En una esquina de Los Llanos, en la isla de La Palma, hay una cola de tres o cuatro personas agitadas en frente de un control de la Guardia Civil que les corta el paso hacia su barrio. Una de ellas, Carmen Santos, llora. Tiene unos 40 años. A su lado, hay un hombre en camiseta y pantalón corto, de 65 años, que se llama José Carlos González. Miran obsesivamente hacia el comienzo de la carretera que conduce hasta el barrio de Todoque. Carmen, que tiene su casa allí y fue evacuada el domingo, pregunta a gritos: “¿Cuándo vamos a poder entrar? La alcaldesa me ha llamado y me ha dicho que tengo una hora para sacar lo que pueda”. Un mando de la Guardia Civil se acerca a ellos. Educadamente, tratando de tranquilizar la situación, les anuncia: “Pronto. Todos van a poder pasar. Pero hay que hacerlo por orden, para evitar pillajes. Y acompañados de un bombero o un policía”. Carmen y José le miran. Asienten. El guardia civil añade: “Van a entrar y salir rápido. Van a llevarse lo más indispensable. Porque ya es inminente”. Lo inminente consiste en que una montaña de lava de más de seis metros de alto que avanza al paso de un niño triture su casa con todo lo que hay dentro.
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“¿Lo indispensable?, ¿qué es ‘lo indispensable’?”, se pregunta Carmen a sí misma, sin atreverse a responder. En ese momento llega un hombre muy delgado y en voz muy baja pregunta: “¿Esta es la cola para entrar a las casas de Todoque?”. Le responden que sí y se queda, el último, sin decir nada más.
Todoque, de 1.500 habitantes, fue desalojado por completo el lunes, un día después de que el volcán, aún sin nombre, emplazado en la zona de Cabeza de Vaca, estallara el domingo a las tres y cuarto de la tarde. Sus habitantes se refugiaron, como la mayoría de los más de 5.000 que han sido desalojados en la isla, en casas de familiares o de amigos. Carmen asegura que cuando salió el domingo de casa lo hizo muy calmadamente, imaginando que en pocos días podría regresar, que todo iba a ser un mal sueño de un par de días o una semana. Hasta esta mañana, en que le avisaron del Ayuntamiento advirtiéndole de que contaba con una hora.
El guardia civil se acerca de nuevo al grupo de la cola y, uno a uno, les va permitiendo el paso, en un coche y acompañados de un bombero. Carmen se monta en uno de los vehículos junto a otras dos personas y se interna en Todoque.
El barrio es lo más parecido a una ciudad situada en el fin del mundo. Es la cara B del espectáculo avasallador y magnético del volcán, su mordisco. No hay nadie en las calles excepto los que van en furgonetas vacías o cargadas hasta la locura. Todas las tiendas están cerradas. Hay unas gallinas sueltas en un callejón. Todo, a una escala diferente, recuerda a las fotos de Chernóbil a los pocos días de haber sido desalojada por la explosión nuclear. En una pared, hay un letrero que dice “Peluquería Caroli” y luego una bienvenida en alemán. Al lado, una mesa y unas sillas que parecen haber sido abandonadas hace cinco minutos. A unos centenares de metros, se ve la montaña de lava, deslizándose cuesta abajo. Y más atrás, el volcán, con su ruido sordo de motor de avión resonando a cada poco. En el aire flota una ceniza negra que parece arena y que te embadurna el pelo, la cara y los brazos, que cruje cuando la pisas como si anduvieras sobre la grava. Hay bomberos, policías y guardias civiles por las esquinas, observando. Y miembros de la Unidad Militar de Emergencias (UME) subidos a la montaña vigilando la mole de lava. Una científica de origen venezolano pregunta a un bombero si están haciendo estudios sobre la velocidad de las emisiones. Y en una esquina hay un guardia civil de acento canario que maldice el volcán y que cuenta que hace unas horas tuvieron que desalojar a la fuerza a una mujer que se negaba a abandonar su casa.
De pie, en la acera, Oliver Carmona, de 33 años, sudando, extenuado, mira hacia la colina ardiente que se desliza hacia abajo y luego a una casa blanca a la derecha. Ha venido a ayudar a su amigo, dueño de la casa blanca, situada en la trayectoria de la lava en su camino hacia el mar y que, por lo tanto, casi con toda seguridad, acabará devorándola. “Está en la boca del lobo. Sacamos lo que podemos. Todo lo que podemos. Primero las cosas sentimentales, las fotos, los cuadros…”. La montaña desciende más despacio de lo previsto. Así que hay más tiempo para vaciar las casas. En una de ellas, con todas las puertas abiertas, un hombre fuerte y alto de unos 40 años, ayudado por su padre y por empleados del cabildo y del Ayuntamiento, amontona cosas en un camión. El guardia civil de acento canario explica que lo primero que tienen que sacar son las escrituras: “Porque dentro de unos días todo esto estará irreconocible, las casas habrán desaparecido, y las aceras y las parcelas, y harán falta documentos para certificar que el terreno es de uno”. Luego charla con un empleado del Ayuntamiento que se queja de los políticos: “Hay que aprovechar ahora y exigir. Cuando todo se enfríe, no habrá quien pida nada a los de la Península. Y habrá que levantar las casas, que reponer las tuberías, que volver a colocar la luz, que replantar los cultivos…”.
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Mientras, los funcionarios municipales han acabado de vaciar la casa del hombre fuerte y alto que pide un bolígrafo a un periodista, se apunta en la mano el teléfono de alguien del Ayuntamiento para una gestión posterior y luego, nervioso, se despide de todos los que le han ayudado a dejar su casa en los huesos. “¡Gracias!”. Después se abraza a un fotógrafo que trata en vano de consolarle y se marcha, dejando su vivienda como decenas de otras en Todoque: con las puertas abiertas, vaciadas a toda prisa, con cajas de cartón esparcidas por el suelo del pasillo y perchas sin nada en los armarios.
El avance de la montaña de lava es lentísimo pero evidente. Y aterrador. Abajo, en la trayectoria de la montaña, se encuentra la casa, bonita, cuidada, con piscina y arriates de flores, del amigo de Oliver Carmona. Entre todos, los dueños, los amigos, los empleados del Ayuntamiento, la están vaciando a la carrera. En una furgoneta amontonan todo lo que pueden: una bicicleta, un par de cojines, la escalera del garaje, una nevera. Cerca, una mujer joven, probablemente la dueña de la casa, llora al cerrar el capó del coche, abarrotado de objetos. Luego entra a la casa y sale con un montón de cuadros. Uno de los amigos dice, señalando a una de las camionetas: “Todo a casa de Kity”. Otros, al lado, bajo la lluvia de ceniza, están metiendo en otro camión pequeño una mesilla de noche, un colchón, una cesta con bolsas de kilo de lentejas y garbanzos, un balde con ropa…
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