La mañana del 3 de noviembre de hace justo un año, Donald Trump se encontraba de visita en la sede del Comité Republicano de Virginia y, a la salida, ante un grupo de periodistas, dijo una de esas frases que definen una persona y un momento, una de esas frases que con el tiempo crecen y se graban a fuego: “Ganar siempre es fácil, perder, no. No para mí”. Acababa de comenzar una jornada electoral diferente de cualquier otra, marcada por una ola de participación sin precedentes, que comenzó, en realidad, mucho antes de ese día, con el aluvión de voto anticipado y por correo, y que no terminaría hasta cuatro días después, cuando un agónico escrutinio acabó determinando que Joe Biden había derrotado al republicano.
Este miércoles se cumple el primer aniversario de esos comicios que no parecen haber terminado para quienes lo perdieron, pues siguen encargando auditorías para confirmar lo ya confirmado, y que provocan una terrible nostalgia entre quienes lo ganaron. El demócrata se encuentra ahora en el nivel más bajo de popularidad desde que llegó a la Casa Blanca; contempla, cada vez con más impotencia, cómo algunas medidas estrellas de su campaña están paralizadas en el Congreso; y la figura de Donald Trump, fuera del Gobierno, no funciona ya como pegamento de la base.
La última encuesta de Gallup, referencia en Estados Unidos sobre la valoración de los presidentes, sitúa el índice de aprobación de Biden en el 42%, 15 puntos menos que el pasado enero y la segunda tasa más baja registrada por cualquier presidente a estas alturas de su mandato (nueve meses). Solo Donald Trump, que lleva toda su vida política con una mala salud de hierro en los sondeos, contaba con una tasa inferior, del 37%, en el mismo momento. Pero, al margen del último y estrambótico presidente, todas las comparaciones recientes resultan odiosas para el actual mandatario: Barack Obama (2009-2016) tenía el 52% de apoyo a estas mismas alturas y George W. Bush (2001-2009), el 88%, en un momento crítico de la historia de Estados Unidos, recién golpeado por los atentados terroristas del 11-S.
Los mandatarios suelen ver caer su popularidad al cabo de unos meses en la Administración, pero Biden ha pasado del terreno positivo al suspenso. El desgaste desde enero, esos 15 puntos perdidos, se explica sobre todo por la caída en picado de la confianza de los independientes. La popularidad entre los demócratas se ha contraído algo (del 98% al 92%), al igual que entre los republicanos (del 11% al 4%), pero entre los independientes el desplome es abrupto: del 61% de principios de años al 43% de hace dos semanas.
Es complicado identificar cuál es el principal motor del desencanto. La patosa salida de Afganistán chocó con las credenciales de Gobierno ordenado y confiable de las que presumía Biden y caló rápido en los sondeos. Los votantes del ala más progresistas, por otra parte, sienten frustración por el freno a algunas de las reformas más ambiciosas del demócrata, como la del acceso al voto o el gran programa social, que significa el impulso al Estado de Bienestar más ambicioso desde los 60, con Lyndon B. Johnson, pero ha dejado fuera elementos de tanto simbolismo como el permiso pagado de maternidad. El proyecto, bautizado con el nombre Build back better (Reconstruir mejor), ha menguado de los 3,5 billones de dólares (unos tres millones de euros) hasta aproximadamente la mitad, 1,75 billones, en el plazo de 10 años.
No solo afronta el rechazo en bloque de los republicanos, sino que ha tenido que lidiar con la oposición interna de dos senadores centristas de su propio partido, Joe Manchin y Kyrsten Sinema, cuyos votos no puede perder habida cuenta del frágil control del Senado. Republicanos y demócratas ocupan el mismo número de escaños, pero el vicepresidente del país, en este caso, la vicepresidenta, Kamala Harris, tiene el voto de calidad que dirime en caso de empate. Por eso no hay margen para el desacuerdo interno.
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En el polo opuesto, los congresistas escorados a la izquierda en el Capitolio se niegan a votar el plan de inversión de infraestructuras, que sí cuenta con apoyo bipartito, mientras no se desbloquee el pacto sobre el programa social. Terminó hace tiempo la luna de miel de Joe Biden, esos 100 primeros días de optimismo en los que, a golpe de decreto y poder ejecutivo, liquidó varios símbolos de la era de Trump, como la construcción del muro con México, la ruptura del Acuerdo del Clima, el veto de los transgénero en el Ejército. Ahora necesita el Congreso para buena parte de sus proyectos y, en tan solo un año, las elecciones legislativas, también llamadas de medio mandato (porque tienen lugar en mitad de su periodo como presidente) pueden cambiar el reparto de fuerzas. Del control del Capitolio depende también el resto de la era Biden.
Eso explica que en Estados Unidos el clima electoral sea permanente, que los demócratas contuvieran el aliento, por ejemplo, con las elecciones para elegir al gobernador del Estado de Virginia que se celebraron este martes. Se consideraban un indicador adelantado y, finalmente, la victoria cayó del lado del aspirante republicano, Glenn Youngkin. En Roma y en Glasgow, Biden se ha dado un baño de líderes: el G-20 ha refrendado el impuesto mínimo global del 15% impulsado por Washington, ha promovido una respuesta internacional a la crisis de suministros y ha apadrinado el compromiso de reducción de gases metanos. Pero su futuro se observa mejor desde Virginia, y este miércoles, al aterrizar en Washington, se topó con los resultados.
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