Una antropóloga atacada por un oso: “Mientras me mordía la cara podía ver el interior de su boca, fue horrible”

La escritora y antropóloga francesa Natassja Martin.
La escritora y antropóloga francesa Natassja Martin.

“¿La sensación que produce que te muerda un oso en la cara?”. La antropóloga ríe quedamente. “Es difícil de describir”. Natassja Martin dice en una conversación telefóncia con este diario la semana pasada que preferiría no responder, “para evitar caer en el sensacionalismo”. Pero contesta: “Es horrible. Eres una presa para un depredador. Produce un efecto muy raro”. Personas a las que ha atacado una fiera, desde David Livingstone (un león, que lo sacudió en sus fauces “como un terrier a una rata”) a Ángel Cristo (leones y tigres) han señalado que no se pierde la conciencia, que no hay un piadoso apagado cuando te encuentras entre las garras y colmillos tintos en tu sangre. “Yo nunca perdí la conciencia, ni mientras tenía la cabeza entre los dientes del oso y me mordía la cara: veía el interior de su boca, lo sentía todo, su aliento cargado; pensaba que moriría, pero no pasó”. ¿A qué huele un oso? “Es un olor muy fuerte”. ¿Cómo un perro? “Peor”.

Martin (Grenoble, Francia, 35 años), licenciada en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, doctora en antropología, tenía 29 cuando, mientras realizaba trabajo de campo en la península de Kamchatka entre los evenos, un pueblo tungús de cazadores, pescadores y pastores de renos de Siberia Oriental, la atacó un oso que probablemente la hubiera matado de no defenderse ella con un piolet golpeando a la bestia en el costado. El plantígrado se marchó con un trozo de mandíbula y tres dientes de la antropóloga y le rompió el hueso cigomático derecho, causándole grandes heridas en el rostro y la cabeza, además de otra en la pierna. A partir de semejante ordalía, Natassja Martin ha escrito un libro hermosísimo, hipnótico y conmovedor, de un extraño lirismo, sobre la relación de los seres humanos y los animales y sobre la práctica de la antropología, Creer en las fieras (Errata Naturae, traducción de Teresa Lanero Ladrón de Guevara).

El libro arranca con ella, “el rostro tumefacto y desgarrado”, esperando en la ladera helada de un volcán a que venga a buscarla un helicóptero del ejército ruso para evacuarla. Mechones ensangrentados de su pelo cubren el suelo. “Sacarte de allí es difícil si te pasa algo, y suerte que yo llevaba teléfono y se pudo pedir ayuda. El libro también habla de eso, de cuando todas las seguridades que nos construimos se destruyen; hemos olvidado la vulnerabilidad”.

Una curación extenunante

¿Le dolía mucho? “Sí, claro, pero era curiosamente soportable; hay algo en el cerebro que apaga parte del dolor cuando es demasiado intenso”. En una primera cura le vierten alcohol por la cara y la vendan. La trasladan a una base militar secreta donde la miran con sospecha y una mujer mayor le cierra las heridas con hilo y aguja. Le hacen una traqueotomía. Siguen días de calvario hasta que puede regresar a Francia donde la someten a nuevas intervenciones maxilofaciales. Una curación larga y extenuante. Un día los médicos de la Salpêtrière la dejan y corren ante la llegada masiva de heridos: son los del atentado del Bataclan, muchos con balazos en la cara.

“Podría haber hecho un libro de 500 páginas sobre lo que supuso todo eso, pero he preferido sacar la esencia, mi trabajo literario ha sido escoger las menos palabras posibles para dejar al lector abrir su imaginación; en ese sentido mi escritura ha sido como un escalpelo, una cirugía sobre el relato, también”. No le han quedado grandes cicatrices. “Solo en la mandíbula, ha pasado mucho tiempo, se ven cicatrices un poco, pero no, no he quedado desfigurada. Fue muy aparatoso al principio, luego el cuerpo se recupera”. ¿El ataque? “Fue muy rápido, duró cinco minutos. Yo caminaba, en la zona siempre voy muy atenta porque los osos abundan. Pero esta vez bajaba del glaciar del volcán, era un territorio caótico, no había árboles, soplaba el viento en mi dirección, no iba atenta. Nos topamos. Estábamos a dos metros cuando nos vimos. Creo que él también se sorprendió. No podíamos huir y se produjo la confrontación”.

Parece muy comprensiva con el oso, dadas las circunstancias. La antropóloga y escritora ríe. “Lo que dicen los pueblos animistas como los evenos es que en un caso así se produce una transferencia entre el ser humano y el oso. Tienen al oso por un ser muy cercano al hombre”. Eso recuerda las creencias de la Europa medieval, donde se antropomorfizaba al oso —el rey destronado de Michel Pastoureau— y se le achacaban vicios, deseos y pasiones humanos. Se creía que los osos eran de carácter lúbrico, que copulaban de cara, more hominum, que excitados por el odor di femina, secuestraban mujeres, las violaban y convivían con ellas, como con la bella pastora del XVII Antoniette Culet. “Sí, en todo el arco circunpolar, Alaska, Groenlandia, Siberia, existen ideas similares. ‘Son como nosotros’, dicen. En nuestra Europa nos hemos alejado de esos animales, ya no son algo cotidiano”.

Dos osos en el lago Kuril, en la península de Kamchatka.
Dos osos en el lago Kuril, en la península de Kamchatka.REDA&CO (REDA&CO/Universal Images Group v)

Ojos amarillos

La autora describe el cruce de miradas, sus ojos azules y los amarillos del oso. “Llevaba 15 años trabajando sobre animismo y la relación de los humanos con diferentes animales, en la caza o en los sueños, estudiando cómo las fronteras entre especies se difuminan. Y al final ese encuentro me pasó a mí”. En algún momento habla de un beso entre las dos bocas, su boca y la del oso. “Sí, así lo cuento, no puedes quedarte solo en lo literal, hace falta utilizar metáforas para alcanzar a describir algo así”.

¿Cómo hay que catalogar el libro que ha escrito? “No encaja en ningún género, diría que es un libro literario. No quería escribir un libro como el primero que hice, sobre mi trabajo etnográfico en Alaska. Iba a hacer este segundo sobre el pueblo eveno, pero mientras trabajaba sobre el terreno me pasó eso con el oso. Una amiga escritora me dijo que tenía que escribir la historia que había vivido y la saqué de mi cuerpo, brotó algo que no me esperaba. Habla de mi posición de antropóloga, pero también de cosas de las que nunca hablan los investigadores, y ha llevado a la antropología, sin vulgarizar, sin simplificar conceptos, a gente que no conocía esa disciplina. ¿Un poco como Tristes trópicos, pero con oso? “Exacto, fue el primer libro de antropología que leí. Conocí a Claude Lévi-Strauss, ¿sabe?, ya muy mayor, centenario. Mi maestro fue su discípulo Philippe Descola, el autor de Las lanzas del crepúsculo, sobre los jíbaros achuar; dirigió mi tesis”. ¿Es su tótem el oso? “No, es una relación animista”.

¿Quiénes son esos evenos? Eran nómadas pastores de renos y cazadores, hasta que los sedentarizaron a la fuerza en koljoses y los colectivizaron durante la URSS. Luego decidieron volver a su hábitat. No solo habían conservado su vida espiritual, sino que la reinventaron; no se hace desaparecer una cosmología milenaria en un siglo, la invisibilizas, pero las viejas formas vuelven. Yo trabajé con un clan familiar de unas 100 personas”. Tras recuperarse, explica en el libro, volvió con ellos. La veían distinta. Una mezcla de mujer y oso, una hibridación. La llaman matukha, osa, y miedka, la que ha sobrevivido al oso y vive entre dos mundos, mitad humana, mitad oso, enlace entre ambos universos; y dicen que el espíritu del oso la conoce y posee. “Sí, me entendieron, le daban un sentido a lo que me pasó, con sus códigos culturales”. Era alguien notable ella, como las personas que sobreviven a un rayo. “Yo como investigadora no podía darle una explicación trascendente a la experiencia, no podía caer en un único sentido, debía ampliar mis puntos de vista. El libro es también en ese sentido un manifiesto de antropología. La multiplicación de las maneras de ver una historia”.

Agradecimiento y perdón

El animal que la atacó era un oso pardo de Kamchatka (ursus arctus beringenianus), muy parecido al kodiak de Alaska. Aunque se han dado casos como el de los 30 ejemplares hambrientos que en 2008 sitiaron una base minera y mataron a dos guardias de seguridad, están considerados poco agresivos —mucho menos que los grizlys o los osos polares—: solo el 1 % de los encuentros con humanos acaba en ataque. “Si usted lo dice…”, comenta con la lógica sorna Martin. “No sé, son grandes y cada año hay accidentes con ellos en Kamchatka, donde hay más osos que humanos”. Hay 12.000 osos en Kamchatka, la mayor población de Eurasia, aunque afrontan problemas. “Sí, los salmones no llegan, y faltan bayas, por el cambio climático”.

La escritora conoce el episodio del ataque de un oso a Tolstoi, y el mortal en Alaska al documentalista Timothy Tredwell, al que Werner Herzog dedicó Grizzly Man (“la he visto”). ¿El ataque del filme El renacido, que se basa en la historia del trampero Hugh Glass, le parece realista? “Sí, aunque es peor cuando lo vives, los osos siempre atacan a la cara —según los evenos porque no soportan nuestra mirada: ven su propia alma—; en la película, claro, no podía ser así porque tenían a Leonardo di Caprio”. Ella también se considera “renacida”.

¿Y qué fue del oso, de su oso? “Sigue vivo”. Dice que no lo reconocería, pero está segura de que era un macho. Por el tamaño y porque estaba solo”. Natassja Martin relativiza que se adscriba Creer en las fieras a la escritura de naturaleza, el Nature Writing. “En un sentido sí cae ahí, pero la idea de naturaleza como algo global es nuestra, un concepto moderno occidental, los pueblos indígenas ni siquiera tienen una palabra para naturaleza, es un constructo nuestro”. ¿Ha perdonado al oso que la mordió? “Sí”. ¿Le está de alguna manera agradecida? “Absolutamente. El oso me ha dado la palabra, me ha ayudado a renovar mi condición intelectual y me ha enseñado a contar una historia”. Pero a un alto precio, ha tenido un coste. “Sin duda, como una iniciación, y como una metamorfosis”.


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