Abe-san, con el sufijo honorífico detrás del nombre para mostrar respeto, era uno de los términos más destacados en las redes sociales japonesas este viernes. La conmoción por el asesinato del ex primer ministro Shinzo Abe es enorme: la última vez que uno fue asesinado fue hace casi 90 años, durante el militarismo radical nipón anterior a la guerra mundial. No es común que los políticos sufran atentados, salvo excepciones como, por ejemplo, el asesinato del alcalde de Nagasaki en manos de la mafia japonesa yakuza en 2007. En 1994, un derechista radical intentó matar de un disparo al primer ministro de la época, Morihiro Hosokawa, mientras pronunciaba un discurso en un hotel, pero Hosokawa resultó ileso. Por eso a los japoneses ver este viernes a Abe desplomarse sangrando en plena calle mientras daba un mitin en la ciudad de Nara los ha hecho sentir inseguros y vulnerables.
Abe no llevaba el perímetro de seguridad que suele proteger a los líderes en otros países porque en Japón ese despliegue, al menos hasta ahora, se pensaba innecesario: es uno de los países del mundo con menor tasa de criminalidad. Las armas de fuego son muy difíciles de mover por el archipiélago. Se controlan hasta el punto de que sus propietarios tienen que pasar exámenes, se comprueba su salud mental y sus antecedentes penales. Pero Tetsuya Yamagami, el principal sospechoso del asesinato de Abe, consiguió comprar un arma, o se la fabricó en casa, aún está por ver. Tetsuya tenía 41 años y había pertenecido al ejército japonés, pero ahora estaba en paro e “insatisfecho” con Abe, según declaró al ser detenido.
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Abe fue asesinado mientras participaba en un acto de campaña de las elecciones parciales a la Cámara Alta de la Dieta, el Parlamento japonés, que se celebrarán el próximo domingo. En ellas el Partido Liberal Democrático (PLD), al que pertenecían tanto Abe como el actual primer ministro Kishida, y que siempre ha gobernado Japón salvo durante dos paréntesis breves, esperaba revalidar su mayoría.
Abe dirigió el Ejecutivo japonés entre 2012 y septiembre de 2020, y se retiró en lo peor de la pandemia alegando razones de salud, aunque por entonces su gestión se había visto muy cuestionada. Pero nunca dejó de influir en la política. Estaba al frente de una de las familias del PLD, la más vinculada a la derecha conservadora y al nuevo nacionalismo japonés, como uno de sus ideólogos clave.
Sin duda fue el político japonés más conocido en el exterior. Como dice Oriol Farrés, experto del CIDOB, tendríamos que remontarnos al primer ministro Junichiro Koizumi [2001-2006] para encontrar a alguien con tanto carisma y tan relevante para el resto del mundo. Abe tenía una visión muy clara, aunque no le gustaba a todos. El escritor Akira Mizubayashi decía que con él los fantasmas del imperio nipón seguían presentes. Entre otras cosas, porque impulsó el gasto en defensa y porque su posición hacia sus vecinos, sobre todo hacia China, siempre fueron duras. Defendía abiertamente una posición de contención hacia Pekín en los conflictos marítimos de Asia-Pacífico y apostó por Estados Unidos, que es el garante principal de la seguridad japonesa.
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Su legado más conocido son las Abenomics, ese plan con tres patas que lanzó en 2013 para sacar a su país de la crisis económica y anímica a base de expansión monetaria, estímulo fiscal y reformas estructurales. Fue un éxito de comunicación, pero tuvo resultados dispares. En lo político, Abe siempre defendió un concepto del Indopacífico “libre y abierto” mano a mano con Washington, que luego derivó en el llamado Quad, el grupo formado por Estados Unidos, Japón, India y Australia. Su gran preocupación, como la de Joe Biden, era contrarrestar la influencia de Pekín en la región.
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