En 2020, el año de su consagración, Bad Bunny se convirtió no en la música de la pandemia, sino en la música contra la pandemia. La enfermedad cayó sobre todos como una nieve que desfiguró las líneas de la costumbre, y ahora hay algo degradado en la realidad, más granulosa, con menos resolución, como si enchufáramos el ánimo a la toma de la corriente y las experiencias no pudieran cargar del todo, o como si, de repente, hubiéramos dejado de habitar nuestras vidas para habitar el paquete turístico de nuestras vidas.
Bad Bunny, en cambio, se ha escurrido constantemente. Sacó un disco, sacó las canciones que sobraron de ese disco, cantó en vivo por sus redes sociales, se transformó en mujer en uno de sus clips, luego desapareció y, cuando apareció, lo hizo por el extraño lado del deber. Finalmente, vestido de Matrix a las puertas del otoño, dio un concierto en Nueva York trepado al techo de una camioneta con forma de vagón de tren.
Clausurados los movimientos ante la propagación de la peste, la gente se puso a escuchar lo que no se suponía que también estaba hecho para oírse. Despedazada la normalidad, y los productos artísticos que la normalidad producía, el perreo de Bad Bunny ha sobrevivido como un punto erótico en el hartazgo de la quietud. Es la banda sonora del día del después desembarcando en el presente artrítico como la melodía que marca la ruta de salida. Su voz tiene la ondulación del culto jíbaro, el convoy de aire que entra inesperado a la estación vibrante del cuerpo como oído, como ruido interior.
“En PR nosotro’ arrastramo’ la erre. Dime quién tu erre”, canta Kendo Kaponi en P FKN R, uno de los últimos temas del disco YHLQMDLG (Yo hago lo que me da la gana). La erre, como los raíles armónicos por los que pasa el reguetón, es la cifra tanto de una resistencia como de una reivindicación, compás de ala arrastrada en la saliva del barrio, la plomada gravitando hacia el orden estético de la palabra mal dicha.
Esos desvíos eufónicos fueron parcialmente extirpados del reguetón por la industria de la música latina en los laboratorios de Miami y Medellín. Sin vesícula, el género cae adormecido, neutralizado. Bajo la estafa de su apariencia intacta, la ostentación o el alarde no movilizan ya como estados posibles del deseo, sino como límites o cúspides de lo real. Ignorar las categorías habladas y sincronizar ese discurso del ritmo a la norma doméstica escrita supone una maniobra semántica travestida como corrección ortográfica. La maniobra semántica despigmenta la piel de la bestia sonora.
Ese mismo error cometen los defensores bienintencionados que apertrechan el reguetón en una tradición cultural que no opera alrededor del cuerpo, en vez de leer el cuerpo como idea, el gesto como discurso y el baile como memoria. Pareciera necesario trazar un cerco intelectual para proteger al animal palpitante de la moralina envenenada, flecha del juicio, que lo considera tribal o indecente. Pero el reguetón se ríe de todo eso y se redacta a sí mismo en los renglones del músculo sensible. Establece su propia norma, acuñada en la cara oculta del lenguaje. Cualquier interpretación es apenas una nota al pie en el feudo de una música que, en su expresión primera, se viene bailando quién sabe desde cuándo y que se transmite no como herencia sino, para decirlo con María Zambrano, como “continuidad ancestral”. La discusión teórica última se establece siempre en la tertulia de la pista.
Lo que parece haber entendido Bad Bunny, o lo que probablemente no tuvo nunca que entender, es que en ese signo, en la erre, se jugaba la posibilidad de la ruta acompañada, la fama como una arquitectura distinta del imperio de la soledad. En YHLQMDLG aparecen varias caras consagradas, pero no ampliamente conocidas en otras latitudes, del reguetón puertorriqueño. No son reliquias adaptadas a un guion deslavazado, sino que injertan sus identidades particulares en la jerga de la cultura global que el disco habla.
La esquina mete los cuerpos en la historia y saca del poder a Ricardo Rosselló, exgobernador de Puerto Rico. Lo hace a través de Bad Bunny, que ondea una bandera a la cabeza de la multitud. «Y si mañana me muero, ya estoy acostumbra’o a estar siempre en el cielo», se escucha en Estamos bien. El cantante hace aquí de la cima una costumbre, declaración usual entre los reguetoneros, pero también los boricuas, arrasados por sendos huracanes y sepultados bajo el desprecio de las instituciones políticas, amparados por ese título en primera persona del plural, reconocen que su vida es ya muerte social.
El desplazamiento estético que el artista ha ensayado dentro del reguetón y el trap mainstream es resultado de la misma incomodidad que en tiempo real lo va dotando de una ideología cosida a mano, como si a través de un live de Instagram pudiéramos ver al cantante más famoso del momento, apenas a sus 25 años, ajustando la mira y convirtiendo sus intuiciones y molestias en ideas y hechos que siempre buscan el horizonte de una comunidad.
“A mí no me gusta obligar a nadie. A los jóvenes no nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer”, dijo Bad Bunny en el concierto ambulante en Nueva York. “Pero es importante salir a expresarnos con nuestro voto y darnos a respetar. Hemos tenido un Gobierno que no nos ha respetado, tanto en Puerto Rico como en Estados Unidos”. No se trata de alguien que utilizó su virtud para escapar del supermercado en el que trabajaba como empaquetador, sino de alguien que del saber propio del empaquetador de supermercado hizo una virtud, de ahí el desconcierto que provoca. “No es el infierno, es la calle. No es la muerte, es la tienda de frutas”, dice Lorca.
Bad Bunny ejerce su liderazgo sin pontificar. Lo asume, lo alimenta, parece encontrar ahí el contrapeso para la fatiga solipsista de la fama, pero con un gesto astuto, como si no quisiera, manoseando las formas. Cuando cerró filas con Residente, y produjeron un tema juntos, no fue Residente quien lo legitimó artísticamente. Fue Bad Bunny quien aportó la alegría, el más subversivo de los sentimientos, y quien le dio un segundo aire político a su amigo y maestro, permitiéndole escapar del callejón sin salida en el que se había metido. ¿Cuál? El enojo ya sin resonancia, la lasitud inevitable en la que han venido hundiéndose las ovejas negras del capitalismo tardío, el choque ciego contra el muro de la nostalgia paralizante, el recuento entrañable pero inservible y distorsionado de los días luminosos de la juventud sin notoriedad; sin conciertos, polémicas ni giras.
“Me infiltro en el sistema y exploto desde adentro”, cantaba Residente en 2010. Bad Bunny, que no debe su nombre a las tareas de la industria, no tuvo ya que infiltrarse en ningún sistema, muchos menos aclarar por qué se infiltraba, al tiempo que reconoce el peso de Residente en su educación sentimental, o cómo su carrera artística no es más que otro de los puntos de fuga de un movimiento coral, multiforme. De los dos máximos representantes de la industria del trap, los paisas Maluma y J Balvin, fue Balvin quien siguió la pauta de Bad Bunny, quien agarró su flow y su gestualidad, y justo por eso es Balvin el otro embajador global del género.
Después de que la sociedad de gestión ASCAP le otorgara a Bad Bunny el premio Compositor del Año 2020, sus letras y su poética fueron sometidas a una revisión barata y equivocada. Contrario a lo que suelen hacer sus colegas, Bad Bunny no respondió con ninguna frase de autoayuda del tipo “vive tu vida que yo vivo la mía”. No dijo nada. Apareció varias semanas después, inscribiendo su tarjeta electoral en la Comisión Estatal de Elecciones de San Juan e incitando a los jóvenes a votar en noviembre.
Traía, también, un nuevo look. Mata de pelo enmarañado y mostacho de cantina mexicana. Ese rostro, ya tendencia y estilo, cara de la moda, fue estampado primero en su carné de elector. No se trata del ciudadano serio o ajeno cuya foto convencional de oficina ha sido secuestrada por los rasgos de la burocracia. Se trata de un sujeto fashion, cercano. De fondo, el manoteo lírico de su voz. Fue una manera impecable de volver atractiva la política, de mezclar categorías arbitrariamente separadas.
Hay en la erre, en su énfasis manifiesto, el regusto mineral de una lengua aceitada en el acierto de sus extravíos, lengua como órgano y como tanteo de cierto idioma en la pared del ritmo. Ese regusto, esa mancha, tal vez sea lo que nosotros llamamos Caribe. Dice Lezama: “El lunar del conejo es su vida en la nieve, si no lo homogéneo lo destruiría”.
Carlos Manuel Álvarez es periodista y escritor cubano, autor de Los Caídos (Sexto Piso).
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