Mariana Kukharuk le comentó a su marido que había que llevar a su hijo de tres años a la guardería. Poco antes, a las siete de la mañana del 24 de febrero, había escuchado una explosión, pero no imaginó que había comenzado la invasión de las tropas rusas en Ucrania. La ciudad de Brody, donde vivía hasta hace unos días esta médica de 38 años, es un enclave del oeste ucranio con fuerte presencia militar, así que podía ser algún tipo de práctica o entrenamiento militar. Lo siguiente que recuerda son más detonaciones, un SMS de la guardería avisando de su cierre y llamadas de amigos con el mensaje: “Están bombardeando el aeropuerto”. “Me quedé en shock”, afirma Mariana, que ha llegado este jueves a Viena, la capital austriaca, tras pasar primero por Polonia con sus dos hijos y dejar atrás a su marido, un hermano y a su padre. Sus palabras, marcadas por la angustia vivida, las traduce del ucranio al inglés una voluntaria en un polideportivo convertido en centro de recepción de huidos de Ucrania junto al estadio Ernst Happel de Viena. El centro, una primera parada para atender a los refugiados, está gestionado por el Ayuntamiento de Viena y la ONG Train of Hope (tren de la esperanza), que nació con la crisis de los refugiados sirios en 2015.
“Cogimos documentos, el pasaporte y dinero y condujimos a una gasolinera”, continúa Mariana. El combustible ya empezaba a racionarse, pero la familia consiguió llegar a la frontera con Polonia, donde la mujer, su hija de 18 años y el pequeño de 3 subieron a un autobús para cruzar al país vecino. “Tardamos 12 horas en poder pasar”, relata Mariana antes de romperse. “Esperamos volver pronto. Quiero volver a casa. Es todo aterrador”, dice con los ojos llenos de lágrimas.
Del enorme éxodo ucranio, de hasta 2,2 millones de personas, a Austria solo han llegado de momento unas 60.000, según el Ministerio del Interior —en los últimos días entre 5.000 y 8.000—. Pero el Ejecutivo prevé que la cifra aumente. Alrededor del 70% continúa viaje a otros países en los que tienen familiares o amigos ―la comunidad ucrania en la república alpina es pequeña, de unas 16.500 personas—. Mariana Kukharuk tiene familia en EE UU, pero solo repite: “Quiero volver a casa”.
Irina, que habla bajo nombre falso por temor a represalias en el futuro, se quedará en Viena, donde estudia uno de sus hijos. Durante una conversación, el pasado martes, mira de reojo el móvil por si entra un mensaje de casa. Luego activa la pantalla y empieza a mostrar fotos: gente apiñada en un sótano, otros que fabrican cócteles molotov, una larguísima cola ante una estación de tren, y un mapa del avance de la ofensiva rusa que ya está desfasado y donde está señalada su ciudad, Dnipró, en el centro-este del país.
Ella huyó de Ucrania con su hijo de 12 años y una hermana hacia Polonia en un tren abarrotado en el que “solo se podía estar de pie” ante el temor de quedar atrapados. “Pensamos que (las tropas rusas) podían rodearnos, había que marcharse”, dice la mujer, de 41 años. Aún le cuesta aceptar lo que ha ocurrido, que haya tenido que escapar de una guerra: “No creíamos que (Vladímir Putin) fuera a atacar, somos vecinos. Nadie estaba preparado para esto”.
Muchos de los huidos “tienen la esperanza de que esto acabe pronto, de poder volver en un plazo corto”, explica Nina Andresen, portavoz de Train of Hope, mientras muestra las instalaciones, desde las que los refugiados que quieren quedarse ahora en Austria o necesitan descansar unos días antes de proseguir viaje son derivados a viviendas sociales de la ciudad, centros del Gobierno o viviendas privadas.
Junto a la entrada se ha montado un centro de análisis de covid, por el que pasan los recién llegados antes de sentarse con los traductores que toman nota de las necesidades más inmediatas de alojamiento, ropa, medicamentos… Al lado, una zona para descansar y comer; en otra esquina hay duchas y un puesto médico y de atención psicológica. También se ha organizado un área de juegos para los niños, con una canasta y una portería. En un segundo piso está preparada una veintena de camas, “por si llegan de noche, o tras un largo viaje en coche están agotados y necesitan dormir”, explica Andresen.
Del pabellón deportivo queda en una esquina una cancha de voley playa, pegada a un bazar de ropa al que se ha acercado Mariana, de productos higiénicos y comida para las mascotas, porque “son parte de su familia y se las han traído”. “Todo son donaciones”, destaca la portavoz de la ONG.
La invasión rusa de Ucrania ha desatado, como en otros países, una ola de solidaridad para apoyar a los que llegan —4.500 personas han ofrecido alojamiento privado para las familias—, y recaudar donativos con el objetivo de enviar medicinas y otros productos de primera necesidad al país.
La población austriaca (8,6 millones de habitantes) también se movilizó en el verano de 2015 con los refugiados sirios, afganos o iraquíes que entraron principalmente desde Hungría cuando Alemania anunció que abría la frontera. En esa situación de emergencia un pequeño grupo de voluntarios creó Train of Hope para atender a las miles de personas que pasaban por la estación central de Viena, donde la ONG montó un campo de acogida en los pasillos entre andenes de la parte trasera de las instalaciones que funcionó durante meses.
La organización ha seguido activa en la ayuda a refugiados en los años posteriores, mientras el discurso político, de la mano de la ultraderecha y luego de los democristianos, se endurecía. Se aprobaron restricciones con el excanciller conservador Sebastian Kurz, que ganó las elecciones en 2017 aupado en las urnas con un programa antiinmigración. Ahora, el Ejecutivo, que sigue encabezado por los democristianos del ÖVP con Karl Nehammer, se prodiga en mensajes de apoyo a Ucrania y a los que huyen. “Es significativo que el Gobierno hable de ayuda a un vecino, no de refugiados”, apunta Andresen.
La ONG destaca que para sus voluntarios —todos lo son en Train of Hope, que se financia con donativos— el trabajo en la crisis de 2015 y la actual guerra en Ucrania es lo mismo porque están centrados “en las personas” y en actuar en la emergencia. Pero hay diferencias. Los refugiados de hace siete años, comenta Andresen, “tenían en común que no veían posible una vuelta a casa, venían de países que llevaban en guerra hacía años y su perspectiva era quedarse en Europa una vez que habían logrado escapar. Algunos ya habían perdido familiares por el camino, ahogados en el Mediterráneo. Los ucranios que llegan en este momento hace una semana estaban en sus puestos de trabajo, en sus casas, y han tenido que huir de un día para otro. Y tienen esperanza de regresar”.
Frente a la crisis de 2015 hay otra diferencia de peso: la UE, enredada entonces en cuotas de reparto de refugiados, ha activado una directiva para la acogida ilimitada de ucranios durante al menos un año con derechos laborales y sociales. Esto “determinará también cómo se desarrolla esta crisis”, dice Andresen, ya que permite a los afectados “trabajar en vez de pasar años en centros de acogida sin poder hacer nada y esperando a que concluya su proceso de asilo”. “Eso cambia también la percepción de la población sobre los recién llegados. Ahora ya hay empresas que llaman y ofrecen puestos de trabajo. Eso en 2015 no era posible. Ahora las condiciones de partida son diferentes”, añade.
Martin Gantner, portavoz de Caritas, que co-gestiona otro centro de primera acogida en Viena y busca alojamientos a los afectados, también considera que la directiva europea “es un gran avance” frente al atasco de los procedimientos ordinarios de asilo. La organización, a la que han llamado en pocos días “10.000 personas ofreciéndose a ayudar”, ha instalado un punto de información en la estación central de la capital austriaca para orientar a los que llegan. Los voluntarios reparten agua, fruta y chucherías para los niños. Una mujer espera junto al puesto de información con tres menores. Lleva el agotamiento escrito en la cara: “Es todo tan duro que no lo quiero contar”.
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