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Un Tribunal Constitucional paritario


La excelente noticia de la renovación acordada por los grandes partidos del Tribunal Constitucional podría verse ensombrecida por la inercia o la precipitación a la hora de proponer los cuatro nombres de los candidatos y candidatas a sustituir a los actuales miembros. El porcentaje de mujeres en ese alto tribunal ha sido casi antisocial, o cuando menos muy alejado de los estándares de funcionamiento de la sociedad española actual: en casi ningún otro ámbito de la vida profesional española el porcentaje de mujeres se reduce al 10%. En realidad, las cosas podrían empeorar si los nuevos magistrados propuestos por los dos partidos son hombres porque entonces la presencia femenina en el Tribunal Constitucional se reduciría de forma todavía más ofensiva y drástica: de sus 12 miembros solo uno sería mujer.

No es la primera vez que se da esta situación. Ya en 2017 hubo la posibilidad de acompasar los siempre lentos procesos de la judicatura con los ritmos más veloces de una sociedad cambiante y particularmente sensible a una de las conquistas cruciales del siglo XX y lo que llevamos del XXI. La radicalidad democrática pasa necesariamente por el acercamiento a la paridad en órganos tan relevantes como las más altas instituciones, entre ellas el Constitucional, de la misma manera que el Congreso de los Diputados adoptó medidas que favoreciesen el acercamiento a la paridad o, cuando menos, a un cierto equilibrio entre los representantes de los ciudadanos. Es la misma ley orgánica de igualdad la que establece que el equilibrio entre hombres y mujeres ha de ser un principio de aplicación transversal en los poderes públicos.

No se discute la calidad y la solvencia de los potenciales candidatos hombres: se trata de que la morfología misma del Constitucional lleve dentro la pluralidad de miradas posibles sobre la realidad, como lo hace ya en términos de equilibrios políticos o territoriales (no siempre afinados). No es necesario tampoco argumentar con razones especiosas o discutibles en torno a la mayor o menor sensibilidad de las mujeres juristas en el ejercicio de su función: nadie cree que el desempeño de ese puesto vaya a ser de mejor calidad por recaer en una mujer o en un hombre porque es la solvencia de su preparación y la calidad de su actuación las que merecerán uno u otro juicio.

Los recientes y muy tardíos homenajes a una figura como Clara Campoamor en el Congreso de los Diputados deberían servir por sí solos como argumento en sentido contrario. Ni siquiera se trata de compensar paternalistamente, aprisa y corriendo, una deuda con un pasado injusto con las mujeres de mérito que no accedieron nunca a los puestos más altos de la carrera judicial. Se trata más bien de aprovechar la oportunidad de esta renovación para equilibrar la presencia de hombres y mujeres y ajustar la composición del Tribunal Constitucional a las demandas de una sociedad que habría de ver con reprobación y hasta con escándalo una disfuncionalidad tan grave como la presencia marginal de una o dos mujeres en ese órgano, cuando la lista de potenciales candidatas no tiene discusión profesional, técnica o de méritos. Los asuntos que dirime el Constitucional nos afectan a todos, pero ha dejado de ser verdad hace mucho tiempo que ese genérico —todos— pueda ser confundido con la parte masculina de la población. La solución a esa disfuncionalidad potencial es de naturaleza política, pero las razones para actuar contra ella son estrictamente democráticas: un Tribunal Constitucional paritario.


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