Una ceremonia fría para festejar la victoria de Macron

Una ceremonia fría para festejar la victoria de Macron

Era la imagen que Emmanuel Macron soñó durante años. Él, victorioso, con la torre Eiffel y el cielo infinito de París a su espalda. No la logró hace cinco años porque la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, se negó a cederle el Campo de Marte para festejar su triunfo electoral. Ahora, reelegido, la derrotada alcaldesa socialista no puede negarle nada. Pese a la ocasión festiva, Macron se declaró consciente de que vienen tiempos difíciles. “Son tiempos trágicos”, dijo en su discurso. Y no se refería solamente a la guerra en Ucrania. El presidente obtuvo un 58,54% de los votos, según el recuento del Ministerio del Interior.

No muchos presidentes franceses han encadenado dos mandatos. El fundador de la V República, Charles de Gaulle; el socialista François Mitterrand; el gaullista Jacques Chirac y el liberal Emmanuel Macron. Las reelecciones, sin embargo, exudan poco entusiasmo. Especialmente cuando están tan cantadas y descontadas como la de Macron. Y eso se notó en la noche del segundo triunfo. Hubo poca gente (unos dos o tres millares de personas) en la gran explanada parisiense y poca euforia. Digamos que el festejo desmereció un escenario tan hermoso.

Emmanuel Macron llegó pasadas las 21.30 y se acercó al escenario con parsimonia, caminando lentamente (había que evocar su majestuosa marcha solitaria de hace cinco años en torno a la pirámide del Louvre) y saludando a unos y otros. Sonaba el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Como Macron no acababa de llegar al escenario, hubo que repetir música.

Los organizadores movilizaron a las juventudes de La Republique en Marche y colocaron estratégicamente a los chicos en una franja de terreno relativamente estrecha, entre el escenario y las cámaras. A cada uno se le entregaron un cartel electoral y un par de banderas.

En pantalla parecía agitarse una multitud y flameaban centenares de banderas francesas y europeas. En la realidad el ambiente era más apacible, por más que los altavoces hubieran tronado con música disco durante una hora larga para amenizar la espera a que el presidente sometió a sus fieles. Una pareja paseaba su perro en las inmediaciones del escenario, lo que da una idea de los espacios disponibles.

Macron pronunció un discurso breve, cosa inusual en él, y contenido, cosa igualmente inusual. El margen de la victoria resultó más o menos holgado, pero el humor de Francia no estaba para alharacas. Y el presidente se mostró consciente de ello. Sabía que bastantes de sus votos eran prestados por electores deseosos de frenar a la ultraderecha. Sabía que a su izquierda y a su derecha abundaba la frustración. Y sabía que la abstención había sido insólitamente alta.

“Seré el presidente de todos”, prometió. Eso se dice siempre. Luego fue más específico: asumió el deber de “dar respuestas” a la cólera de los franceses que habían mostrado su descontento votando a Marine Le Pen. Como siempre que nombra a su gran rival, Macron acalló los silbidos del público: “Debemos respetar a quien piensa diferente”, dijo.

Fue una noche extraña. Las nubes que iban cubriendo el cielo nocturno de París parecían contener algo más que vapor. Había algo ominoso en el ambiente, pese a las sonrisas de los chavales macronistas. Macron ha sido reelegido presidente de un país lleno de “dudas y divisiones”, según sus propias palabras, y no tendrá cien días de gracia. En realidad, ni uno.

Mientras Macron hablaba delante de la torre Eiffel, en Les Halles, en pleno centro de la capital, la policía disparaba granadas lacrimógenas contra grupos de ultraderechistas furiosos con el resultado. Reclamaban la dimisión de Macron. Fue una simple algarada, quizá significativa. En cuanto el presidente reelegido terminó su parlamento, la gente se dispersó en silencio. Como si no hubiera pasado nada.

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