Antes de la pandemia me invitaron a dar un ciclo de conferencias en la Universidad de Tbilisi. Aprovechando un día libre, fui a visitar el Museo de Stalin en Gori. La carretera corre paralela al Cáucaso y sus imponentes cumbres nevadas. Y pasa cerca de Osetia del Sur, ese territorio que en 2008 Rusia arrebató a Georgia y ahora conforma de facto un enclave vigilado por militares rusos que viola la integridad del territorio georgiano.
Gori, donde Stalin nació en 1878, es hoy una desangelada ciudad de 50.000 habitantes con las casas ennegrecidas y las calles vacías. Solo al llegar a un edificio que recuerda a un templo grecorromano con una evidente pátina soviética empecé a ver algún visitante. Frente a él observé una cabaña de madera. Es la casa natal de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin. Junto a la entrada del museo, construido en 1957, cuatro años después de la muerte del dictador, se expone el vagón de tren en el que viajaba, y en mantas extendidas en el suelo alguien ofrece imágenes suyas a modo de estampas religiosas.
Una vez dentro del museo, surge la empinada escalera cubierta con una alfombra roja que preside una estatua de Stalin de cuatro metros de altura, coronada por una vidriera de catedral. La escalera consigue su propósito: que el visitante tenga la sensación de hallarse en un templo y encontrarse con Dios. Buena parte de la exposición está dedicada al joven rebelde que fue Stalin, que se hizo marxista y revolucionario y a través de robos y secuestros contribuyó a financiar el partido bolchevique de Lenin. El bandolero se hacía llamar Koba, según un legendario héroe georgiano. Me sorprendió que, en los centenares de retratos, Stalin no luce nunca una sonrisa, como mucho una mueca desdeñosa. Los tiranos no sonríen, pensé, como si la sonrisa fuera una muestra de debilidad. A pesar de la primera sensación de estar en un templo construido para la veneración de un dios, lo cierto es que el material del museo —fotos, objetos personales y cartas— expone la vida de Stalin de manera imparcial: ni lo alaba ni lo critica, sino que invita a que el visitante se forme su propia opinión.
De regreso a Tbilisi, me encontré con quienes pensaban que, a pesar de los casi 30 millones de muertos que Stalin causó, ayudó a derrotar a Hitler y modernizó la URSS. Unos pocos se enorgullecían de tener un georgiano tan célebre. La mayoría jamás pondría el pie en un lugar que recuerda al tirano.
Sin embargo, esta colección es un ejemplo de cómo enfrentarse a la memoria histórica. Su responsable cuenta que, tras la caída de la URSS y la recuperada independencia de Georgia, las autoridades se plantearon qué hacer con el museo. ¿Destruirlo, como ha hecho Berlín con el antiguo parlamento de la Alemania del Este? ¿Conservar el edificio y dedicarlo a otra función? ¿O mantenerlo para exponer con objetividad los hechos históricos, incluida la visión que la extinta Unión Soviética tenía de su dirigente? Esta fue la opción que finalmente se impuso. Y en paralelo, se abrió en Tbilisi un museo de la represión que sufrieron las víctimas del estalinismo.
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