Una bomba al día en Járkov

Una bomba al día en Járkov

Los operarios de las excavadoras que desescombran las calles de Járkov, la segunda ciudad de Ucrania, muestran la pericia de quien lleva más de seis meses acudiendo casi a diario los lugares en los que revientan las bombas del enemigo. Las máquinas arrastran la pala sobre el pavimento y cargan los cascotes, los cristales y todo tipo de restos sobre el volquete de un camión. Así lo hacían este miércoles por la mañana delante del edificio que acoge la sede de una empresa de suministros del hogar, frente a un hotel y un lavadero de coches que han resultado también parcialmente destruidos. El ritual apenas despierta la atención de unos vecinos, ya acostumbrados al goteo incesante de estos ataques. Algunos llegan, se asoman unos segundos y continúan. En cualquier otro lugar, el espectáculo concitaría la curiosidad de cientos de personas. Este punto de la ciudad ha sido el último atacado en una urbe que antes de la invasión rusa, que comenzó el pasado 24 de febrero, contaba con millón y medio de habitantes y que ahora vive a medio gas.

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Desde el inicio del conflicto y hasta el 7 de agosto, aproximadamente un millar de civiles han perdido la vida en esta provincia, de los que 50 son niños, según los datos ofrecidos por la Fiscalía General ucrania. En este periodo de tiempo, han resultado dañados completa o parcialmente 2.800 torres de apartamentos, otros 1.800 edificios residenciales, 500 centros educativos y 150 centros de atención sanitaria.

El hotel SV Park, de 17 habitaciones, permanecía cerrado desde el 24 de febrero. Únicamente resistía en el interior un guarda de seguridad que no resultó herido en el ataque. Se trata de un negocio familiar abierto desde 2012 al que la guerra había golpeado con la falta de clientes y que ahora, medio en ruinas, tendrá mucho más difícil reabrir. “Este hotel era nuestra vida”, comenta entre sollozos Marina Krivashei, de 40 años, hija de los propietarios, entre el ruido de los operarios que barren los cristales. Al otro lado de la calle, Oleg, de 60 años, se pasea entre los restos de parte de su empresa de suministros. Comenta, casi agradecido, que el misil podría haber causado un incendio que hubiera destrozado de manera irremisible su negocio. Varios empleados salvan lo que pueden. Nadie se lamenta.

Tareas de desescombro en Járkov, frente a un hotel y una empresa de suministros del hogar tras un ataque con misil sin víctimas mortales la madrugada del miércoles. Luis de VEga

Un día antes, la macabra lotería le había tocado a un edificio de cinco plantas del centro de la ciudad. Milagrosamente, como en el ataque del miércoles, tampoco hubo que lamentar víctimas mortales. Desde abajo, en medio de la humareda del derribo que efectúa el cuerpo de Bomberos, Vasili, de 60 años, gira la cabeza hacia lo que era su vivienda. Un colchón se asoma a la calle junto a otros muebles. El impacto del misil hubiera acabado con su vida y la de su mujer si no hubiesen estado de camino al trabajo a las nueve de la mañana. El hombre se expresa en ucranio hasta que llega el momento de maldecir a los rusos como “bastardos por no querer detener esta guerra” y “atacar lugares donde habitan civiles”. Entonces lo hace en el mismo idioma que el invasor, pues el ruso es la primera lengua para la inmensa mayoría de los habitantes de Járkov. De hecho, en ucranio se dice Járkiv, denominación que ahora, sumidos en la guerra, eligen mayoritariamente.

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Esta provincia, parcialmente ocupada hoy por las tropas del Kremlin, linda con Rusia. La ciudad homónima, en la que llegaron a entrar las tropas del Kremlin en las primeras horas de la guerra, se halla a una treintena de kilómetros de la frontera. En el sureste, la localidad de Balakliia, próxima a Izium, un importante nudo ferroviario esencial para el abastecimiento del ejército invasor, es estos días escenario de una contraofensiva ucrania. Las autoridades de Kiev comentan de manera discreta la operación, pero esos avances del ejército local a las puertas de Donbás, zona controlada mayoritariamente por Moscú, los ha llegado a reconocer en las últimas horas una autoridad prorrusa.

Mientras, barrios del norte de la ciudad de Járkov como el de Saltivka, muy castigado por las bombas, siguen sintiendo de cerca la línea del frente. Los zambombazos se escuchan en la distancia, al pasear por sus calles desiertas. Una gran parte de los edificios se yerguen luciendo agujeros en sus fachadas chamuscadas y rodeados por los socavones de los impactos a pie de calle. Aquí hay montañas de escombros que ya nadie se ha molestado en retirar por considerarse una tarea casi inasumible.

Una mujer y un niño en el barrio de Saltivka, prácticamente desierto por los bombardeos.
Luis de VEga

Los colegios y jardines de infancia no se han librado de los intensos bombardeos. Las clases, que se retomaron en Ucrania la semana pasada, son un espejismo en el barrio de Saltivka. Allí, los ataques han afectado a las aulas y a las pistas deportivas; algunos proyectiles traspasaron de arriba abajo el edificio. Un flamante campo de fútbol, que nunca llegó a estrenarse el año pasado por la pandemia del coronavirus, presenta un cráter que casi coincide con el centro del terreno de juego de césped artificial. El impacto ha arrancado parte de la valla metálica que lo rodea en medio de una alfombra de gravilla.

Como si de una aparición se tratara, pues cruzarse con vecinos es realmente extraño, un matrimonio pasa la tarde en un banco delante del edificio en el que se halla su apartamento desde hace más de tres décadas. No hay cristales en las ventanas, uno de los muros está agujereado por los ataques y no disponen de agua corriente ni de luz, según cuentan Volodímir, de 72 años, y Larisa, de 73. Pasaron en su casa de la décima planta los primeros 11 días de la invasión, bajo intensos bombardeos, antes de refugiarse en un barrio más seguro. En junio decidieron regresar y reciben ayuda de los voluntarios. A unos metros del banco donde descansan, señalan unas piedras, en las que instalaron una improvisada cocina durante algunas semanas. A pesar del incierto futuro que pesa sobre la pareja de septuagenarios, sonríen mientras comentan los vaivenes de su existencia a la sombra de la guerra.

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