“Bienvenidos al mejor barrio de todo Medellín”. Así recibe a los visitantes Wberney Zabala Miranda, líder de la junta de acción comunal del barrio Pablo Escobar, fundado por el narcotraficante paisa en 1984, como alternativa habitacional tras un incendio en la paupérrima localidad de Moravia. Lo hace sonriendo, frente al graffiti que preside la entrada, en el que se lee: “Aquí se respira paz”. Ese es el eslogan que lleva años reivindicando este grupo de casi 16.000 vecinos. “Somos la otra cara de lo que fue Pablo”, dice el dueño de la barbería El Patrón. “¿Qué man regala un barrio entero a los pobres, parce?”, se pregunta. Sin embargo, el estigma les ha perseguido hasta el punto de que hoy, tras 37 años de historia en la Comuna 9, reciben la primera inversión pública: una escuela infantil para 300 niños de 0 a 5 años. “Esto es el principio para que se nos reconozca. Empezamos a existir para las instituciones y poco a poco vamos a ir cambiando la historia”, celebra Zabala.
El barrio ni siquiera aparece en los mapas de la ciudad. Apenas un señalador avisa de que hay un mural de Escobar situado en la comunidad de Loreto. Ni huella del Medellín sin Tugurios (así lo denominó el narco en sus orígenes) ni de Pablo Escobar. “Ese es el borrado que sufrimos”, cuenta el líder, que pasea por las veredas supervisando que todo esté en orden. “¿Y usted por qué no está en el colegio?”, le espeta a una niña de pelo crespo y ojos despiertos que se cruza. Unos minutos después, se hace a un lado para llamar a la madre por teléfono. Cuando vuelve, sigue: “Los niños son nuestro futuro y no puede ser que por el relajo de algunos padres se pierdan de tener oportunidades”.
Es por ello que la obra Buen Comienzo Renacer de Buenos Aires es en sí una revolución. Y la primera petición de la ciudadanía que acaba materializada. Los jardines infantiles de Buen Comienzo son una iniciativa de la alcaldía para cerrar brechas sociales. Suelen construirse en comunidades marginales y ahí se inicia un proceso educativo integral, que también engloba atención psicosocial, cuidados en la nutrición y un ejercicio de construcción de paz en un diálogo con los padres. “Hemos creado una estrategia para quitarle los niños a la violencia. De esta forma estamos aplastando el pasado terrible, con inversión en grandes comienzos”, expresó el alcalde Daniel Quintero Calle, en su visita a finales de octubre. Es el segundo mandatario que pisa el barrio.
Yo sé que Pablo Escobar bueno no fue, pero a nosotros nos dio un techo
Doña María Elena García, de 59, vecina del barrio de Pablo Escobar desde sus orígenes
La historia de este vecindario empezó en el incendio de un basurero de Moravia en el que vivían y trabajaban casi 500 familias. En 1984, un enorme fuego acabó con gran parte del morro y los dejó sin opciones ni techo. Fue entonces cuando el narcotraficante más buscado de Colombia decidió comprar varias veredas para construir 443 viviendas “bien amplias y bonitas”. Esta zona fue creciendo y hoy ya son más de 16.000 los ciudadanos que la habitan.
La idea inicial, según cuentan quienes se beneficiaron, era donarlas amuebladas y con servicios de agua y luz. Pero la persecución de Escobar apuró las entregas. Doña María Elena García, de 59 años, fue de las primeras en recibir una de estas casas a medio terminar. Aún guarda —”plastificado, para que no se estropee más”— el resguardo en el que consta la firma de Escobar y 410, el número de su lote, en rotulador azul. Para ella, ese papel en color sepia es más de lo que “ningún otro político” hizo por su familia. “Yo sé que bueno no fue, pero a nosotros nos dio un hogar”.
Aquí la figura de Pablo Escobar no es sinónimo de vergüenza ni rechazo, como en el resto del país, donde ha sido tanto el estigma que hablar del narcotraficante es prácticamente tabú. En estas veredas, que llevan su rostro en cada establecimiento y producto, es difícil separar el blanco del negro. No se habla de los más de 10.000 asesinados en su nombre, ni del asalto al Palacio de Justicia, ni la cultura del narco que todavía cuesta desligar de Colombia. En estas calles, la figura de quien fue abatido por la Policía tras 17 meses de ardua persecución, está más viva (y beatificada) que nunca. “Él iba a misa en las mañanas y hacía sus cosas en la noche”, suaviza Zabala.
Aunque García reconoce que recibir una casa fue “una bendición”, también acarreó muchos problemas. Durante la primera década, estas calles eran de las más peligrosas de la ciudad; terreno de reyertas frecuentes entre pandillas y policía. “Nos decían que sabíamos dónde estaba Pablo, nos requisaron las casas, que lo estábamos escondiendo… Había pelados con malos vicios que llegaron de zonas sin ley… Esto era una balacera continua”, cuenta sentada en el sofá. Su familia se acostumbró a meterse debajo de la cama y rezar para no recibir ninguna de las balas perdidas. “Esto no es como lo ves ahorita”, cuenta. “Ya no se ve tanto vandalismo como antes”.
Su hogar, como la de varios vecinos que llevan ahí desde la inauguración de la comuna, fue reducida a la fuerza. Varios pandilleros del propio consejo del narcotraficante amenazaron a los propietarios para que cedieran las terrazas e incluso cuartos enteros para alquilarlos. Tras casi cuatro décadas, muchos han fallecido, otros se mudaron. Los que quedan, aseguran, son familia.
Los tres hijos de García (ahora de 36, 37 y 40 años) fueron a la escuela por la insistencia de la madre. “Pero tenían todas las excusas para dejarlo”, narra. Las clases más cercanas estaban a 40 minutos caminando. Y el bachillerato, a una hora y media. “Aunque estas aulas nuevas la vayan a disfrutar mis bisnietos, yo a veces me paro delante del jardín y pienso: ‘¡Qué lindo! ¡Qué cambio le va a dar esto a todo!’”. El siguiente paso, cuentan los líderes, es que se abra otro colegio para los niños mayores de cinco años.
En Medellín sumarán un total de 25 escuelas infantiles de Buen Comienzo, todas con un objetivo: que las nuevas generaciones se eduquen para la paz en una ciudad con un pasado marcado por altas dosis de violencia. Esta, que se está levantando en lo que antes era un vertedero improvisado, contará con una sala de gestación y acompañamiento del primer año, un cuarto para las cunas y caminadores, diez aulas de atención para pequeños entre los dos y los cinco años, una zona de expresión corporal, áreas de alimentación y recreación, además de consultorios y espacios administrativos. Con una inversión de 2.400 millones de euros para un edificio de tres plantas sobre un área de 3.700 m², más funcionamiento después, según la Empresa de Desarrollo Urbano de Medellín, que ejecuta las obras del jardín, la construcción avanza en los tiempos previstos para la apertura en el primer trimestre de 2022. Para Wilder Echavarría Arango, gerente de la entidad, este jardín “es una forma de saldar la deuda con los menores”.
“Que al menos mis nietos tengan otra oportunidad”
La visita del alcalde fue todo un hito, pero Doña Luz Ayda Salas (50 años) lo vio desde su ventana. “Si no es a la covid, se le tiene miedo a que le den bala a uno. Y con tanto tombo (policía)… Mejor no me acercaba mucho”, narra desde el salón de su casa que, según cuenta, se mantiene idéntico al primer día. Salas conoce bien la violencia. Las pandillas mataron a dos hermanos y un sobrino, y amenazaron “con darle bala” a su hija menor, que entonces tenía apenas 15 años. “Aquí se mantenía en guerra”, dice. “Ahora vamos a tener un edificio del que presumir. Al menos mis nietos van a tener otra oportunidad”.
En el comedor de Doña Salas, la pared estropeada por la humedad permanece así desde hace décadas. “El que es pobre no lo puede esconder”, se excusa. Viven siete con el sueldo intermitente de tres. “Solo quisiera que mis nietos no entraran a ningún vicio y que sintieran orgullo de dónde vienen”. El padre de la mujer era un fiel defensor y militante de Escobar cuando se presentó como candidato al Congreso en enero de 1982.
―¿Le hubiera gustado que gobernara?
―Claro. Si él ayudó a tantos pobres sin ser presidente, se imaginaba uno que siendo presidente hubiera hecho más. Yo a los políticos de hoy no me los creo.
Contarle otra historia a los turistas
Más o menos escondido en el mapa, para los fans de El Patrón este es un punto clave en la visita a Medellín. Decenas de turistas se acercan a diario —la mayoría con morbo— a sacarse un selfie junto al mural de Pablo Escobar. Encima hay un altar que preside una estatua del Santo Niño Jesús de Atocha, a quien veneraba el narco, y una pequeña sala-museo con llaveros, fotos antiguas y hasta un muñeco de tamaño real del líder rodeado de metralletas y pistolas. “La gente sigue llegando y quiere saber”, resume el encargado de mantenerlo limpio, “este barrio también cuenta su historia”.
Los vecinos quieren hacer de este un punto turístico, asegura. “Aquí ya no hay ni atracos ni vacunas (rentas ilegales de pandilleros)”, zanja Zabala: “Este podría ser un sitio donde la gente se acercara a que nosotros, que lo conocimos y que vimos el otro lado de él, le contásemos. Queremos que la gente no solo se saque la fotico, sino que entienda que parte de la historia de Pablo Escobar somos nosotros, gente de paz”.
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