Se mire como se mire, la guerra de Ucrania la impulsan hombres blancos y sus valores patriarcales, al frente de un mundo configurado por la economía del carbono. Los combustibles fósiles no solo determinan el modelo económico implantado desde el siglo XVIII, sino también la conformación cultural y subjetiva, el edificio de valores construido en torno a símbolos masculinos de potencia e impuesto por la minoría global que ha llevado al planeta al colapso climático. Este es el marco de esta guerra, que puede exterminar el futuro de la especie humana. No solo por el riesgo nuclear, sino por encoger todavía más el margen climático.
Existe una relación entre las imágenes fálicas de las torres petrolíferas y las escenas de masculinidad exacerbada que producen calculadamente autócratas como Vladímir Putin. Expresa subjetividades vinculadas a la estrategia objetiva de retrasar la sustitución de la energía fósil por la renovable. Es notorio que países como Rusia se dedican a retrasar el cambio bloqueando los avances en las cumbres del clima y utilizando sus robots para producir desinformación sobre el sobrecalentamiento global. Putin no ha empezado su conflicto por imperativo climático, pero sin petróleo ni gas, Rusia no habría podido asegurar su baúl de guerra. Sin petróleo ni gas, Rusia —y no solo ella— pierde poder de fuego.
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El petróleo y el gas, sin embargo, tienen los días contados. Un estudio publicado el pasado noviembre por la revista científica Nature Energy mostró que la mitad de los activos fósiles del mundo serán inútiles en 2036. Casualmente, el año en el que Putin planea dejar el poder. Los países que retrasen la descarbonización serán los que más pierdan. Y este es el camino por el que Putin está llevando a Rusia. Pero si Putin es un personaje siniestro, eso no exime a Joe Biden y a los líderes europeos, que también están jugando con cartas marcadas. ¿Cuál ha sido la gran apuesta del canciller alemán Olaf Scholz? Anunciar una inversión de 100.000 millones de euros en sus Fuerzas Armadas.
Esta es otra guerra de hombres blancos aferrados al pasado mientras el futuro de las generaciones humanas del planeta —y las nacionalidades poco importan— está condenado un poco más cada día. Una guerra que consume enormes esfuerzos que deberían dirigirse a crear un mundo de energías renovables revestido de otros valores. Si como resultado de esta guerra las corporaciones de combustibles fósiles consiguen aumentar la producción de gas en países como Estados Unidos y animan a países como Brasil a perforar más porque el precio del petróleo ha subido, los mercaderes del pasado habrán ganado y se le habrá robado gran parte del futuro a la generación de Greta Thunberg y Txai Suruí.
Algunos analistas respetables afirman que la tercera guerra mundial ya ha empezado. Es posible. Lo que sí podemos afirmar es que el estrecho margen que tenemos para controlar el sobrecalentamiento global, anunciado el lunes por el aterrador informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), ya se ha reducido. Si la guerra se expande, podría desaparecer. Y nosotros con él.
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