Un padre que anima a sus hijos a que abandonen el trabajo en la fundición, que les recuerda que siempre estarán a tiempo de regresar al túnel de la vida, que estima que los sueños se persiguen desde la juventud. Ese fue el padre de Alberto y Félix Iñurrategi, dos que obedecieron y solo se les ocurrió soñar a lo grande: ¿Por qué no escalar las montañas más elevadas del planeta? A sus 23 años, Alberto fue la persona más joven en escalar el Everest sin emplear oxígeno embotellado. Fue en 1992, el segundo ochomil para los hermanos. En el descenso de la 12ª montaña de más de ocho mil metros que ambos escalaron, siempre juntos, la cuerda por la que descendía Félix se desancló. Alberto ni siquiera quiso recuperar el cuerpo: no deseaba arriesgar la vida de otros.
Un cómic editado por Sua Edizioak (Hermanos Iñurrategi. Un latido en la montaña) recoge ahora su trayectoria y el trabajo tiene el enorme mérito de explicar de forma tan acertada como sencilla qué es amar el montañismo, el alpinismo, el himalayismo o como quiera que llamemos al ejercicio de acudir una y otra vez al encuentro de las cimas. El texto corre a cargo de Ramón Olasagasti y las viñetas son cosa de César Llaguno, como si se tratase de una cordada en la que el uno no va a ninguna parte sin el otro.
El mundo de la montaña, un deporte que no quiere serlo, una actividad que rebosa matices, que dispone de su propia ética, de códigos que pueden ser una religión o ser obviados, puede resultar incomprensible para los analistas de salón. Pero basta con fijarse en la ilustración de la portada de esta obra para empezar a comprender: Félix, el hermano mayor, en cabeza, Alberto en segundo plano, cada cual mirando hacia un punto diferente pero unidos por una misma cuerda. No están escalando, no es un dibujo de acción: están quietos, calibrando lo que les queda para alcanzar el punto desde el que regresar, buscando ese precioso oxígeno que en altura se hace tan raro, preguntándose por separado si tendrán fuerzas individuales para seguir o si seguirán solo por el impulso de ser dos, y si sabrán refrenar ese impulso de pareja cuando empuje la ambición. La ilustración es lo que fueron, dos hermanos empeñados en recorrer los 14 ochomiles, sin ruido, ni estridencias, humanos, reflexivos pero decididos.
La fundación
El cómic se desarrolla en dos vertientes que se entrecruzan. Arranca con la trayectoria lineal en el Himalaya de los Iñurrategi pero introduce enseguida un diálogo ficticio entre Alberto y Shazia, una habitante de las montañas del Karakoram, con el que se explican no solo los contrastes sociales o económicos entre ambos mundos sino el trabajo llevado a cabo por la fundación creada en el País Vasco a instancias de Alberto y a favor del Valle de Hushé (Baltistan, Pakistán). Dicha fundación ha logrado crear una escuela de escalada y rescate para formar a los porteadores y guías de altura locales, un sistema de regadío en Machulo, diez escuelas en todo el valle que garantizan el acceso antes vetado de las niñas a la educación, la formación del profesorado, las mejoras en cultivo, recolección, secado y comercialización del albaricoque, así como campañas de alfabetización de las mujeres adultas, y un largo etcétera que debe culminar en una entrega del testigo para que sean los propios habitantes del valle los que generen proyectos que garanticen un desarrollo humano sostenible en el valle.
La fundación es la manera que Alberto y sus socios idearon para devolver al pueblo donde se quedó Félix todo lo ofrecido: ayuda, amistad, trabajo y unas montañas de una belleza incomparable. Sin Félix, Alberto acertó a encontrar nuevos compañeros a los que encordarse para terminar la lista de los 14 ochomiles y para dar continuidad a su vida de himalayista. Mientras escalaron juntos, ambos hermanos siempre defendieron una máxima que explica el título del cómic (Hermanos Iñurrategi. Un latido en la montaña) y su filosofía de cordada: uno no llega a uno. Dos, son dos y medio. El texto no explica (y sería interesante saberlo) cómo se las apañó Alberto para llegar a ser uno.
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