En los últimos cinco años, los mungulus (casas tradicionales de los pueblos pigmeos, similares a los iglús, pero fabricadas con ramas) han dado paso a construcciones de barro con techos de hojas de palmeras. Este es el cambio más notable que se aprecia al llegar a Mimbril, en plena Reserva de la Biosfera del río Dja, en el sur de Camerún. Si se observa con más detalle, se apreciarán minúsculas placas solares sobre los tejados. Durante el día, cargan pequeñas lámparas que por la noche emiten tímidos destellos de luz en el interior de las viviendas.
A simple vista daría la impresión de que la vida de los pigmeos baka de esta zona empieza a mejorar poco a poco. Sin embargo, nada más lejos de la realidad; las paredes de barro y las placas solares impiden ver la verdadera situación en que vive esa comunidad y otras vecinas.
Hace cinco años sí que se apreciaba cómo la vida de estas personas comenzaba a cambiar. Bastaba ver que todos los niños de la aldea estaban escolarizados o que hasta allí llegaban frecuentemente campañas médicas que habían beneficiado algunos aspectos de la salud de los bakas. Todo eso y más se ha perdido en los últimos años. Primero, con el inicio de la construcción de una presa sobre el río Dja: el Gobierno camerunés abrió la zona a las madereras que saquearon árboles centenarios y destrozaron el entorno en el que vivían estas comunidades indígenas. Luego, en 2018 se llenó el embalse y gran parte de la reserva se inundó. La presa de Mekin tuvo como primer efecto el aislamiento de quienes viven en la reserva del Dja.
Se suponía que la central eléctrica adosada a ese proyecto produciría electricidad para esas poblaciones y también para las de otras partes del país. Sin embargo, casi toda la energía va destinada a abastecer las inmensas plantaciones de palma de aceite, caucho y frutas en manos de grandes multinacionales extranjeras o de miembros del Gobierno, incluso de la mujer del presidente. Mientras, los nativos siguen sumidos en la más absoluta oscuridad.
Antes de la construcción de la presa, existía un puente de madera que comunicaba la zona con la ciudad de Bengbis, a una hora en coche o moto. Ahora, es necesario dar un inmenso rodeo y cruzar el río en una balsa que fue construida para permitir que los cazadores extranjeros puedan entrar en la reserva de la biosfera y asesinar elefantes, antílopes y búfalos. Un negocio, el de la caza, que mueve mucho dinero. Utilizar la balsa es caro, por lo que normalmente se recurre a las canoas para cruzar las aguas y salir de la zona, pero también hay que pagar sus servicios con dinero, cosa de la que normalmente los baka carecen. Por esa razón, la mayoría de ellos permanece confinados dentro de la isla en la que se han visto confinados.
Hace décadas, esta comunidad autóctona se vio expulsada de la selva de la que sus miembros creen formar parte en vez de ser solo habitantes o moradores. De ella obtenían todo lo que necesitaban: la caza, la pesca, las verduras, la fruta, la miel, sus medicinas… Fueron obligados a asentarse a lo largo de caminos y carreteras en territorios que desconocían y no les pertenecían. Les fue vetado el cazar y moverse libremente por los bosques tropicales bajo penas de cárcel. Fuera de su hábitat natural y sin medios de subsistencia, muchos cayeron en la desesperación y eso les llevó al alcoholismo. Los pueblos vecinos de bantúes, los mismos que les cedieron tierras para plantar sus mungulus, aprovecharon su debilidad para esclavizarles y obligarles a trabajar en sus granjas y plantaciones de cacao. El baka se convirtió en un pueblo sin sueños y sin futuro. Situación que podía llevar a su extinción.
Hace 20 años la ONG española Zerca y Lejos llegó a la zona y empezó a trabajar con estas comunidades ofreciendo educación y asistencia sanitaria. Los jóvenes que pudieron estudiar fueron tomando el futuro de sus gentes en sus manos y ya han conseguido que el Gobierno ceda a algunas comunidades baka las tierras sobre las que se asientan. Esto ha permitido que se desarrollen proyectos de agricultura que les permiten cultivar lo que comen y tener un excedente para vender, e incluso empezar sus propias plantaciones de cacao.
Pero en Mimbril y los pueblos vecinos, todo eso se vio interrumpido cuando la zona quedó aislada. El retroceso es evidente. A las cuatro de la tarde, un grupo de adolescentes llega a la aldea después de haber pasado el día en la selva recogiendo mangos salvajes. Se nota que los chicos están bebidos cuando saludan. Acarrean con ellos una garrafa llena de matango, vino de palma recién recolectado, que beben tranquilamente de la taza de plástico sobre la que lo vierten y pasan por turnos. Este es su día a día. Una vida sin esperanzas.
Zerca y Lejos, tras estudiar la nueva situación en la que se encuentran estas comunidades, decidió que había que comenzar casi de cero en ellas para poder enderezar la situación. Dos líneas urgentes de actuación han marcado su primera intervención. Por un lado se ha construido una escuela en la aldea para acoger a los niños más pequeños, hasta los seis años. Durante el verano, los voluntarios de la organización llegados de diversas partes del país y otros jóvenes baka de la zona que tuvieron la oportunidad de estudiar y ahora trabajan fuera unieron fuerzas con los habitantes del pueblo para hacer ladrillos, desbrozar terrenos y empezar a levantar las paredes.
Ahora, una vez que el curso ha comenzado, los pequeños juegan y aprenden en su propia lengua y, despacio, sin prisas, se les introduce al francés, idioma en el que cursarán los siguientes estadios de su educación. Los maestros parten de la realidad que les rodea, del ambiente en el que los menores viven, para intercalar, poco a poco, elementos más universales. A los mayores de seis años se les ha ofrecido la oportunidad de ir a Bengbis y alojarse en el hogar infantil que la ONG tiene allí. Así pueden cursar los estudios de primaria.
Alguien podría pensar que quizás sería mejor ayudar a los baka a no perder su medio tradicional de vida: la caza y la recolección. Pero no se puede mirar atrás. Sonia Mankongo, coordinadora de educación de la organización, dice: “Yo creo que la educación es una herramienta muy poderosa para crear una conciencia crítica. Hoy no existen un niño o una niña baka que esté aislado en su aldea de la selva. La globalización llega a todas partes y la educación les ofrece las herramientas para poder crear nuevos espacios de diálogo”. Para ella, la escuela es también el camino por el que pasa el despertar de estos menores y ser conscientes de su condición de explotados, esclavizados o marginados. “Les da también herramientas para poder descifrar nuevos códigos”, continúa. “Y eso les permite mantener un diálogo con el otro, aunque no sea entre iguales, aunque sea entre marginado y marginador”. Y concluye: “Frente a los discursos que dicen que la educación occidental es una imposición, yo creo que es una herramienta para crear esa conciencia crítica tan necesaria”.
La segunda intervención de urgencia tiene que ver con la agricultura. No ha sido fácil convencer a los baka de la conveniencia de cultivar la tierra una vez que el acceso a los productos que ofrece la selva se restringe cada vez más. El paso de recolector a agricultor no se consigue sin sufrimiento. Pero son muchas las personas que poco a poco hacen la transición y ahora muestran orgullosos sus campos plantados de mandioca, ñames o vegetales. En Mimbril la tarea está en sus inicios. No todos se han unido al programa, solo los más valientes. En los últimos meses han preparado los semilleros donde han empezado a crecer las plantas de cacao. En las últimas, cuando la pequeña estación de las lluvias concluyó, han comenzado a desbrozar los terrenos de la selva que les permita empezar sus plantaciones.
Quizás el mungulu como símbolo de la vida nómada que caracterizó a los baka durante generaciones ya no tenga sentido en una sociedad sedentaria y por eso son sustituidos por construcciones más estables de barro. Pero no basta con que las aldeas se llenen de esas estructuras para asegurar que estos indígenas se adaptan a la nueva forma de vida que le han obligado a vivir. Hacen falta cambios más profundos. Solo las mujeres y los hombres baka tienen derecho a decidir y ejecutar las acciones necesarias para que esos cambios se hagan realidad. Pero para ello, para poder elegir en libertad, necesitan herramientas.
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