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Una Polonia de hiel y belleza


País grande y diverso, con una compleja historia a sus espaldas, Polonia tiene muchas caras, algunas de ellas sombrías. En sus espléndidas ciudades de sofisticada cultura —desde Varsovia hasta Cracovia, pasando por Lodz—, así como en regiones del sudeste, late un trágico pasado. Los polacos sufrieron más que nadie durante el siglo XX. En septiembre de 1939, al ser invadida por la Alemania nazi, vivían más de tres millones de judíos en Polonia, casi la mitad de los que se calcula que había entonces en Europa Occidental. La mayoría perecieron en alguno de los seis grandes campos de exterminio levantados en territorio polaco, tres de ellos en el sur, entre Silesia y Malopolska. Además, los nazis descabezaron el otro 90% de la sociedad polaca liquidando a casi dos millones de personas, entre militares y civiles. Y luego, a ese país devastado le cayó una larga dictadura comunista, enemiga acérrima de minorías y diferencias. Un pasado aún palpable.

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Kazimierz, el barrio judío de Cracovia. Agnes Kantaruk Alamy
Las calles de Kazimierz

Estamos en la colina de Wawel, la fortaleza de Cracovia. Hemos visto los huesos prehistóricos que cuelgan en el portal de la catedral y el mausoleo de San Estanislao. El ancho Vístula serpentea ahí abajo. Tenemos en la retina la más bella plaza de Europa, Rynek Glówny (la plaza del Mercado), por la que pasamos de camino a Wawel y donde tomamos café con pastel de semillas de amapola. Además de todo esto y la cordialidad de sus gentes, esta ciudad conserva un tesoro en el Museo Czartoryski: La dama del armiño, de Leonardo da Vinci.

Por la calle Stradomska llegamos al barrio de Kazimierz. Las fachadas de colores tenues y el aire indefenso de sus calles llevan aún el sello de los años tristes. Este barrio judío, ahora en obras, donde vivía la cuarta parte de la población de Cracovia, quedó desolado en 1945. Aquí rodó Spielberg escenas de La lista de Schindler y ahora se visita la fábrica de cerámica de Schindler. Dejando atrás el Centro de Cultura Judía y la plaza Nowy, entramos en la sinagoga Remuh, la única abierta al culto. Dos rabinos con sombrero negro hablan en voz baja frente a unas vidrieras de dibujo geométrico. Con la cabeza cubierta con la kipá, salgo con la mujer que me acompaña a un luminoso y ordenado cementerio. Hay piedras en el filo de las lápidas, las más nuevas tienen visera; contrasta con el descuidado cementerio judío de Katowice, la urbe industrial de Silesia, de perfiles modernistas, que ha engullido la ciudad anexa donde nació mi amiga y compañera de viaje. Allí, en letras doradas sobre una gran lápida negra medio oculta por la hiedra, ella se topó con el apellido de su abuelo materno. No conocía ese cementerio. Tampoco algunos de los campos y guetos que salpicaron la provincia durante la ocupación alemana.

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Puerta principal del campo de exterminio de Auschwitz (Polonia). Artur Widak GETTY images
Parada en Oswiecim

El sol empieza a elevarse sobre el llano cuando el tren nos deja en una estación solitaria. Pocos se apean aquí. Se suele llegar a Auschwitz-Birkenau en bus desde Cracovia en algo más de una hora. Nada revela que a las afueras de Oswiecim, anodina ciudad plana, de largas y anchas avenidas desiertas, se gasearon e incineraron a cientos de miles de prisioneros. El “Amo Alemán”, al decir del poeta Paul Celan, que sobrevivió a su terrible dominio, sabía cómo llevar a cabo tal maquinaria de explotación y muerte tan solo con unos 3.000 efectivos propios.

Al pasar bajo el arco con el lema Arbeit macht frei (el trabajo os hará libres), la culpa desciende como una niebla pesada sobre todos; chinos, latinos, polacos, nórdicos, norteamericanos, sin olvidar los alemanes. La culpa y emociones más profundas irán aumentando a medida que se avanza en fila india por pasadizos tapizados de los rostros perplejos de los deportados, las letrinas de las mujeres, la cámara de gas que sobrevivió a la destrucción por las SS, las vitrinas con los neceseres y las piernas ortopédicas, el mar encrespado de cabellos apolillados, un montón de latas de gas Zyklon B, los hornos que parecen estar esperando volver a prender. Y ante una oscura celda, los guías dirigen la atención en muchas lenguas hacia Maximilian Kolbe, el fraile polaco que sacrificó su vida para salvar a otro prisionero.

La mañana es clara, brilla el sol a media altura; un frío atroz se cuela entre los barracones. En ­Auschwitz uno puede olvidarse de sí mismo, aunque sea por unas horas. Es la segunda vez que viene aquí la mujer polaca que me acompaña; la primera fue hace mucho tiempo, una excursión de la escuela. El bus que comunica ambos campos se detiene en seco y el altavoz ruge: “¡Birkenau, fin de trayecto!”. La gente sale ensimismada, tropezando, a las vías de un tren que ha dejado de funcionar. Horas después, he perdido a mi amiga entre el gentío y temo no volver a verla más.

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Interior del monasterio Kalwaria Zebrzydowska, en la zona de Malopolska. Insights getty images
Entre montes y lagos

Hacia el sur, la llamada Pequeña Polonia (Malopolska) despliega los dones que la naturaleza concedió a esta tierra, que son muchos. Abandona las llanuras y se ciñe a la majestuosidad de dos cordilleras célebres: los Cárpatos y los Sudetes. Ahí está Kalwaria, con sus iglesias y monasterios a la sombra del monte Zar. Vemos el claustro de los bernardinos y recorremos la colina Droga Krzyzowa y las 42 capillas de vía crucis. La siguiente parada es Orawka, pueblo que tiene una de las curiosas iglesias de madera de la zona, decorada con preciosas pinturas. Probamos un exquisito queso ahumado, el oscypek, con un suave vino de la Baja Silesia. Ya despuntan los montes Tatras, los más altos del país. Mi amiga señala un lugar en el mapa, en el extremo sur: Zakopane.

Medio cubierta de nieve, la popular estación invernal, en la frontera misma con Eslovaquia, invita a caminar por sus senderos. Enfilamos el que lleva a la cima del Gubalówka. Ante nosotros, el panorama de los valles y las laderas nevadas de los Tatras, con maravillosos bosques, hábitat de osos y águilas reales. A la mañana siguiente, abordamos en Kuznice el funicular que sube al pico de Kasprowy Wierch. Desde allí sale un camino empinado que lleva al idílico lago Morskie Oko. La serena belleza y el silencio de las cumbres, que se reflejan en sus heladas aguas azul cobalto, se mezclan con las emociones vividas en Auschwitz y nos arrancan largos suspiros.

José Luis de Juan es autor de la novela ‘El apicultor de Bonaparte’ (editorial Minúscula).

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