Era el resultado que la mayoría de gobiernos europeos deseaba: una victoria, aunque fuera ajustada, del actual presidente francés, Emmanuel Macron. En una coyuntura europea que se percibe como de por sí inestable, la perspectiva de Marine Le Pen como nueva inquilina del Elíseo despertaba enorme suspicacia, cuando no abiertamente temor. Macron es una garantía del statu quo en cuanto al futuro del proyecto europeo y el posicionamiento de la Unión Europea sobre la guerra entre Rusia y Ucrania.
Al mismo tiempo, debería ser evidente para el actual mandatario francés que sale debilitado de estas elecciones y que, lejos de un cheque en blanco, una parte considerable de los votos que ha cosechado en la segunda vuelta provienen de ciudadanos que hubieran preferido no tener que volver a votar por él, una vez más, para hacer frente a la extrema derecha. Está, además, la abstención por la que ha optado un número significativo de ciudadanos, el mayor nivel en los últimos 50 años.
La pandemia y su gestión por parte del Gobierno de Macron, con medidas que numerosos ciudadanos han vivido como innecesariamente agresivas contra sus derechos y libertades fundamentales, han generado un profundo malestar en la sociedad francesa que se superpone al que ya existía previamente y que desembocó en la revuelta de los chalecos amarillos en 2018.
Por el tipo de personalidad que ha demostrado el presidente francés hasta ahora, parece difícil que sepa mostrarse genuinamente humilde con sus conciudadanos. Pero sus decisiones y sus políticas deberían elaborarse bajo esta consigna. Escuchar y gobernar para todos los franceses sin exclusión; tomarse en serio ese malestar soterrado, más allá de la gesticulación condescendiente; asumir y respetar el disenso propio de toda democracia, incluso en asuntos espinosos como las vacunas contra el coronavirus o la transición energética para frenar el cambio climático.
Existe, sin embargo, el riesgo de que el presidente reelegido se aísle todavía más de la ciudadanía como una suerte de mecanismo defensivo, anticipando el descontento social y la presión política que pueden expresar los diferentes colectivos organizados. Al fin y al cabo, nada en el diseño institucional de la V República impide el tipo de Gobierno vertical del que, precisamente, ya se acusaba a Macron en su quinquenio anterior.
En un clima internacional cada vez más propicio al estado de excepción permanente —primero por el terrorismo yihadista, después por la pandemia y ahora por la guerra en Ucrania— el escenario de un Macron crecientemente autoritario no debe excluirse. La cuestión sería entonces: qué nuevos mecanismos de control de la población, más allá de un nuevo recurso al estado de emergencia, impulsaría el Ejecutivo para impedir la expresión de la frustración de la ciudadanía que, casi inevitablemente, terminaría por tomar las calles y desestabilizar al país.
Si la victoria del candidato de la República en Marcha debería ser una buena noticia para la democracia en Europa, tal y como la conocemos, es también un nuevo aviso sobre la insostenibilidad del orden político de posguerra por mucho más tiempo y la urgencia de reformas institucionales de calado en nuestros sistemas de representación política, empezando por el francés.
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