Un cliffhanger es, figuradamente, un momento de tensión interrumpido para atrapar al espectador y, literalmente, “quedarse colgado de un precipicio”. Lo segundo pasa en el cuarto capítulo de El juego del calamar; lo primero perdió sentido con la implantación de esa barrita de siguiente capítulo que pocos habrán abortado aun sabiendo quién sobreviviría. Resulta difícil contenerse con una serie que parece pergeñada a base de glutamato monosódico y memes, los elementos más adictivos de la vida moderna.
Hay algo subversivo en que el nuevo éxito de una plataforma que apuesta por crear entornos neutros para que nadie se sienta excluido sea tan local, desde las galletas Dalgona hasta el juego del título, todo es inequívocamente surcoreano. También en que sea algo cutre, con planos descuidados y escenarios que parecen sacados del contenedor de cartón de Imaginarium. Pero en lugar de empobrecerla, los defectos la hacen más cercana, menos redicha. En tiempo de ficciones que parecen escritas al dictado de un algoritmo rezuma una frescura despreocupada.
Desde que en los cincuenta Robert Sheckley escribió en El precio del peligro acerca de un concurso televisivo en el que un hombre arriesgaba su vida a cambio de dinero, el argumento se ha repetido tanto en ficción como en realities. Hasta en Un, dos, tres había parejas dispuestas a descalabrarse por un Talbot Solara o una ordeñadora mecánica, porque como repetía Mayra, “si coche, coche; si vaca, vaca”. Poner en riesgo la integridad física por dinero para solaz de espectadores se ha cotidianizado. También la emocional. Esta semana, una concursante de Secret Story, ese Gran Hermano Vip disfrazado de Tipo de Incógnito, reveló que ha practicado sexo en un tanatorio. Se agradece que ningún guionista aderezase la confesión con un cliffhanger que nos hiciese dudar acerca de las constantes vitales de su par.
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