Meseret Hailu tenía 29 años cuando llegó a Líbano desde Etiopía para servir como doméstica interna en 2011. Como tantos migrantes, buscaba una vida mejor para ella y su familia, pero lo que encontró fue una pesadilla que empezó con un espejismo: los 13 meses en los que percibió su salario y pudo llamar a casa. Después, llegó un silencio que duró siete años. Según su relato, todo ese tiempo estuvo encerrada en una habitación del piso de madame —como deben referirse a sus señoras las empleadas domésticas en Líbano—. De ese cuartucho solo salía para limpiar hasta 15 horas diarias, a menudo bajo una lluvia de golpes e insultos. Sin sueldo, sin vacaciones y sin un solo día libre. Madame le arrebató su pasaporte y hasta su pelo, que le cortaba a la fuerza. Hailu pensó en escapar, pero el vacío que se abría bajo el balcón, en un cuarto piso, la disuadió.
La familia de esta mujer en Etiopía nunca dejó de buscarla y al final llamó a una puerta que se abrió: la de la organización de defensa de estas trabajadoras migrantes This is Lebanon (Esto es Líbano), que amenazó a su empleadora con hacer públicos los abusos si no la liberaba. Dos semanas después, en septiembre de 2019, Hailu volvió a su tierra solo con la ropa que llevaba puesta.
La migrante había escapado de su cautiverio, pero “quedó rota”, explica por videoconferencia desde Amán (Jordania) Antonia Mulvey, directora ejecutiva de Legal Action Worldwide (LAW), la organización internacional que, en representación de esta trabajadora, ha conseguido un hito en Líbano. Por primera vez en la historia del país, la querella de una empleada de hogar contra su empleadora y contra la agencia de trabajo que la contrató, ha prosperado en un tribunal, el de Baabda, cerca de Beirut. Los acusados afrontan cargos muy graves: esclavitud, trata, torturas y discriminación racial y de sexo. El pasado jueves, la empleadora —la odontóloga May Saade— compareció en la segunda audiencia del juicio, pospuesto finalmente al 31 de marzo. De ser considerada culpable, esta mujer podría pasar hasta 15 años en prisión.
El hecho de que este caso haya llegado a juicio va más allá de la “búsqueda de justicia” de Hailu, recalca la directora de la organización legal. La razón es que el calvario que vivió esta migrante, lejos de ser una excepción, se acerca a lo que las organizaciones humanitarias en Líbano consideran una norma. “El 90% de las trabajadoras domésticas migrantes en este país sufre abusos similares”, sostiene por teléfono desde Beirut la también empleada de hogar Julia, cofundadora de la Alianza de Trabajadoras Domésticas Migrantes en Líbano, que pide que no se revele su apellido.
Según el Ministerio de Trabajo libanés, unos 250.000 migrantes trabajan en el servicio doméstico en el país, que cuenta con 6.825.000 habitantes; de ellos, 1,5 millones son refugiados sirios, de acuerdo con datos del Banco Mundial —en España, cuya población supera los 47 millones de personas, las empleadas de hogar son unas 550.000—. En ambos Estados, esta profesión está feminizada pero, en Líbano, presenta otro rasgo: su racialización. El 99% de estas trabajadoras son migrantes de Asia y África, calcula la ONU. La mayor parte procede de Etiopía, Filipinas. Bangladés y Sri Lanka. A falta de estadísticas, se desconoce cuántas sufren abusos, pero organizaciones como Human Rights Watch (HRW) denuncian que se trata de una práctica extendida. HRW define a estas mujeres como “esclavas modernas”.
Los abusos —cuando no la tortura, la violación o el asesinato— no estarían tan extendidos si las empleadas de hogar no estuvieran al margen de una ley del trabajo que las excluye en su artículo 7, lo que las priva del derecho al salario mínimo, de un día semanal de descanso y de la posibilidad de sindicarse. Tampoco si el estatus legal de estas mujeres no estuviera sometido a un entramado de leyes y normas de la costumbre conocido como kafala (apadrinamiento), que las supedita a un control casi absoluto por parte de sus empleadores. Las empleadas de hogar migrantes no pueden, por ejemplo, dejar su empleo sin autorización de sus jefes. Si lo hacen, no solo pierden su permiso de trabajo y se arriesgan a ser expulsadas, sino que pueden “acabar en un centro de detención”, explica por teléfono la antropóloga Mariela Acuña, que durante seis años ha investigado este fenómeno en el país árabe. El término kafala, cuyo origen se remite a la hospitalidad de las tribus beduinas, denota protección, acogida. La paradoja es que, en Líbano y en los países de la Península Arábiga, el sistema así bautizado ampara la explotación de estas trabajadoras migrantes.
La tolerancia a los abusos, el racismo y el machismo que las activistas describen como sistémicos en Líbano cierran el círculo de esta lacra: “Si la joven tiene suerte, recibirá su sueldo y será bien tratada. Si no la tiene, estará sometida a cualquier abuso, sobre todo porque su lugar de trabajo, el domicilio, las vuelve invisibles”, deplora Acuña, que relata cómo el que “una familia deje a la trabajadora salir sola o tener un día libre es visto como una rareza”. Además, estas empleadas cobran según su nacionalidad y el color de su piel. Cuanto más oscura es la tez, peor es el salario. Una etíope puede ganar el equivalente de 130 euros mensuales por el mismo trabajo por el que una filipina obtiene 300 (el salario mínimo en el país es de unos 395 euros). En Líbano, hay playas y piscinas segregadas y lugares donde las migrantes negras son obligadas a limpiar los baños después de usarlos por la creencia de que “están sucias”, denuncia LAW.
La deshumanización es tal que hace unos años “una publicidad proponía a una de estas empleadas como regalo para el día de la madre”, recuerda Acuña. En otra ocasión, un empleador puso en venta a su interna nigeriana en una página de objetos de segunda mano en Facebook.
Un “derecho de vida y muerte”
This is Lebanon recoge en su cuenta de Facebook decenas de relatos de migrantes esclavizadas, golpeadas y encarceladas por delitos que no habían cometido. Una de esas denuncias se acompaña de un vídeo en el que se oye a una mujer a quien se identifica como empleadora decir: “Son esclavas. En mi familia, si alguna hace algo, las matamos”.
La organización cree que muchos casos de muertes de migrantes que se cierran como suicidios son, en realidad, homicidios. Otras fallecen al tratar de escapar, en muchos casos al saltar de un piso alto. Mariela Acuña sostiene que “durante años, ha muerto así una migrante cada día”. En 2008, Human Rights Watch calculó que una empleada de hogar migrante fallecía cada semana por esas dos causas. Tanto Acuña como Julia, la empleada de hogar, coinciden en que la kafala ampara “un derecho de vida y muerte” sobre estas trabajadoras sin que, hasta ahora, ninguna denuncia de una víctima prosperara. Por eso, el proceso del caso de Hailu es “una puerta de la justicia que se abre”, celebra Julia. “Este juicio lanza un mensaje claro y advierte a los empleadores de que si encierran a un ser humano sin pagarle, si confiscan su pasaporte, existe la posibilidad de que sean acusados de graves delitos”, corrobora Antonia Mulvey.
La kafala ha escapado hasta ahora a los intentos de abolirla. El negocio que mueven las agencias de reclutamiento tiene mucho que ver con ello. Un informe del centro de Investigación Triangle, con sede en Beirut, elevó los beneficios de estas agencias en 2019 a más de 50 millones de euros. Cuando la ministra de Trabajo Lamia Yammine propuso en septiembre de 2020 un contrato unificado para las empleadas de hogar que hubiera marcado el inicio del fin de ese sistema, la más alta instancia judicial libanesa, el Consejo de la Shura, lo anuló al admitir el recurso presentado por las agencias. La kafala, ese sistema que LAW describe como hecho “por y para los poderosos”, sigue vigente en Líbano.
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