El juez Alexandre de Moraes camina detrás de Lula, el presidente brasileño, en un acto en Brasilia al día siguiente del asalto bolsonarista a los tres poderes.UESLEI MARCELINO (REUTERS)
Si existe una persona en todo el planeta a la que los bolsonaristas brasileños odian con más intensidad que al presidente Luiz Inácio Lula da Silva —al que detestan sin dejar de reconocer su astucia—, es Alexandre de Moraes, de 54 años, un juez que se ha convertido en el superhéroe de los demócratas brasileños. El togado es a la vez el terror de los ultraderechistas que tomaron al asalto el corazón institucional y de los que crearon el caldo de cultivo para la invasión. Magistrado del Tribunal Supremo, Moraes ha aceptado investigar si el anterior mandatario, Jair Bolsonaro, alentó la invasión. Acapara un poder monumental mientras encadena decisiones inéditas en su misión de neutralizar los ataques del bolsonarismo al entramado institucional y preservar el estado de derecho. En la toma de posesión de Lula fue recibido como una estrella del rock. Pero los mismos análisis y editoriales que aplauden su actitud valiente y decidida apuntan al riesgo de que sus decisiones sienten un peligroso precedente.
En las horas siguientes al asalto en la plaza de los tres poderes, el juez Moraes tomó una batería de medidas contundentes. Ordenó detener a los pillados in fraganti dentro de la Presidencia, el Congreso y el edificio donde él mismo trabaja, Tribunal Supremo, y también a los bolsonaristas del campamento golpista frente al cuartel general del Ejercito en Brasilia. Casi 1.500 personas… una de las mayores redadas que se recuerda.
En un país donde la prisión provisional es poco habitual salvo que uno sea pobre, ha enviado a la cárcel de manera provisional a casi mil sospechosos que nunca se imaginaron en semejante tesitura y que no dejan de quejarse del trato. “Que no crean esos terroristas que el domingo se amotinaron y que ahora están encarcelados que la prisión es un campamento de verano. Y que no crean que las instituciones van a flaquear”, declaró a la prensa en un evento tras prometer que todos los implicados serán castigados: “Los que perpetraron los actos, los planificaron, los financiaron y los alentaron por acción u omisión”. Otras casi 500 personas están libres con cargos.
El magistrado del Supremo pretende acusarlos formalmente de terrorismo, aunque la Fiscalía General del Estado no ve claro que las acciones de los asaltantes encajen en la definición legal. Al expresidente Bolsonaro, que sigue en EEUU, lo acusa de alentar la invasión por un vídeo que colgó en redes no antes, sino dos días después del ataque, y que eliminó en horas. La misma tarde de la invasión, adoptó la inédita decisión de apartar del cargo, de oficio y por 90 días, al gobernador del Distrito Federal, Ibaneis Rocha, un aliado de Bolsonaro. Lo acusa connivencia y omisión, como al otro responsable político de las fuerzas de seguridad del DF, un antiguo ministro de Bolsonaro que está preso —y en silencio— desde que se entregó a la policía al regreso de EEUU. Entre lo poco que ha dicho, que se olvidó el móvil en Florida.
Joel Pinheiro da Fonseca, columnista de Folha de S. Paulo, describía este lunes el dilema de los demócratas: “No hay contradicción ninguna en afirmar al mismo tiempo que: 1) sin las decisiones, a veces cuestionables, de Alexandre de Moraes, la democracia brasileña estaría en riesgo. 2) los precedentes que abren esas decisiones son ellos mismos riesgos para la democracia”.
El magistrado viene del mundo de las leyes, pero ya estuvo en primera línea de la política. Fue fugaz ministro de Justicia de Michel Temer, de centro derecha, antes de que este lo enviara a la máxima corte con solo 48 años cuando uno de los jueces murió en un accidente. Antes había sido secretario de Seguridad Pública de São Paulo. Partidario de la mano dura, era conocido por sus modos de shérif.
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Moraes es sin duda el juez del Supremo con más protagonismo político en el último par de años. Concentra casos muy mediáticos, como el que investiga la máquina de difundir bulos del bolsonarismo —el llamado gabinete de odio—, o ahora, los derivados de la invasión de las instituciones. Y además en la última campaña protagonizó el noticiario de manera cotidiana porque le correspondió presidir el Tribunal Superior Electoral, encargado de velar por la limpieza de los comicios en una carrera reñidísima e infestada de noticias falsas.
En un país de plazos laxos y prolongados, tardó menos de 24 horas en analizar el recurso del derrotado Bolsonaro contra el resultado electoral. Lo rechazó, le acusó de mala fe por seguir insistiendo sin pruebas en el fraude y multó a su partido. Tampoco le tembló el pulso entonces, ni ahora, para silenciar sin miramientos las cuentas en redes sociales de influyentes bolsonaristas con millones de seguidores a los que acusa de incentivar, con desinformación, los ataques a la democracia. Que lo haya hecho sin aviso ni posibilidad de apelar le ha cosechado acusaciones de censura de, entre otros, el periodista estadounidense Glenn Greenwald, que vive hace muchos años en Brasil.
“El activismo del Tribunal Supremo representa un riesgo preocupante”, tituló el diario O Globo uno de sus editoriales el pasado junio. Como suele ser habitual en el Supremo de Brasil, Moraes toma infinidad de decisiones cautelares a título individual, pero por el momento la mayoría de los togados del Supremo las respalda después.
Los seguidores del anterior presidente lo consideran un dictador todopoderoso y el propio Bolsonaro llegó a insultarle con todas las letras en un mitin multitudinario. “¡Vete, Alexandre de Moraes! Deja de ser un canalla, deja de oprimir al pueblo brasileño y censurarlo”, proclamó el día de la Independencia en 2021. El ultraderechista, entonces presidente, ya había emprendido la ofensiva contra las instituciones y amenazó con desobedecer los fallos de Moraes.
Su acelerado ascenso al olimpo recuerda la trayectoria de otro antiguo juez, expulsado de la carrera. Sérgio Moro, de 50 años, que fue un venerado héroe anticorrupción y ministro de Bolsonaro, cayó en desgracia al no haber sido imparcial al juzgar a Lula, motivo por el que los casos contra el actual presidente se deshicieron como un azucarillo y pudo regresar al poder. Moro se refugia ahora discretamente en el escaño del Senado que ganó en las últimas elecciones.
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