Es mediodía del sábado. El sol cae con fuerza sobre la carretera LP 2, en el punto de acceso a la localidad de Jedey (Los Llanos de Aridane), evacuada desde el pasado domingo 19 de septiembre tras la erupción del volcán de La Palma. Una larga cola de coches, cercana al kilómetro, espera su turno para atravesar el improvisado control que la Guardia Civil ha instalado para impedir el acceso a la zona.
Los nervios son moneda común en la fila, desde la que se divisa al otro lado de la montaña el humo negro que emana del volcán. “Estoy muy angustiada”, declara Vismaida Díaz sentada en el asiento del copiloto junto a su marido Jorge. “Es la sexta vez que intento entrar en mi casa, y siempre la Guardia Civil me ha mandado a dar la vuelta. Hay poca información, no nos dicen cuándo podemos venir. Y para nosotros es importante. Hace unos años nos confirmaron que la casa tiene aluminosis y tenemos que apuntalar el garaje o se va a caer por la ceniza acumulada”.
La de la cubana Vismaida Díaz y su marido Jorge es la historia de tantos residentes palmeros que tuvieron que evacuar sus casas precipitadamente y que tratan de regresar ahora a ellas, aunque sea por algunas horas, para regar, recoger enseres preciados o dar de comer a algún animal. El matrimonio vive actualmente con su hijo de 10 años en el cuarto de aperos de su finca platanera en Tazacorte. “La que pagó los estudios de medicina mi hijo”. Y matiza. “Dentro de lo que cabe, hemos tenido suerte. Los hay que la están pasando mucho peor”.
La Guardia Civil permite la visita a las casas durante cinco horas por la mañana. Pueden entrar dos personas en coche, pero el control es exhaustivo. Una agente fotografía la matrícula de cada vehículo y consulta la identificación de los ocupantes y la relación que hay entre ellos. Al menos, uno de los dos ha de estar empadronado en la zona de exclusión. Una vez superado el control, un integrante de Protección Civil, del Cecopin (el Centro de Coordinación Operativa Insular, dependiente del Cabildo) o de Gesplan (empresa pública del Gobierno de Canarias) acompaña a los residentes. “Esta mañana fuimos más laxos”, explica un miembro del cuerpo armado, “y ahora tenemos eso abajo lleno de gente sin control. El GRS [acrónimo del Grupo de Reserva y Seguridad] los va a ir a buscar”.
Este rigor de la Guardia Civil causa impaciencia en la cola. “No entiendo tanto control, es absurdo”, protesta el taxista Enrique Pérez a bordo de su coche y acompañado de su mujer. “Esto va muy lento y nos informan muy mal”. “Hay poca información”, confirman Sonia Camacho y Áurea Martín, hija y madre, dos coches más adelante. “Vamos a echarle de comer a los animales y a regar un poco las plantas, pero no esperábamos esta cola tan grande. Está mal organizado”.
Algunos ocupantes salen de los coches y caminan unos pasos hasta las vallas de madera, desde la cual se puede contemplar la costa oeste de la Palma. Charlan, fuman, hablan con los policías… Cualquier cosa para calmar el aburrimiento. Son las 12.12 horas cuando un un terremoto de 3,6 grados, con epicentro en el vecino municipio de Fuencaliente, sacude la carretera.
“¿Lo sentiste, Yademai?”, pregunta el piloto de un Volkswagen rojo a su acompañante. ”Las puertas se han movido todas, ¡ha sido una pasada!”, añade. Entonces coge su móvil para consultar la aplicación de información sísmica que se ha descargado.
Varios ocupantes de los coches contiguos se acercan a comentar el sismo. “Solo nos falta que venga un ovni o salgan alienígenas del fondo del volcán”, ríe uno de ellos.
Este pequeño brote de chanza se disuelve en breve y vuelve el hastío. “Me vine a La Palma hace tres meses”, relata Sara Campbell, una inglesa entrada en la cuarentena que alquiló una casa en Jedey y que apenas ha podido disfrutar una semana del sosiego de la isla. “Esto es un poco duro para vivirlo sola, con un perro y tres gatos. Me dejé el ordenador con las prisas de la evacuación y quiero recoger algunas cosas personales y ropa”. Afortunadamente para ella, su casero tenía disponible otra vivienda en Tijarafe (municipio al noroeste de la isla). No sabe qué hacer. “Es demasiado pronto aún para tomar decisiones”.
Tres voluntarias de la Cruz Roja no paran de recorrer la cola repartiendo botellas de agua a los vecinos. Entrega una de ellas a Candelaria Fernández, que está nerviosa. “Voy a recoger lo que pueda, sobre todo los papeles de la casa, y a ver qué tal está, porque va a pasar tiempo hasta que volvamos por aquí, me temo”. Le acompaña Pedro Hernández, que la ayudará pese a haber perdido su casa en El Paraíso el día siguiente de la erupción. “El protocolo de evacuación no fue muy bueno”, critica. “Pero he tenido suerte. Lo vi en vivo y en directo. Si llega a reventar 400 metros más abajo usted y yo no estaríamos hablando”.
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