunami, escuchábamos algo, nos íbamos preparando, y de repente, bum, te inunda. No pensábamos que llegaría así, tan de golpe. Luego sentimos impotencia, nos quedábamos sin recursos, y no estábamos acostumbrados, vimos bajar los estándares de calidad. Lo otro que recuerdo es la tristeza. El otro día un compañero me dijo que un ingreso le había recordado lo de marzo, porque fue muy brusco, muy rápido y muy grave”.
1. Primeros casos
Dos días después, el 29 de febrero, llegó a Urgencias de ese mismo hospital Manuel Pedrosa, de 63 años, porque llevaba días con fiebre alta. Pero le dijeron que sería un resfriado, la percepción del problema aún no había cambiado. “Nadie en esa fecha pensaba que había un virus; yo, ni idea. Nos fuimos a casa. Pero seguía mal. El día 1 de marzo había un Madrid-Barça, y tengo abono, pero ni pude ir. Me puse muy mal, con 40 de fiebre, y el día 6 volvimos a Urgencias. Me hicieron la prueba y a las dos o tres horas me dijeron que tenía el coronavirus, a mí me sonaba a chino la verdad. Me ingresaron en planta, pero tres días después respiraba con dificultad y ya me dijeron que me ingresaban en la UCI, que probarían un tratamiento experimental. En el estado en que estaba, lo que me dijeran. Estuve 18 días intubado, luego traqueotomía, 43 días en coma inducido. Me contaron que en un par de momentos desconectaron el respirador, pero no podía, me iba para atrás. Hubo momentos que no daban un duro por mí. Pesaba 75 kilos y perdí 14, y todavía hoy solo he recuperado ocho, aunque me he recuperado bien, casi sin secuelas. Solo tengo dolores en el hombro izquierdo, voy al fisio”. Salió del hospital el 29 de abril.
Por aquella época los médicos aplicaban a los pacientes más graves un cóctel de fármacos sobre los que se albergaban esperanzas. Desde el punto de vista biológico era plausible que pudieran ayudar a combatir el virus, pero no había pruebas de que ninguno lo hiciera. El tiempo demostró que la mayoría eran inútiles, y muchos tenían efectos secundarios, según cuenta Ricard Ferrer, presidente de la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias (SEMICYUC). El ejemplo más claro es la hidroxicloroquina, el fármaco promocionado por el presidente de los Estados Unidos en su día, que no solo no ayuda en nada contra el SARS-CoV-2, sino que tiene efectos tóxicos en el corazón. El único que pasó aquella primera criba a la luz de la evidencia científica es el remdesivir, con unos humildes resultados: no salva vidas, pero parece reducir la estancia media en los hospitales en algunos días. “Ahora hacemos tratamientos más personalizados en función de las características de cada paciente crónico, mantenemos algunos anticoagulantes, ya que se suelen formar trombos, y corticoides”, explica Ferrer.
Manuel Pedrosa no recuerda nada de aquellos días en la UCI. “Tengo, no sé cómo llamarlos, sueños, delirios. Pero mejor no los cuento, porque no te levantas de la silla. Pesadillas terribles. Trabajo con coches, y recuerdo que estaba convencido de que había dejado un coche en la UCI con un remolque para que me llevara. Cuando desperté me di cuenta de que no podía hablar y tenía un tubo que me dejó una marca en la cara, que ya se me está quitando. Pero lo peor es que cuando desperté todos estaban confinados, venían a verme mis hijos y me decían que en la calle no había nadie, que estaba todo el mundo en casa. No hacía más que llorar y llorar. Y todavía lloro. Estoy muy sensible, me cuesta mucho asimilarlo, por qué ha venido esto. Para mí fue un palo más fuerte asimilar cómo estaba la situación en el exterior que lo que me había pasado a mí. Me preocupo porque sé lo que es tener un negocio. En 2008, con la crisis, tuve que despedir a 20 personas y fue muy duro; y ahora con esto, me cuesta mucho”.
En su caso no hubo ningún rastreo de su círculo cercano: solo si algún allegado hubiera tenido síntomas se le habrían hecho unas pruebas que esos días valían su peso en oro. España las tenía contadas y solo se usaban para aquellos con gran probabilidad de dar positivo, dejando fuera así a todos los asintomáticos; puede que la mitad del total de casos, aunque la porción exacta no está aún clara. La mujer de Pedrosa pasó el virus, pero lo supo luego porque se hizo un test pagado de su bolsillo, no tuvo síntomas. Ninguno de sus dos hijos se contagió. Pedrosa quiere subrayar algo: “Un agradecimiento total al personal sanitario. Es para quitarse el sombrero, no tengo palabras. Doctoras, doctores, enfermeras, gente que se ha jugado la vida conmigo”.
2. La primera ola
Para entonces, en marzo, la pandemia comenzó a desbordarse. Chon (Asunción) Fuster, de Barcelona, ingresó el 18 de marzo en la clínica Delfos, derivada del hospital Vall d’Hebron, que ya estaba saturado. Salió el 8 de junio, 83 días después, 71 en la UCI. “Yo no recuerdo nada, claro, y menos mal, si no sería un suplicio. Cuando llegué estaba bastante para allá. Mi recuerdo es el día que salí en silla de ruedas, todas las enfermeras aplaudiendo, y yo no sabía por qué, no entendía nada, diciendo ‘campeona’ y cosas así”, relata. De carácter volcánico, se ha recuperado bien. Su hija, Silvia Gallés, es la que puede contar esos tres meses: “Empezó con síntomas a principios de marzo y el médico dijo que era un gripazo. Aguantábamos por no ir al hospital, entonces decían que mejor no ir, porque te contagiabas. Pero llamamos a otro médico, le hizo la prueba de oxígeno y dijo que para el hospital de inmediato. Llegó y fue directa a la UCI. Estaba agotada, no podía con su alma, quería tirar la toalla. Estuvo 15 días, pero luego hubo que hacerle la traqueotomía. Además más tarde cogió una neumonía bacteriana en la UCI. Llamábamos todas las noches, pero no podíamos ir a verla. Menos mal que un médico que la había operado una vez y la conocía un día nos mandó una foto, al cabo de un mes. Lo agradecimos mucho, nos hizo mucha ilusión”.
Como en miles de familias de España, la familia Gallés hizo un grupo de WhatsApp, con todos sus familiares y amigos. “Daba cada día los partes de guerra, como yo los llamaba. Eso fue muy importante, sentirte acompañado, tanta gente que nos quería”. Por fin un día les dejaron ir a verla. “A mirar por la ventana, como decíamos. Nos lanzaba besos, aunque luego de eso no se acuerda de nada. La enfermera ponía la oreja en el cristal, yo le gritaba y ella le contaba lo que decíamos. Mi hermano Pitus tuvo la idea un día de llevarle un iPad al hospital con canciones que elegimos entre todos que le gustaban, Sinatra, Julio Iglesias, y así allí oía música, para animarla, además de cartas y fotos de todos. Parecía que iba bien, pero un día nos dijeron que había tenido una recaída, iba muy mal. Estábamos todos deprimidos. En abril o mayo nos dijeron que mejor nos podíamos despedir. Recuerdo buscar el testamento en casa, pensar la tumba, todo, horrible. Pero un día abrió los ojos, empezó a levantar. Fue lento, nos decían que no nos hiciéramos muchas ilusiones, con mucha paciencia. El problema era que no podía vivir sin la máquina para respirar, y claro, la máquina no te la podías llevar a casa. Poco a poco fue respirando sola, hasta que fue autónoma. Luego la pasaron a planta, y por fin le dieron el alta”. Llevaron pasteles para todos los médicos y enfermeras, de todos los turnos. “Fueron espectaculares, les daremos gracias de por vida, y eran tan majos, los ángeles de la guarda. Salvaron a nuestra madre”, relata Silvia.
Hay otra historia paralela, la del marido de Chon Fuster, Juan Gallés, empresario, de 83 años, que entretanto dio positivo, pero fue asintomático, y se pasó los tres meses solo en casa. “Le llevábamos la comida en bolsas, porque él de cocinar, poco, se la dejábamos en la puerta del ascensor”, dice Silvia. “Fue muy duro. En dos momentos me dijeron que me preparara para lo peor”, rememora Juan Gallés. “Me cogí una depresión, que es normal. Pero me agarré a darme cuenta de la fortuna que tenía, y que mucha gente estaba mucho peor. Antepuse que tenía que sobrevivir, si el virus me comía se me derrumbaba la familia. Mi esposa tenía que encontrarme aquí cuando volviera a casa. Y volvió. Pero de los tres matrimonios que normalmente salíamos siempre a cenar, de seis personas, tres murieron. Pero la vida sigue”. Su mujer, Chon, de 76, ya está en plena forma: “¿Miedo? No tengo miedo. Salgo con mascarilla, yo cada tarde iba a jugar a las cartas con mis amigas pero eso se ha ido al garete, y ahora no puedes ni tomarte un cortado”. “Grande Chon”, eso es lo que poníamos en los mensajes, concluye su hija.
Juan y Chon pertenecen al grupo de los más vulnerables. Si el virus ha dejado algo claro desde que lo conocemos es que se ensaña con los mayores. Pero ni siquiera entre ellos es fatal en la mayoría de las ocasiones. En la primera ola, en la franja de mayores de 80 años falleció uno de cada cinco de los que dieron positivo en una prueba. Muchos lo hicieron sin diagnóstico, especialmente en las residencias de ancianos. Seguramente pasará tiempo hasta que haya una estimación más rigurosa de los muertos que dejará a su paso la covid, pero lo que está claro es que los 34.366 que contabiliza este miércoles Sanidad se quedan cortos. El exceso de mortalidad de este año, es decir, fallecidos por encima del promedio esperable, supera ya los 50.000. No todos ellos han muerto por culpa del coronavirus, pero es probable que la mayoría sí lo haya hecho, ya sea de forma directa o indirecta, por no tratarse en su momento, por la saturación hospitalaria o por miedo a ir a un centro de salud. Con todo, el coronavirus no es una sentencia de muerte, ni para los más mayores, lo está dejando claro la segunda ola. Ahora que hay mucha más capacidad de diagnóstico, que se identifican muchos casos leves, se ve que más del 90% de los positivos mayores de 80 años se recupera.
3. La desescalada
Llegó el verano y la pandemia se aplacó. Comenzó la desescalada. Pero los contagios comenzaron a aumentar calladamente y se fueron extendiendo por toda España. También al rincón donde se había recluido desde marzo Beatriz García, periodista de 38 años, con su marido y su hija de 13 meses. El 11 de marzo se fueron a un pueblo de León, en el Bierzo, a una casa de sus padres. Sin guardería, con teletrabajo los dos, era lo mejor. “Nos llevamos una maleta como de fin de semana, pensábamos estar 15 días, y al final estuvimos siete meses. Era una vida muy tranquila, salíamos muy poco. En agosto, un día, la niña se dio un golpe en la cabeza, no era nada, pero luego tuvo vómitos, lloraba mucho y el 15 de agosto fuimos a Urgencias. Por protocolo le hicieron una PCR, porque entonces en el Bierzo apenas había incidencia y todo funcionaba muy bien, y dio positivo”. La pareja también se hizo la prueba y ella dio positivo, su marido no, y eso que dormían los tres en la misma habitación. “Yo solo había notado un dolor de cabeza, que bromeé en el Slack [una app] del trabajo: no creo que con la vida ermitaña que llevo en el pueblo me lo haya cogido. Cuando me dieron el resultado me puse a llorar, realmente sentí en ese momento una losa, solo podía pensar a quién se lo había contagiado, porque la niña era positivo, y todo el mundo la había estado cogiendo, besando, y sentí una culpabilidad horrible. Luego todos dieron negativo y sentí muchísimo alivio. Creo que le pasará a muchísima gente. Más que preocuparte por cómo estás tú, la losa es pensar a quién has podio transmitir la enfermedad”.
Les dijeron que tenían que guardar dos semanas de cuarentena, aisladas, la niña y ella. Como la casa era de dos plantas, se instalaron en la parte de arriba. “Me dejaban la comida en la escalera. Bajábamos un rato al jardín todos los días, pero fueron tres semanas muy duras, porque yo estaba muy cansada, con dolor de cabeza, y no podía tirarme en la cama a dormir, que es lo que me pedía el cuerpo, tenía que estar con la niña, jugar con ella, porque era la única que podía hacerlo. Mi hija estuvo muy bien, tenía una energía increíble. Cualquier virus de la guardería ha sido peor. Un día perdí el olfato, porque cambiándole el pañal me di cuenta de que no olía nada, y de hecho luego nunca sabía cuándo había que cambiarla (risas). Me fui corriendo al baño, abrí un bote de colonia y no sentía nada, la nada absoluta”. Durante días le obsesionó la duda de dónde se había contagiado, porque apenas había salido. “Me rayé mucho. Te genera sensación de culpabilidad: algo he hecho mal, y encima lo tiene la niña. Aquí el sistema funcionó muy bien, yo veía en Twitter a todo el mundo quejándose de Madrid y a mí me hicieron tres PCR. También rastrearon a mi familia, a todos los conocidos con quien había tenido contacto, pero todos dieron negativo. También dos amigos que venían de Madrid de paso y con los que fuimos a comer un día cerca de Ponferrada. Y de pronto un día me llama mi hermana y me dice que han cerrado aquel restaurante por un brote, que se contagiaron en la cocina y los camareros. Fue el 8 de agosto, pero allí comimos cuatro, compartiendo tapas, pulpo, y solo me contagié yo. Comimos en interior, ese fue el error, hacía mucho calor, había un aire acondicionado muy fuerte. Creo que fue porque yo fui la que más habló con la camarera”. Ponferrada, entonces apenas afectada, quedará confinada a partir de la medianoche de este jueves.
El rastreo concienzudo que le hicieron a Beatriz no fue la norma en toda España. El verano comenzó con menos de la mitad de los rastreadores necesarios y los servicios de salud pública no daban abasto. La mayoría de expertos coincide en que esto, unido a un insuficiente refuerzo de la atención primaria, han sido dos de los grandes culpables de que España haya sido la punta de lanza de la segunda ola de la pandemia. Salvador Tranche, presidente de la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria, asegura que el discurso de mayo y junio de las autoridades, empezando por el presidente del Gobierno, de dar protagonismo a los centros de salud para que sirvieran de dique de contención contra el virus no se vio acompañado de medios. Eran los destinados a diagnosticar de forma temprana y rápida y de ser el primer eslabón del rastreo, pero están saturados prácticamente desde julio, cuando la mitad de las plantillas de médicos de familia se fue de vacaciones sin ser cubiertos en la mayoría de los casos. Ahora, están “hastiados”, en palabras de Tranche. “Llegas a tu casa después de ver a 50 o 60 pacientes con la sensación de que no lo has hecho del todo bien. Y los ciudadanos tienen la impresión de que no se les atiende porque llaman a sus centros de salud y no les contestan. En las puertas hay broncas a diario”, asegura.
4. La segunda ola
El fin del verano hizo estallar de nuevo la pandemia. Los brotes se iban sucediendo. Aragón comenzó a repuntar en julio, de ahí pasó a Cataluña, pero en ambas comunidades la situación pareció controlarse al cabo de unas semanas. Mientras, en Madrid iba creciendo lenta, pero continuamente. Para septiembre ya era el epicentro de la epidemia en Europa.
Lázaro González, de 50 años, médico en Alcobendas, en una residencia de ancianos y en una clínica privada, empezó con síntomas el 30 de agosto. Fue a hacerse la prueba a su centro de salud —como médico y trabajando en una residencia tenía prioridad— y decidió quedarse en casa. “Era el peor momento, el resultado tardó una semana”, recuerda. Dio positivo, justo ese día comenzó a sentirse peor y se fue directo a Urgencias, al Santa Sofía de San Sebastián de los Reyes. Entró el 7 de septiembre con bronconeumonía bilateral y estuvo siempre en planta. Salió el día 15. “Pero porque soy médico, si espero dos días más voy directo a la UCI”. Este mismo lunes, más de un mes después, volvió a hacerse un test serológico y sigue dando positivo, pero ya le han dado el alta y el martes volvió a su trabajo. “He tenido una sintomatología tan variada que si me la cuenta un paciente no me lo creo: he tenido efectos neurológicos como problemas para articular alguna palabra, yo la pensaba pero no la podía decir; o pérdida de memoria instantánea, que se me olvidaba lo que estaba haciendo; también insomnio, dormía dos horas, pensaba que me faltaba el aire… A la semana de salir del hospital, ya de alta, perdí el olfato”. Cree que la prevención es la base y no se ha hecho nada: “Ha habido muy mal manejo epidemiológico, no se rastrea. Si solo atiendes a quien tiene síntomas no consigues nada”. No sabe dónde se contagió, pero no fue en la residencia donde trabaja, donde no hay casos. Su mujer, su cuñado y su hijo, las personas con las que vive, solo han tenido síntomas leves. Pero González es asmático, hipertenso y con obesidad. “Desde fuera no te haces una idea, crees que serás asintomático, pero el que lo pasa lo ve de otra manera, es una cosa muy seria”.
El millón de casos (oficiales) ha llegado a España en un momento de subida vertiginosa, poco después de unas semanas de bajadas en la incidencia que hacían albergar alguna esperanza. Pero los datos vuelven a batir récords. La incidencia real está todavía muy lejos de la de finales de marzo y principios de abril. Sanidad calcula que por entonces algunos días se pudo rozar los 100.000 contagios, cuando lo máximo que se reportó fueron poco más de 9.000. Ahora hay días que han superado los 15.000, y el Ministerio de Sanidad calcula que las cifras reales no estarán muy por encima de los 20.000 esos mismos días. Los fallecimientos de esta segunda ola no han superado los 300 ningún día, mientras en la primera rebasaron los 900 en las peores jornadas. La incidencia real de la primera y la segunda ola, pues, sigue sin ser equiparable, pero sí, cada vez más, comparable. Y si las medidas que se van tomando no tienen un efecto drástico, estaremos más cerca de ver una situación similar. Los hospitales están mejor preparados para afrontarla, pero siguen teniendo un límite. “Se han aumentado camas de UCI, pero el verdadero problema es el de los recursos humanos, no se forman intensivistas de un día para otro”, señala Ricard.
Créditos. También han colaborado en esta información Mariano Zafra, Daniele Grasso y Borja Andrino.
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