Sentada en el sillón de su piso de Madrid, esta mujer contó el pasado 3 de septiembre que ya no podía más, que su vida se limitaba a luchar contra un dolor insoportable, pero que perdía la batalla todos los días, todas las noches, y que la única esperanza que aún la separaba del cajón donde guardaba la sustancia con la que habría de suicidarse el pasado domingo era la posibilidad de que se le practicara la eutanasia, cuya ley reguladora había entrado en vigor en España el 25 de junio. Solo unos días después, el 7 de julio, acudió a la consulta de su médica de referencia en el hospital Gómez Ulla de Madrid y le pidió que la ayudara a morir. La doctora le dijo en principio que sí, pero 48 horas después la telefoneó para comunicarle que se había declarado objetora de conciencia. La ley establece que en esos casos debe nombrarse a otro médico que examine al paciente y evalúe si reúne los requisitos que establece la ley. Pero ella se quejaba de que solo obtuvo el silencio. El pasado domingo, día 19, esta mujer que había contado su caso en EL PAÍS bajo la condición de que jamás se revelase su nombre, abrió aquel cajón, reservó una habitación en un hotel de Madrid y se quitó la vida.
Solo habían pasado dos semanas y dos días desde que, como último intento de romper el silencio del hospital Gómez Ulla y de la Comunidad de Madrid hacia su caso, esta mujer contó los detalles de la enfermedad —una patología crónica osteomuscular incurable, agravada por su intolerancia a los opioides— que padecía desde hacía 14 años y a la que se había añadido hace poco un cáncer de vejiga “invasivo y de alto grado”. Como únicos testigos de la conversación, su mejor amiga —la única que estaba al corriente de sus planes— y el doctor Fernando Marín, asesor de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD).
—La decisión está tomada —explicó con gran determinación—. No creo que vaya a llegar a tiempo de que me puedan aplicar la ley. Siempre he dicho que no quiero vivir si no puedo tener decisión sobre mi vida. Y ya no puedo coser, no puedo leer. No hay nada que me ilusione. Nada. No se trata de un capricho, es que mi vida consiste en sufrir lo menos posible, y aun así mi sufrimiento es intolerable. Por eso digo que a lo mejor aguanto hasta octubre o a lo mejor no.
—Y si no puede acogerse a la ley, ¿ha buscado alternativas para morir?
—Sí. Tengo alternativas. No son agradables, pero las hay. Pero psicológicamente es muy violento. Es violento pensar: “Me estoy suicidando”. Yo no quiero eso. No quiero suicidarme. Solo quiero que me ayuden a dejar de sufrir. Nada más. Para mí es inconcebible que haya una ley y que no se pueda aplicar.
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Un portavoz de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid se ha limitado a decir: “La médica que la atendía se declaró objetora. Por eso fue valorada por otro médico del hospital, quien consideró que no cumplía los criterios”. La información que posee este periódico no coincide con la versión oficial. Durante la entrevista en su casa, la solicitante de la eutanasia se quejó repetidamente de la falta de respuesta del Gómez Ulla. Y el doctor Fernando Marín —que había elaborado un extenso informe en el que explica que la paciente reunía todos los requisitos que establece la ley de regulación de la eutanasia— confirmó este jueves que jamás fue evaluada por un segundo médico. De ahí que él mismo presentara una queja a principios de septiembre ante la Dirección General de Humanización y Atención al Paciente de la Comunidad de Madrid. La respuesta se limitó a dar acuse de recibo de la queja y su traslado a la Viceconsejería de Asistencia Sanitaria y Salud Pública. Nada más.
No era la primera vez que la administración madrileña hacía oídos sordos. El 14 de julio, la mujer presentó una queja en el Hospital Gómez Ulla en la que dejaba constancia de que, dos días antes, su doctora del servicio de rehabilitación le había telefoneado para comunicarle que se había declarado objetora y que la solicitud para ayudarla a morir quedaba en manos de la subdirección médica del hospital, dependiente del Ministerio de Defensa. En el texto de la queja, la paciente ya advertía: “De acuerdo con la ley, mi solicitud debe incorporarse a mi historia clínica y, en el caso de que mi médica sea objetora, la Administración sanitaria me facilitará el contacto con otro médico para que gestione mi solicitud de ayuda para morir. Una semana después todavía no tengo ninguna respuesta, lo cual es claramente irregular. El médico responsable puede denegar mi solicitud siempre por escrito y de manera motivada en un plazo de 10 días”. Y añadía: “Independientemente de que se haya nombrado o no la Comisión de Garantía y Evaluación, que depende de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, el hospital Gómez Ulla tiene la obligación de tramitar sin más demora mi solicitud. Les hago saber que mi voluntad clara, firme, reiterada e inequívoca de morir en el hospital se debe al sufrimiento constante e intolerable que padezco, por lo que les ruego encarecidamente que respeten mi derecho a decidir hasta cuándo debo soportar tanto dolor físico y psíquico”.
Esta mujer no quería quitarse la vida en su piso ni que trascendiera su nombre, para evitar que el estigma del suicidio persiguiera a sus seres más cercanos. Deseaba escapar de su tormento de tantos años como dice la ley, en un hospital, atendida por el personal sanitario, en paz, sin escándalo de policías que derriban la puerta ni buscando cómplices. “A lo mejor aguanto hasta octubre o a lo mejor no…”, dijo el 3 de septiembre.
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