Este viaje por la mítica cordillera de Tian Shan, conocida como las montañas celestiales, ofrece lagos de un color turquesa insólito, montañas ondulantes a punto de tocar el cielo y valles de una belleza tan excéntrica que ni la mejor cámara podría capturar. Con una media de 2.988 metros de altitud sobre el nivel del mar —el 93% de Kirguistán es terreno montañoso—, el país se ha convertido en la ambición de montañeros y alpinistas. Aquí la cultura nómada y sus tradiciones milenarias son veneradas incluso por los más jóvenes. Es el destino definitivo para un corazón con sed de aventuras. A pesar de haber vuelos diarios con escala en Estambul (por unos 600 euros, ida y vuelta), no requerir visa, contar con una infraestructura turística nueva —un servicio gratuito de Safe Tourism: puntos de información de la policía kirguisa, que incluso organiza excursiones y visitas guiadas— y la posibilidad de alquilar equipos de trekking y acampada, apenas ha llegado el turismo. Sin embargo, basta con visitarlo una vez para desear volver cuanto antes. La naturaleza lo es todo en este gran territorio. Las normas son simples: los kirguises se adaptan a la naturaleza, nunca al revés.
Este recorrido por la joya de Asia Central arranca con un vuelo de 40 minutos Bishkek-Osh, seguido de un trayecto por carretera de cinco horas dirección a la ciudad de Jalal-Abad, hasta llegar a la reserva de la biosfera de Sary-Chelek, hogar de seis lagos deslumbrantes, taiga montañosa y prados alpinos.
Caballos salvajes junto al río Yushniy Aftalun
La ruta de las montañas celestiales se inicia con un camino de 12 kilómetros dirección sur por la quebrada del río Yushniy Aftalun. Una masa selvática y un sinfín de caballos salvajes pastando protagonizan el paisaje. Los nómadas acuden a los altos pastos de esta región durante los meses más cálidos. Siempre hay un motivo para descansar y unirse a la hospitalidad de los kirguises; nunca faltarán las constantes invitaciones a té negro y pan con crema de leche. Para este primer trecho, nada mejor que acampar en la orilla del río Uyalma y esperar al día siguiente.
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Vista de las montañas de Tian Shan, cerca de Song Kul. LUKASZ-NOWAK1 getty images
El lago Sary-Chelek, pura belleza
La segunda etapa es la más dura: ascenso al paso de Kuldambes (2.750 metros), con más de 1.000 metros de desnivel desde la tienda de campaña. Una caminata de dos horas por una pradera de pastoreo—jailoos, otra maravilla más de la naturaleza— repleta de vacas, caballos y perros taigans. Raza antigua sin igual (ya mencionada en crónicas de la Edad Media), los taigans están en peligro de extinción y se caracterizan por su fuerte instinto cazador. La posterior subida, serpenteante, dura unas cinco horas, pero la panorámica es sobrecogedora: un manto verde ondula sobre el horizonte. Paisaje salpicado por neveros y valles descomunales. ¿Quién será capaz de soportar tanta belleza? Ya no se divisa el punto de partida, pero sí el destino. Descenso en dirección al paso de Kalmak-Ashuu. La bajada es suave hasta llegar a una selva interminable que, sin pérdida, conducirá al lago Sary-Chelek y su indescifrable color. Casi ocho kilómetros de agua rodeada de bosques de nogales y desfiladeros, el escenario perfecto para acampar.
Descanso en Kashka Suu
El tercer día comienza con cuatro afluentes que deben cruzarse a pie. No hay escapatoria: es eso o encontrar un caballo. La senda está llena de frambuesos silvestres. Tras una subida sencilla al paso de Makmal (2.654 metros), con una vista hacia el lago que será inolvidable, bordear el río Kyzyl-Suu y descender por sus singulares morrenas glaciares, la pista se abre hasta llegar a Kashka Suu, hogar de apicultores y lugar para un merecido descanso.
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Un cetrero kirguís en las montañas de Tian Shan. UGURHAN BETIN GETTY images
Un reponedor plato de plov
El cuarto día es, sin duda, una de las jornadas más relajadas y entretenidas: tres horas de travesía siguiendo el cauce del río Kara-Suu hasta llegar al lago Karakamish. La naturaleza más salvaje borbotea en el paisaje. Nunca se ha visto un color aguamarina tan puro. El camino que lo bordea conduce a un campo de yurtas. Kirguistán es un país hecho con esmero. Las yurtas se construyen mano a mano con tan solo tres materiales: madera, telas y piel de cordero a modo de nudos. Orgullo nacional; su bandera muestra el techo de la yurta por el que se cuelan los rayos de sol. Los nómadas piden fotos y posan satisfechos con sus ak-kalpak, los sombreros tradicionales. Nada mejor que adentrarse en los campos de yurtas para deleitarse con el recibimiento kirguís. El viajero se encontrará un grandioso plato de plov: una montaña de arroz, zanahoria y carne de vacuno. Tampoco faltan los habituales: té negro, pan y sandía. Y no es de extrañar: en Kirguistán el huésped es la manifestación de Dios, de ahí que la hospitalidad roce máximos. Por la tarde, solo hay un deber: descansar y prepararse para la cena. Aquí lo llaman felicidad.
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Campamento de yurtas a orillas del lago Song Kol. Helena Lovincic GETTY images
Los picos de Min-Teke
Pocos caminos tan especiales como el de la siguiente etapa: alcanzar el paso de Kuturma (2.446 metros) y descender hasta el Iyri-Kol, otro lago cristalino. La subida en zigzag no admite confusión. Al llegar a la cima del paso, los picos de Min-Teke se distinguen monumentales. Como siempre, descender la montaña también es agotador. Algo que ocurre con frecuencia es encontrar nómadas dirigiendo inmensas manadas de caballos en los lugares más singulares. Siempre dispuestos a enseñar el buen hacer kirguís y sus habilidades, terminar la ruta a caballo puede ser el broche de oro para un viaje inolvidable. “Txuptxup”, y el caballo se pondrá en marcha. Bastará con gritar“Tak!” y se detendrá. A lo lejos, Iyri-Kol y el rumor de sus aguas templadas. Los campesinos siegan. Por la noche, unos sorbos de kymyz (leche de yegua fermentada), remedio natural para vivir los años que quieras. Nadie querría acabar su viaje en este punto.
El sigilo y la altitud de las montañas celestiales motivan un estado de percepción propio de la meditación más profunda. Al más puro estilo literario de Peter Matthiessen: una mujer sale de viaje y es otra quien regresa. Así debe ser.
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