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Un país convertido en dos tribus

Simpatizantes del presidente estadounidense Donald Trump en los alrededores del hospital militar Walter Reed, este domingo.SAMUEL CORUM / EFE

En la historia reciente de EEUU, ningún presidente ha logrado mantener una popularidad tan estable como la de Donald Trump. Es cierto que su aprobación es notablemente baja, siempre por debajo de la mitad de la población. Pero no lo es menos que su suelo parece hecho del mismo material que su techo, sobre todo comparado con sus predecesores.

El material del que está hecho este estrecho pero sólido hogar político que habita el candidato a la reelección es la polarización. No sólo Trump es el presidente con niveles más estables durante su mandato desde la II Guerra Mundial: también es el que cuenta con una mayor aprobación entre los votantes de su propio partido, y desaprobación por parte de los rivales.

No es éste un fenómeno nuevo, ni mucho menos: la división partidista lleva décadas creciendo en EEUU. Lo llamativo es cómo ha logrado Trump hacer de ella un escudo contra un sinnúmero de fracasos y escándalos, incluyendo el proceso más duro al que se puede enfrentar un presidente: el intento de destitución (impeachment). Noticia tras noticia, titular tras titular, analistas y rivales se preguntaban si ese sería el momento en el que finalmente caería en desgracia. Pero nunca sucedió, haciendo cierta la bravuconada que el entonces candidato soltó en campaña: “Podría disparar a alguien en mitad de la Quinta Avenida y no perdería a ningún votante”. Quizás Trump tenía en mente una legión de seguidores admirados ante sus cualidades cuando dijo aquello, pero la razón por la que su premonición se ha demostrado cierta es bastante más sombría: la visión de los ciudadanos estadounidenses del partido contrario al que suelen apoyar es tan negativa que cualquier cosa en el suyo les parece más aceptable.

🙅 Rivales inaceptables

Pocas entidades en EEUU cuentan con el prestigio y la calidad en sus encuestas del Pew Research Center. Es una organización sin ánimo de lucro dedicada a iluminar la silueta de la opinión pública en el país, y su mayor historia en los últimos años ha sido sin duda el relato de la polarización. Su rasgo esencial: la afiliación a un partido se ha convertido en un predictor inmejorable de los valores de cada individuo, mucho mejor que la raza, el nivel educativo, el sexo o la edad.

Por supuesto, las simpatías políticas correlacionan con todo lo anterior. Sabemos que los afroamericanos son mayoritariamente demócratas, mientras los hombres blancos sin estudios universitarios se acercan cada vez más al Partido Republicano (dibujando con ello una grieta en la clase obrera estadounidense marcada por el color de piel). Pero al final el destilado de la tribu es rojo, o azul.

Los propios estadounidenses lo tienen claro: cuando Pew les pregunta qué división social ven como la que genera más conflictos, responden abrumadoramente con el color político.

La polarización basada en distintas maneras de ver el mundo, sus problemas y las soluciones que necesita no es necesariamente mala: durante la primera parte del siglo XX, demócratas y republicanos no se diferenciaban notablemente entre sí en cómo abordar las cuestiones de la raza o de la inequidad; la consecuencia de todo ello era un país segregado y desigual. La reordenación ideológica marcada por dos decisiones clave del Partido Demócrata, el New Deal de Roosevelt en los años treinta y la aprobación de la Ley de los Derechos Civiles de Johnson en los sesenta, favoreció el desplazamiento republicano hacia la derecha, pero también ayudó a dar salida a demandas históricas bloqueadas por un pacto de élites.

Pero los costes de la polarización superan a sus ventajas cuando comienza a filtrar a los rivales de partido en términos morales absolutos. Según Pew, para aproximadamente la mitad de las personas identificadas con uno de los dos grupos, el contrario merece la calificación de “inmoral”. En consecuencia, la proporción de partisanos que miran hacia el otro lado de la trinchera y ven allí algo en todo punto inaceptable no ha hecho sino aumentar.

Que una división entre partidos excesiva acabase con la República fue una preocupación permanente para los fundadores de las instituciones estadounidenses. La Guerra Civil por la esclavitud a finales del siglo XIX les vino a dar la razón. Abraham Lincoln concentró el dilema en una frase que recuperó de la Biblia antes de ser presidente durante la contienda: “Una casa dividida contra sí misma no se puede mantener en pie”. La cita resultaría premonitoria entonces, y muchos temen que vuelva a serlo. Trump, su suelo y su techo electoral solo son la expresión más extrema del proceso según el cual las brechas se vuelven insuperables.

💭 Con tu gente (y tus hechos)

Cuando la polarización adquiere tintes que son a la vez afectivos y absolutos se vuelve cada vez más irreversible. Cada uno, empezando por los más ideológicos pero siguiendo por los demás, va cortando vías de comunicación con el otro lado. En EEUU, por ejemplo, es más raro que normal tener amigos del partido contrario para aquellos que se sienten nítidamente identificados con uno de los dos.

Ante la elección actual, la frecuencia con la que los votantes que ya saben a quién van a apoyar (una mayoría, por cierto: apenas hay un 3% o 4% de indecisos) declaran tener “muchos” amigos que votarán como él y “pocos” que optarán por el rival es alarmante.

Estos valores no son puramente simétricos: mientras los pro-Trump tienen mayor proporción del mismo color, los demócratas tienen menor del color contrario. Este último rasgo se repite cuando Pew Research pregunta por relaciones sentimentales entre solteros de ambos partidos. Es a los Dems a los que parece constarles más imaginarse en una relación con alguien del otro lado.

La animadversión es mucho mayor cuando la pregunta no es por el partido, sino por el voto; y, sobre todo, por el voto a Trump. Aquí cristaliza la idea de que el candidato a la reelección es el producto más perfeccionado de la polarización partidista extrema: alguien que es visto como tan tóxico por parte de los demócratas que tres cuartos de ellos no estarían siquiera dispuestos a salir con alguien que hubiera votado por él.

Si odias al otro lo normal, lo inevitable, es que se consolide la afinidad hacia el propio grupo: los sentimientos positivos hacia las personas del propio partido han aumentado y se han hecho sensiblemente más profundos en los últimos meses.

Esta es la materia prima de la que se construyen las cámaras de eco; y la ciudadanía estadounidense es bien consciente de ello: para una aplastante mayoría de ambos lados del espectro, es imposible ponerse de acuerdo con el otro ni siquiera en los hechos básicos que definen la realidad.

Si ni siquiera se puede compartir qué es cierto y qué no (el gusto de Trump por la coletilla “fake news!” no es casual), ¿cómo se le puede pedir a nadie ya convencido que se cambie de orilla en el voto? Abandonar a Biden, o a Trump, equivaldría a encontrar algo que niegue toda una cosmovisión que va de lo moral a lo factual, pasando por lo rutinario y cercano: independientemente de lo cómodos o incómodos que estén con su candidato, lo que desde su punto de vista vislumbra un votante convencido (y lo están 29 de cada 30) solo puede describirse como el abismo.

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