Un modelo obsoleto: las oposiciones a juez


La finalidad de este artículo es importunar. Cada amago de crítica a nuestro modelo de acceso a la judicatura tropieza con el muro del “¿qué necesidad?”. En seguida arrecian los consabidos argumentos de cierre: la oposición es objetiva, exige un esfuerzo que por sí mismo decanta a los mejores, proporciona una formación muy completa, y está libre de influencias políticas: dejémoslo estar. No es raro que se atribuya a los críticos torcidas intenciones; muy particularmente abrir la vía a la influencia política o acabar con la cultura del esfuerzo. Y pasa el tiempo, y el dinosaurio de unas oposiciones decimonónicas sigue aquí, sin que haya manera de introducir el asunto, en serio y con determinación, en la agenda del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) o en la del Ministerio de Justicia.

La inmensa mayoría de los jueces españoles defiende el modelo vigente y teme que cualquier reforma produzca un deterioro de la calidad o independencia de los jueces. Es normal: pusieron mucho esfuerzo y lograron su objetivo, luego asocian el sistema con virtud y lo defienden de ocurrencias peligrosas. Es un sesgo inevitable, y es, con mucho, el sesgo mayoritario entre jueces.

Cada cual tiene su sesgo. El mío es universitario: accedí a la judicatura después de 20 años de docencia e investigación universitaria y mi formación no requirió jamás la recitación de un temario aprendido ni la memorización de textos legales. Y desde ese sesgo me duele comprobar cómo el recién graduado opositor ha de olvidar los métodos de aprendizaje en los que ha sido adiestrado desde Primaria para sumergirse en otro que, fuera de quienes tienen la competencia para organizarlo, pocos defienden. Por anacrónico (tenía sentido cuando el Derecho era susceptible de ser aprendido en su totalidad), por ineficiente (requiere un esfuerzo excesivo que podría ser empleado en la adquisición de otras capacidades más interesantes), por discriminatorio (pese a las ayudas públicas, el modelo es disuasorio por razones económicas para no pocas familias, al exigir una apuesta larga e incierta) y por necesariamente privado (por sus características, requiere el tutelaje de un preparador-padrino).

Estas críticas podrían matizarse. Las oposiciones, en su modo actual, seleccionan y forman, claro que sí; mucho mejor que lo podría hacer una entrevista, un test psicotécnico o un acuerdo entre partidos políticos. Pero no tenemos derecho a renunciar a mejores maneras de seleccionar y de formar a los futuros jueces que están a nuestro alcance, sin perder un ápice de objetividad y de rigor. No sobra aclarar, por cierto, que calificar de deficiente o de anacrónico un sistema de selección no es en absoluto desmerecer a los que lo han superado. Me gustaría pensar que no es necesario explicar esta afirmación.

El tipo de oposición condiciona el tipo de juez, y por eso mismo merece la pena repensarlo críticamente y con ambición. La competencia para los procesos de selección y formación de los jueces es del CGPJ, pero no se espera que el Consejo abra el melón de su discusión. Pero no es una cuestión interna de la judicatura, pues afecta a la composición de un poder constitucional. No se puede hacer sin el CGPJ, pero sí puede provocarse desde fuera de él: la universidad, los colegios profesionales, las academias de legislación y jurisprudencia, el Ministerio de Justicia, no serían unos intrusos.

Pero antes de formular alternativas, me interesa identificar lo que considero la esencia del actual sistema: no es tanto su carácter memorístico como su carácter recitativo.

Es memorístico, sí, porque consiste en retener el contenido de un larguísimo temario y en grabar a fuego la literalidad de una infinidad de normas; pero sobre todo es recitativo, porque es preciso “cantarlo” con automatismo, como una oración o un poema. El esfuerzo del opositor consiste en adquirir la habilidad de lograr decir el máximo de contenidos de cada uno de los temas en quince minutos. El preparador le entrena en la gimnasia recitativa, que tiene sus técnicas: el ritmo, la secuencia, la dicción. Los contenidos, por lo general, están estandardizados en temarios elaborados a tal fin, es decir, renunciando a toda complejidad. El Derecho que en ellos se contiene está aplanado, sin relieve, convertido en cápsulas dogmáticas digeribles. En definitiva, el opositor dedica una media de cuatro años y algunos meses de su vida a “aprenderse” linealmente un temario de manera apta para ser recitado con automatismo.

Sin necesidad de virajes demasiado audaces, el sistema puede mejorarse sustancialmente a fin de seleccionar más eficientemente a los candidatos con tres simples modificaciones: cambiar la oralidad por la escritura, reducir el temario y añadir pruebas de disertación y argumentación.

De un lado, suprimir la recitación oral. Si los ejercicios son escritos y se da al opositor tiempo suficiente para desarrollarlos, ya no será preciso el adiestramiento necesario para cantar sin interrupción, que consume buena parte de su preparación. Ni será necesario un “preparador” en el sentido clásico: podrían las universidades y otros centros de formación preparar adecuadamente para ese ejercicio, pues la clave pasaría a ser la calidad de los contenidos, y no la técnica recitativa. De paso, el candidato habría debido demostrar su capacidad de expresarse por escrito, algo de no poca importancia en el trabajo de un juez.

Por otro lado, reducir el temario y abandonar el enciclopedismo. Para acceder a la Escuela Judicial no debería ser preciso “sabérselo todo” (ni, desde luego, conocer de memoria el texto de las leyes), sino demostrar que se ha asumido con soltura lo fundamental. Si se busca la excelencia, esta hoy día no puede identificarse con la extensión del conocimiento, sino con la capacidad de manejarse en la complejidad de un Derecho inabarcable. De paso, se reduciría el tiempo medio de preparación y resultaría una opción más atractiva para otro perfil de jóvenes que ya querríamos como candidatos a jueces.

La necesidad de introducir ejercicios prácticos no debería tener que argumentarse. Su ausencia produce rubor. No hay oposición importante en que no se incluyan casos prácticos con los que pueda evaluarse si se tienen o no las imprescindibles capacidades para identificar un problema y utilizar los conocimientos a fin de ofrecer una respuesta argumentada. Más aún lo es para quienes van a pasarse la vida dando solución a litigios. Es como si para seleccionar a los mejores geólogos para un experimento se les exigiera recitar la lista de minerales con sus cualidades, y no que sepan distinguir unos de otros.

Estos serían unos mínimos que, sin demasiada audacia, suprimirían los elementos más deficientes del sistema actual, permitirían evaluar mejor la madurez intelectual y la capacidad argumentativa de los candidatos, propiciarían la formación sin el ojo de aguja de encontrar un preparador privado, acortarían el tiempo de preparación, y lo homologarían con los sistemas vigentes en todos los países de nuestro entorno, del que somos llamativa excepción. Todo el tiempo que se tarde en reformar un sistema de selección tan anacrónico será tiempo perdido. La Justicia en España requiere muchas reformas, pero esta no tiene importancia menor, aunque sus efectos sean a largo plazo. El impulso no va a venir de dentro del mundo judicial, autosatisfecho con su rito iniciático: habrá que provocarlo desde fuera.

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