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Un Real Sitio y sitios de ficción

La aventura de los largos trayectos, el hechizo de otros paisajes y otras gentes, el vuelo transoceánico, la navegación por extraños mares. Esa materia soñada de la que nace el gusto o la necesidad de viajar también puede, cuando las circunstancias nos limitan, dar sorpresas y descubrirnos otro mundo: el que está, por ejemplo, a tan solo 40 kilómetros de distancia de tu casa, a golpe de autobús y tren si uno no tiene coche, en la inmediatez de tu provincia o región. No hay ninguna en España que carezca de pueblos y parajes con encanto. Así que, a modo de experimento exploratorio, recientemente emprendimos un corto periplo que nos supo a gloria. Esta es, pues, la crónica de una excursión de dos días, en un Fiat 500 alquilado, por Las Vegas, no el famoso emporio de los casinos, sino la bella comarca sureste y fluvial de la Comunidad de Madrid.

Empezamos por todo lo alto, en un Real Sitio favorito de muchos reyes, Aranjuez, sorteando nada más llegar la contrariedad de que la Casa del Labrador siguiera en lo que ya parece su estado natural, el “cierre por restauración”. Por fortuna, la antigua ciudad de recreo de los Borbones dispone de otros muchos atractivos: sus jardines y parterres, tan animados de fuentes mitológicas, su teatro dieciochesco, el histórico y tan airoso Puente Largo sobre el Jarama, uno de los dos ríos que bañan la ciudad, haciendo de su confluencia con el Tajo un lugar muy ameno que los locales llaman “lajuntalosríos”. Antes de proseguir la excursión por carretera recorrimos el hermoso Palacio Real, de recio pero elegante frontal y un interior que arranca grandiosamente en la escalera de acceso, obra del arquitecto Santiago Bonavía. De la extensa serie de dependencias palaciegas es, para mi gusto, la más lucida la sala de porcelanas chinas, un prodigio de delicadeza y trampantojo; a su lado, el salón Árabe resulta un pastiche. Y aunque estén más relacionados con la historia de los sentimientos que con la historia del arte, impresiona ver, en la sala final, ya junto a la salida, los cuatro colosales vestidos que llevaron en sus bodas la reina Sofía, las dos infantas y doña Letizia; ¿tendrá futuro, al menos museístico, esta primorosa ropa de ceremonia? En un grato y corto paseo desde el palacio, y con la misma entrada, se visita el Museo de Falúas Reales, esas embarcaciones ornamentadas, la mayoría del siglo XVIII, que evocan unos ocios monárquicos menos tormentosos que los actuales.

En el atardecer del primer día, y unos 25 kilómetros después, llegamos a Chinchón y a su Parador Nacional, que, sin perder el pintoresquismo de su elevada esquina, tiene uno de los emplazamientos más útiles para el viajero que en él se detenga o se albergue, ya que, siendo muy recoleto (fue convento de agustinos), se halla sin embargo a pocos metros de la plaza Mayor. El suelo de tierra y las balconadas pintadas de verde son los dos componentes más notables de esta plaza, cuyo perfil queda muy bien encuadrado por la silueta de los dos templos traseros, cerrado uno y de no fácil acceso el segundo, la rotunda iglesia de la Asunción, que guarda una Virgen de Goya. En el extremo contrario del pueblo, y aunque impracticable, el castillo de Chinchón, o lo que queda de él, tiene una estampa muy sugestiva, entre la fortaleza que fue y la ruina romántica que hoy parece.

Después de un desayuno en las terrazas instaladas en la propia plaza Mayor, la siguiente parada, a seis kilómetros, fue otro destino con bonita plaza cuadrangular, Colmenar de Oreja. Menos escarpado y por tanto más fácil de recorrer, este Colmenar tiene artista nativo, Ulpiano Checa, con recomendable museo propio, si bien sus obras más potentes son los tres inmensos frescos que pintó para la cercana iglesia de Santa María la Mayor. Checa, que murió en 1916 allí donde vivió más tiempo, Francia, pero está enterrado en el cementerio parroquial de su pueblo, es un pompier a veces grandilocuente aunque de consumada técnica, que aplica tanto al retrato como a la estampa andaluza, siendo su fuerte y lo que le dio renombre mundial las grandes “máquinas históricas” de la antigüedad oriental y grecorromana.

‘Los últimos días de Pompeya’ (1900), de Ulpiano Checa, pintor originario de Colmenar de Oreja.

La tarde del segundo día la pasamos en Villarejo de Salvanés, una villa que cuida sus tesoros del pasado, entre los que destaca el extraordinario castillo, que en realidad no es sino la antigua torre del homenaje de la fortaleza de la Orden de Santiago a la que el paso del tiempo y la imaginación anónima le dieron su originalísima forma actual, con ocho lóbulos de piedra añadidos a su planta cuadrada. Su singularidad hizo que el historiador del arte Bernard Rudofsky incluyera y comentara este “monumento sin pedigrí” de Villarejo en su muy influyente exposición antológica Arquitectura sin arquitectos, celebrada en el MoMA en 1964 con un correspondiente libro-catálogo que acaba, por cierto, de reeditarse en España.

Pero Villarejo ofrece otra gran novedad moderna, esta sí de padre conocido. Se trata de su Museo del Cine, una colección privada que Carlos Jiménez, un aficionado entusiasta a la vez que erudito, hijo y nieto de propietarios de salas locales, ha ido atesorando y ahora muestra en su antiguo cine familiar, el París, reconvertido de modo tan ingenioso como abigarrado en una cueva de las maravillas del séptimo arte. Aquí está la historia del cine en todas sus vertientes; desde la arqueología, con su riquísima cantidad de máquinas y preciosos artilugios antecesores de la imagen en movimiento, hasta la mitología de las ficciones fílmicas y los grandes astros de la pantalla. Todo ello mostrado con una sabiduría que no elude el guiño cinéfilo (ese auténtico oscar gigante que nos recibe) y el homenaje nostálgico a los vistosos uniformes de los acomodadores de antaño. Un museo cinematográfico, en suma, equiparable a los de Turín y Girona, siendo el de Villarejo más valioso por su audacia y su mantenimiento prácticamente unipersonal.

Vicente Molina Foix es autor de ‘Las hermanas Gourmet’ (editorial Anagrama)

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