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Cuando Emmanuel, 34 años y originario de Burundi, fue llevado al centro para demandantes de asilo rechazados de Sjælsmark, en las afueras de Copenhague, lo primero que le sorprendió fueron las puertas de hierro y la alta alambrada que marcaba el perímetro. “Son para proteger a los residentes de posibles ataques desde fuera”, le dijeron los guardias. A Emmanuel le extrañó esta respuesta, ya que el centro estaba alejado de todo y sin transporte público, además de que hacía tres años que había llegado a Dinamarca y nunca se había sentido amenazado o en peligro. Unos meses antes, su petición de asilo como refugiado fue denegada, lo que significaba que ahora ya no tenía derecho a estar más en el país.
La vida de este joven burundés había quedado en un limbo: no tenía dinero ni permiso de trabajo, compartía una pequeña y fría habitación con tres desconocidos más, no le estaba permitido cocinar su propia comida, y tenía que seguir una estricta rutina con horarios fijos que le obligaba a dormir cada noche en el centro y a registrar sus huellas dactilares cada 72 horas. Pero para Emmanuel, lo peor era que no sabía cuando sería repatriado: “He perdido mi libertad y esto me está destrozando mentalmente […] los prisioneros saben qué día terminará su condena, pero esto es mucho peor”, aseguraba.
“Durante la entrevista hubo varios malentendidos, entre ellos, no me creyeron que fuera burundés”, explica Emmanuel con tono de resignación. Su petición fue finalmente rechazada debido a la falta de pruebas que demostraran que su vida corría peligro en Burundi. Desde que partió en 2007 de Nyanza, al suroeste del país africano, pasó un largo calvario que prefiere no recordar con demasiados detalles.
Cuando Emmanuel finalmente consiguió llegar a Francia, pidió asilo por primera vez, pero al cabo de unos años sin obtener respuesta, llegó a Dinamarca, donde consideraron su caso. Cuando pensaba que ya podría empezar su nueva vida, siguieron tres años de larga espera viviendo en campos de refugiados en la península de Jutlandia, hasta saber si sería aceptado o no. “No sabía lo difícil que sería pedir asilo en Dinamarca, cuando estás huyendo no piensas en esto, solo quería llegar a un país seguro”, se excusa. Emmanuel ahora vive con la incertidumbre de no saber si será enviado de vuelta a Francia, donde se vería forzado a vivir en las calles, o a Burundi, donde el clima de represión política y de violencia contra la ciudadanía opositora al régimen continúa bien vigente.
De la tolerancia al rechazo
Dinamarca, el país famoso por el hygge —una expresión que se podría traducir como comodidad y confort—, y por tener uno de los sistemas de estado del bienestar más desarrollados, también tenía la fama de ser un país acogedor y tolerante con los refugiados. Pero desde el año 2015, con la llamada “crisis de los refugiados” en la Unión Europea, el país escandinavo ha adoptado una línea “muy dura y restrictiva”, explica Michala Bendixen, presidenta de Refugees Welcome. Unas medidas que se han suavizado relativamente desde la llegada del gobierno socialdemócrata en 2019, pero que incluyen la confiscación de todo el dinero en efectivo y los objetos de valor que puedan llevar los refugiados al entrar en el país, para así pagar su manutención.
Las políticas de mano dura han surgido su efecto: en los últimos cinco años el número de demandantes de asilo en Dinamarca ha caído en picado, desde las más de 21.000 peticiones que se registraron en 2015, hasta las 2.716 que llegaron en 2019. Durante el 2020 y debido a la crisis de la covid-19, las llegadas de refugiados han disminuido más. Pero si se compara Dinamarca con su vecino Suecia —que recibió 21.958 peticiones de asilo en 2019—, se hace evidente la estrategia danesa para dejar de ser un país atractivo para la llegada de demandantes de asilo.
Para Bendixen, lo más alarmante de la situación es que el discurso de rechazo, promovido en la última década por el partido de extrema derecha Dansk Folkeparti (DF), se haya traducido en unas políticas “deliberadamente hostiles hacia los refugiados” apoyadas hoy por todo el arco parlamentario. “Parece que nadie en Dinamarca se dé cuenta del impacto positivo en el estado del bienestar que genera la llegada de refugiados”, dice Bendixen. “Tenemos los recursos para acoger a 10.000 demandantes de asilo cada año, sin embargo, el gobierno está deportando a refugiados de países como Siria al cabo de solo tres años de llegar aquí”.
Dar “el salto” hacia la sociedad
En Nørrebro, el distrito multicultural de Copenhague, se encuentra la Casa del Trampolín. Durante años, la comunidad creada alrededor de la casa ha permitido a centenares de personas refugiadas “dar el salto hacia la sociedad danesa”, explica su fundador Morten Goll. El proyecto nació hace diez años con la idea de romper con el aislamiento que sufren cuando llegan al país. “Nuestro objetivo era demostrar que hay mejores maneras de integrar”, explica Goll. “Cuando obligas a personas a vivir en campos aislados, las estás victimizando y obligando a vivir de la caridad del Estado”, asegura. “Esto provoca que la sociedad los vea como una carga para el sistema, a la vez que favorece los discursos de odio y rechazo que deterioran enormemente nuestra democracia. Aquí invitamos a las personas a venir y a participar, interactuar y a crear un tejido social que también aporta a la sociedad danesa”.
El proyecto nació hace diez años con la idea de romper con el aislamiento que sufren los refugiados cuando llegan al país: “Nuestro objetivo era demostrar que hay mejores maneras de integrar”
Morten Goll, fundador de Casa del Trampolín
Mohanned, de 25 años, hace uno y medio que llegó a Dinamarca desde que huyó de Siria en 2018: “Me encontré en un país donde no conocía nada ni a nadie, no tenía dinero ni nada que hacer, pero al llegar a la Casa todo cambió”. Aquí recibió ayuda jurídica para tramitar su petición de asilo que fue aprobada, empezó a estudiar danés y ahora lo habla con fluidez, encontró sus primeros trabajos antes de retomar sus estudios de comunicación y periodismo, y conoció a su actual pareja danesa. Por la tarde, Mohanned se pasa por la Casa para saludar a sus amigos y preparar la sesión de debate sobre el movimiento Black Lives Matter que se celebrará al día siguiente, en la que también participará Emmanuel. “Sentía que la Casa me ha abierto muchas oportunidades y yo tenía que devolver el favor haciendo de voluntario”, revela el joven sirio.
La crisis de la covid-19 obliga a cerrar la Casa Trampolín
El día a día de la Casa estaba gestionado por voluntarios y estudiantes universitarios en prácticas que dirigían todas las propuestas formativas y culturales que se desarrollaban. Hasta hace unos meses, el bar y la cocina de la Casa del Trampolín se había convertido en un sitio muy popular entre los vecinos de Nørrebro, sobre todo por las cenas comunitarias que se organizaban cada semana. Pero con la llegada de la pandemia de la covid-19 y las restricciones sanitarias, la Casa lleva desde el mes de diciembre cerrada al público y su futuro pende de un hilo. “La crisis del coronavirus ha afectado muy seriamente la economía del proyecto”, explica Martin Goll. “Durante el otoño esperábamos la llegada de donaciones privadas, pero no han llegado”.
El pasado uno de enero se supo que la Casa del Trampolín ya no volverá a abrir, lo que ha supuesto un mazazo enorme para toda la comunidad que formaba parte de su ecosistema. Pero Goll aclara: “El proyecto y las ideas no se terminan aquí, hemos luchado mucho y nos llevamos todos los aprendizajes y los métodos para continuar aportando a la sociedad, estamos seguros de que en plena crisis, para muchas personas somos más necesarios que nunca”.
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