Este domingo comienza en Glasgow la vigesimosexta Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP26), organizada por el Reino Unido en colaboración con Italia. Esta nueva cumbre mundial llega con un año de retraso como consecuencia de la pandemia. Sin embargo, para la sociedad preocupada por el calentamiento del planeta las negociaciones climáticas de los países acumulan una demora mucho más larga, pues ya son 26 conferencias de Naciones Unidas y todavía no se ha conseguido que descienda de forma efectiva la curva de emisiones de gases de efecto invernadero. Sigue faltando que los gobiernos, las ciudades y las empresas se involucren en este proceso de forma mucho más decidida para transformar las economías: un desafío enorme y espinoso que parece difícil de conseguir sin el empuje decidido de los ciudadanos.
En el año transcurrido desde que debía haberse celebrado esta reunión en 2020 se han sucedido varios acontecimientos que han incrementado la alarma de la sociedad. El primero es la publicación el pasado mes de agosto de una nueva evaluación científica sobre cambio climático del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), el mayor grupo de expertos en este ámbito de Naciones Unidas. Ningún informe anterior había utilizado un lenguaje más contundente y comprensible para los ciudadanos que este. Según los científicos implicados, las alteraciones ocurridas en el sistema climático del planeta “no tienen precedentes” y algunos de estos cambios van a ser “irreversibles” durante milenios, en especial en los océanos, la capa de hielo y el nivel del mar. No obstante, como destaca Francisco Doblas-Reyes, director del departamento de Ciencias de la Tierra del Centro Nacional de Supercomputación de Barcelona y uno de los científicos españoles que participaron en el informe del IPCC, el nivel de calentamiento que ocurra al final del siglo dependerá en gran medida de lo que haga la sociedad.
El cambio climático está afectando ya a muchos eventos meteorológicos extremos alrededor del globo, como las olas de calor, precipitaciones violentas, sequías, ciclones tropicales… Y aunque esto viene advirtiéndose y registrando científicamente desde hace tiempo, en los últimos meses la ciudadanía también lo ha podido comprobar con sus propios ojos, con devastadores episodios climáticos en China, Siberia, Canadá, Alemania, Grecia… Para Doblas-Reyes, el fenómeno con más relevancia fue la ola de calor que se sufrió en la provincia canadiense de la Columbia Británica: “Creo que hay un antes y un después: es la primera vez que se expresa que un evento de este calibre es imposible que se haya producido sin el cambio climático debido a la acción humana”. El investigador incide: “Es muy fuerte como mensaje el hecho de que en una latitud incluso más alta de la que tenemos en el norte de España se den temperaturas que nunca se habían observado antes. Las mayores temperaturas que se han registrado en el sur de Europa son de alrededor de 48 grados, pero estamos hablando de que en aquellas latitudes más altas se dieron 50 grados”.
Como recalca Eva Saldaña, directora de Greenpeace España, “son los gobiernos los que deben tomar las grandes decisiones con la ambición de la reducción de emisiones, el abandono de los combustibles fósiles, la deforestación cero, la economía climática o los flujos financieros, pero el ciudadano tiene que empezar a dar señales de que se suma a esa estrategia”. “El cambio de modelo del que hablamos supone modificar las actuales dinámicas de poder, y para eso el ciudadano tiene que estar empoderado”, señala la directora de Greenpeace España, que defiende que la ciudadanía tiene que participar de forma activa en esa transición. “No puede caer toda la responsabilidad en los ciudadanos, pero necesitamos que quieran ser protagonistas; empieza a haber un cambio de mentalidad, pero lo que necesitamos ahora es un cambio de comportamientos”, explica.
En su libro El futuro por decidir (editorial Debate), la que fuera la máxima responsable de la lucha contra el cambio climático de Naciones Unidas, la costarricense Christiana Figueres, considera que para alcanzar esas emisiones netas cero en 2050 hay que empezar por recortar a la mitad las emisiones de CO₂ de aquí a 2030 (pues la otra mitad será mucho más difícil de reducir), y propone que cada persona trace su propio plan personal para dividir por dos su huella de carbono a lo largo de esta década. Sin restar relevancia a las decisiones de cada ciudadano, Saldaña cree esencial que todas las personas se involucren, sobre todo, en los cambios colectivos. “A nivel individual podemos hacer pequeñas cosas, pero se consigue una disrupción más grande si trabajamos colectivamente. Por eso el ámbito local, como ayuntamientos o barrios, tiene un papel clave para realizar grandes transformaciones en un espacio corto de tiempo”, recalca. Y concluye: “Hay que buscar los cambios colectivos”.
“Seguiré defendiendo el bosque, aunque me muera en ello”
Por Joseph Zárate
“¿Para qué quieren los pueblos indígenas más bosques?”, les dijo aquel funcionario, con mueca de fastidio. “¿No saben que puedo mandar a comprar miles de motosierras y tumbar esos árboles?”. Liz Chicaje Churay (Pebas, Perú, 38 años) recuerda que ese hombre, presidente del Gobierno Regional de Loreto, la región de Perú donde ella vive, fue grosero y cortante frente a 15 líderes indígenas que, esa mañana de 2015, le exigían aprobar la creación de un parque nacional que protegiera sus bosques ancestrales. “¡Casi le pegamos cuando nos dijo eso!”, cuenta Chicaje, entonces presidenta de la Federación de Comunidades Nativas del Ampiyacu (Fecona). “Cuando vio nuestra reacción, se desapareció rápido y dejó a su asesor no más. Un cobarde”.
Desde esa vez, Chicaje se encontraría con tratos como ese innumerables veces. Sobre todo, de autoridades que cuando ven el bosque solo ven leña: recursos para explotar y vender al mejor postor, sin importar que cientos de familias vivan en, de y para esos bosques desde hace generaciones. A fuerza de insistir, Chicaje y sus compañeros lograron que en 2018 el Estado peruano reconociera la creación del parque nacional de Yaguas, junto a la frontera con Colombia, como un lugar sagrado: un territorio tan grande como 868 canchas de fútbol para que los animales del monte puedan reproducirse y las comunidades llevar su sustento; para proteger el río de los mineros ilegales y resistir el ataque de los traficantes de madera, y para conservar la tierra donde están sepultados sus antepasados: hombres y mujeres indígenas que, a inicios del siglo XX, huyeron de los patrones caucheros que los esclavizaban.
Por ese trabajo, Liz Chicaje recibió en 2018 el Premio Franco-Alemán de Derechos Humanos y en junio de 2020 el Premio Goldman, considerado el Nobel verde, otorgado a líderes ambientales en los cinco continentes. Chicaje es la cuarta peruana —luego de María Elena Foronda, Ruth Buendía y Máxima Acuña— que recibe este reconocimiento de especial relevancia en un país donde no es extraño que se ataque y criminalice a las personas que luchan por defender la tierra y el agua: Perú, el segundo país con más extensión de selva en América Latina, está entre las 10 zonas más peligrosas del planeta para los defensores del medio ambiente, según Global Witness.
Asentados al norte de la región de Loreto, los boras son una de las 51 naciones amazónicas que habitan la selva peruana. Liz Chicaje, madre de cuatro varones y una niña llamada Cielo, viene de una familia descendiente del clan newat, gavilán. En su comunidad de Pucaurquillo, desde niña tuvo el ejemplo de sus padres, que ayudaron a exigir al Estado construir la escuela y llevar servicios de salud que hoy tienen unas 250 familias bora. Chicaje dice que todavía falta mucho por hacer —como instalar luz eléctrica— en su comunidad. Por eso, al dejar el cargo de presidenta de la Fecona en 2016, siguió trabajando con las comunidades en un proyecto llamado Hijos de la Yuca del Ampiyacu, donde fabrican alimentos derivados de ese tubérculo y el ají negro que hoy usan chefs de prestigio. Como gerenta de la asociación, Chicaje espera replicar ese modelo en otras comunidades, aunque la pandemia ha hecho todo más difícil.
Chicaje enfermó de covid-19 a inicios de este año. Se pudo recuperar, dice, con preparados de ajo, cebolla, kion y matico, una planta medicinal que varias familias amazónicas han usado frente a la falta de medicamentos. A eso se sumó el estrés causado por la falta de trabajo: de golpe, la venta de carne de monte y de bolsones de fibra de chambira con la que Chicaje se sostenía disminuyó hasta casi desaparecer. Su trabajo como activista no le da un sueldo. Y pese a que el Goldman fue una alegría, esa situación la angustió al punto de hacerle perder el apetito y caer en un cuadro de anemia. “Estaba flaquita”, dice, “como una criatura”.
Cuenta que, pese a todo el reconocimiento a su trabajo, algunos dirigentes han intentado descalificarla. “No me han amenazado con pistola, cuchillo, machete, pero sí me han querido hacer daño”, relata sobre las “brujerías” que le lanzan. Para protegerse, ha visitado a curanderos de su pueblo, pero sobre todo se aferra a la Biblia: lleva 21 años como miembro de una iglesia evangélica. Allí, dice, se formó para soportar los ataques. “Que yo no soy nada, me dicen, que por qué tengo que estar recibiendo premios, que por qué me entrevistan, que yo me estoy agarrando la plata. Pero ya no les hago caso, yo sé quién soy”.
Una de las cosas que sí le afectaron fue perder a amigos suyos a causa del virus. Como el profesor Benjamín Rodríguez Grandez, líder ocaina de la selva del Putumayo con el que Chicaje compartió viajes, como cuando fueron en 2017 a la cumbre sobre cambio climático, la COP23, en Alemania, para exponer las demandas de sus pueblos frente a líderes mundiales. Aunque murió en junio de 2020, con 78 años, Rodríguez recibió el Goldman de manera póstuma, junto a Chicaje. “Siempre me daba esa valentía para hablar fuerte en nombre de las comunidades”, recuerda Chicaje, como en aquella tarde frente a ese funcionario que los amenazó con mandar a talar sus árboles. “Vamos a defender el bosque, me decía, y si es necesario morir, que así sea. Yo seguiré en ese camino”.
“Hay que cambiar las políticas desde su raíz”
Por Silvia Ayuso
Viniendo de alguien que ha conseguido lo que pocos logran —doblegar a algunos de los bancos y aseguradoras más poderosos del mundo y hacer que dejen de financiar proyectos de la industria del carbón—, escuchar de boca de Lucie Pinson que “las finanzas son una palanca de aceleración potencial de la transformación social” puede resultar chocante. Pero en el fondo esa es la base de la exitosa estrategia de esta francesa (Nantes, 35 años) comprometida la mayor parte de su vida con causas sociales y que ha hecho de la lucha contra el cambio climático su principal causa. Una batalla recompensada con el Premio Ambiental Goldman en 2020, el mismo año en que fundó su propia ONG, Reclaim Finance, con la que sigue apuntando contra todo gigante de las finanzas que apoye la industria del carbón, causante del 46% de las emisiones de dióxido de carbono del mundo y, por ello, uno de los grandes responsables del calentamiento global.
La carbon-killer, como la llama la prensa francesa, es una “protestona” de nacimiento aficionada a los juegos de lógica que reconoce que no le gusta perder, ni en los juegos de sobremesa ni, sobre todo, en la vida real. De una infancia y adolescencia entrenando como gimnasta aprendió también una lección que aplica desde entonces a todo: “La gimnasia es un deporte muy mental, hay que reflexionar mucho, superar sus miedos. Y uno falla mucho. Te caes y te caes y te caes. Pero no es grave. Hay que volver a saltar al potro”, cuenta en París.
Se dice convencida de que luchar por un mundo más respetuoso con la naturaleza requiere “cambiar las políticas desde su raíz” y no solo contentarse con gestionar su impacto medioambiental. Así que cuando se licenció en Ciencias Políticas en 2011 decidió instalarse en la capital francesa, uno de los centros de las finanzas internacionales, a las que, poco a poco, está convenciendo —a veces por las buenas, otras por las malas— para que dejen de invertir o financiar proyectos carboníferos.
En el fondo, su cálculo es muy sencillo: en un contexto de “emergencia climática”, queda poco tiempo para actuar y son demasiados los proyectos contaminantes a frenar. Pero los que están detrás de esas múltiples operaciones no son tantos. “Como sociedad civil, no tenemos tiempo de atacar todos esos proyectos uno por uno. Pero, si miramos quiénes están detrás, vemos que suelen repetirse los nombres de una treintena de bancos y aseguradoras. Así que es matemáticamente lógico atacar a esas decenas de actores financieros en vez de hacerlo contra cientos o miles de proyectos. Ir a la raíz”, resume Pinson con esa sonrisa traviesa que muchos altos ejecutivos subestimaron en un principio, para acabar lamentándolo.
Que se lo digan a la Société Générale, el primer gran banco francés que logró doblegar, cuando Pinson hacía lo que sigue haciendo hoy desde la ONG francesa Amigos de la Tierra. En diciembre de 2014, el gigante galo anunció que se retiraba del controvertido proyecto australiano Alpha Coal, una gigantesca mina de carbón que según el grupo ecologista provocaría “la emisión de 1.800 millones de toneladas de CO₂, comprometiendo de manera irreversible los esfuerzos por limitar el recalentamiento del planeta”. Desde entonces, la lista de todopoderosos a los que Pinson y su equipo han logrado frenar no ha dejado de crecer: también los otros grandes bancos de Francia, Crédit Agricole, Natixis y BNP Paribas, se comprometieron a no seguir financiando la construcción de centrales o minas de carbón. Fue entonces cuando Pinson y su equipo, actualmente formado por 16 personas, en gran parte investigadores y analistas que indagan en las empresas para buscar esa “letra pequeña y pie de nota” tras el que pueda esconderse un proyecto antiecológico, dirigieron su mirada a las aseguradoras: en 2017, Axa y SCOR, dos de las mayores firmas mundiales, anunciaron que dejaban de asegurar proyectos carboníferos. Axa incluso prometió liquidar inversiones por unos 3.500 millones de dólares procedentes de la industria del carbón y del alquitrán, como destacó el jurado de la Fundación Goldman que le otorgó el prestigioso premio.
El método de trabajo no ha cambiado significativamente en todos estos años: convencida de que “los empleados pueden ser una fuerza de cambio”, Pinson y su equipo intentan primero hablar con los asalariados y sus responsables para explicarles el impacto de algunos proyectos que a menudo desconocen los propios trabajadores. Hacer pública esa información es, en última instancia, el as en la manga a la hora de sentarse con la empresa. Todo ello lo hacen con una buena dosis de “humildad”, subraya Pinson. “Sentarse delante de financieros es intimidante. Tuvimos que aprender los códigos y, además, aceptar con cierta humildad que no estamos ahí para decirles cómo tienen que trabajar. Solo estamos para recordarles su responsabilidad e impacto en el mundo real”.
La lista de empresas que han acabado plegándose es más larga que la pública que le ha valido la reputación y sus premios, asegura Pinson con una sonrisa. Un gesto que solo se le tuerce cuando se le habla de la actitud derrotista de muchos conciudadanos. “No puedo con el pasotismo”, se exaspera Pinson. “La resignación, alimentada por la idea de que no podemos hacer nada a nuestra escala, es la principal razón por la que, casi 30 años después del primer informe del GIEC, seguimos en una trayectoria creciente de gases de efecto invernadero”. “Todo el mundo está de acuerdo en que hay que cambiar, pero no en que se puede cambiar. Yo creo que podemos cambiar y que podemos luchar por eso”, reivindica. Aunque uno se caiga varias veces, hay que volver a subir al potro. Porque la lucha vale la pena. Y solo tenemos un planeta.
“Todo cambio individual suma, pero solo el cambio colectivo transforma”
Por Clemente Álvarez
Andreu Escrivà (Valencia, 38 años) no tiene placas solares en su casa ni conduce un coche eléctrico, ni tampoco pretende ser un héroe del clima. Eso sí, siempre que puede va a los sitios caminando, compra productos de la huerta de su ciudad en la tienda de Vicenta y acaba de pedir un permiso de tres meses sin sueldo para aprovechar mejor su tiempo. “¿Me considero un buen ciudadano climático? No, pero intento serlo”, asegura el autor del libro Y ahora yo qué hago (editorial Capitán Swing).
Tener un 48 de pie ayuda a tomar conciencia de la huella de uno en el planeta, pero este ambientólogo experto en la crisis climática intenta no culpabilizarse y usa sus grandes extremidades para no quedarse parado. A veces coge la bicicleta, pero lo que más le gusta es andar. Hay días incluso que va caminando hasta su trabajo, que está a ocho kilómetros, un trayecto a pie de una hora y media. “Andar me permite ver la ciudad a un ritmo más humano”, comenta este valenciano, que defiende que para enfrentarse a la emergencia climática lo prioritario no es llenarlo todo de coches eléctricos, sino enfocar la vida de una forma diferente.
Las emisiones que causan el cambio climático tienen que ver con la manera en la que los habitantes de la Tierra se desplazan, usan energía en sus casas, se alimentan, se visten y en cómo fabrican y consumen en general. Sin embargo, en sus libros Escrivà no reclama a la ciudadanía actuaciones ejemplares, ni tampoco sacrificios imposibles. Como incide el valenciano, “hay estudios que muestran que los modelos hiperperfectos, ya sea en deporte, en salud o en medio ambiente, no animan a la gente a seguirlos”. Por eso considera que lo realmente importante es que cada uno avance de forma rápida en lo que sea capaz. Y, sobre todo, juntarse con otras personas.
Él vive en un piso alto de un barrio periférico de Valencia, en Campanar. Asegura que no tiene capacidad de instalar unas placas solares, pero ha puesto el máximo aislamiento que se podía permitir en la vivienda para no necesitar calefacción ni aire acondicionado, tiene contratada la electricidad con una cooperativa verde que promueve las energías renovables y presta atención al uso que da a los electrodomésticos. También bebe agua de grifo en lugar de comprarla embotellada, que ha calculado que supone un ahorro de 300 kilos de CO₂ al año. “Cuando cuento lo del agua en las redes sociales, hay gente que me insulta y que me dice que eso es porque no vivo en Valencia y no conozco el sabor que tiene ahí la de grifo”, se ríe.
Estas acciones desde la ciudadanía ayudan, aunque no todas tienen el mismo efecto. Como incide el ambientólogo, “todo cambio individual suma, pero solo el cambio colectivo transforma”. Es decir, que está bien que una persona empiece de pronto a ir al trabajo pedaleando en lugar de subido a un coche, pero todavía es mucho mejor cuando se junta con otros individuos para conseguir que en su ciudad se construya un carril bici que anime a usar las dos ruedas a mucha más gente. Así lo explica este experto en acción climática, que asegura que “se ha comprobado que las personas que se creen mejores ciudadanos verdes son menos proclives a pedir cambios transformadores; nos olvidamos de que la sociedad humana avanza cuando coopera”, recalca.
Escrivà también trata de volar lo menos posible y ha llegado a estar cinco años sin subirse a un avión, de 2012 a 2017. Por motivos climáticos, pero también económicos. Eso sí, tampoco se sintió culpable cuando cogió un vuelo para ir a Menorca en su viaje de bodas. “La gran culpa de las emisiones de la aviación no es de la gente que coge un vuelo al año para irse se vacaciones; la gran culpa es de los voladores frecuentes, la gente que vuela muchísimo”, asegura este ambientólogo, que recuerda que un 1% de la población mundial es responsable de más de la mitad de las emisiones de la aviación de pasajeros. Con todo, considera fundamental “cortar con la idea de que vacaciones es igual a viaje y viaje es igual a avión”. “Hay que reivindicar la ociosidad, el placer de pasear, de leer, de no hacer nada”, subraya.
También tiene sus propias incoherencias, pero, para no caer demasiado a menudo en ellas, Escrivà defiende “luchar por nuestro tiempo”. Como insiste, el ritmo frenético de nuestra vida está detrás de una cantidad enorme de comportamientos insostenibles. La falta de tiempo empuja a las personas a elegir las opciones rápidas y a no detenerse demasiado en las consecuencias. Ahora acaba de pedir un permiso de tres meses sin sueldo, de septiembre a enero, para poder disponer de más horas para sí mismo. Así puede pensar, escribir y caminar más.
“Con la pandemia hemos hecho cosas que parecían imposibles”
Por Isabel Ferrer
La activista holandesa del clima Marjan Minnesma tiene 55 años y mucha prisa. Le gusta “hacer cosas, buscar soluciones”, y dice que la segunda mitad de este siglo no será agradable para vivir si no actuamos en la próxima década “y bajamos casi a cero las emisiones de CO₂″. Es la directora de Urgenda, la ONG que en 2015 logró una victoria histórica cuando un tribunal de primera instancia de La Haya exigió al Gobierno una rebaja para 2020 del 25% de las emisiones de gases de efecto invernadero respecto a las de 1990. Los jueces del Supremo ratificaron el fallo en 2019, y no había precedentes de que una organización ecologista esgrimiera el respeto a los derechos fundamentales —como el derecho a la vida— para reclamar al Ejecutivo que tome medidas contra el cambio climático. Ella no ha parado desde entonces, apenas tiene un rato para hacerse las fotos que ilustran este perfil, y atiende al teléfono poco antes de iniciar una larga caminata que la llevará hasta Glasgow, sede de la COP26.
Minnesma ha estudiado Derecho, Filosofía y Administración de Empresas, y vive en el campo, desde donde explica su nuevo y ambicioso plan. Lo ha llamado Woman in the Moon (Una mujer en la Luna). No se trata de viajes espaciales, sino de algo mucho más cercano: lograr que las industrias siderúrgica, química y de fertilizantes apenas emitan gases de efecto invernadero en Países Bajos para dentro de 10 años. Calcula que costará entre 10.000 y 20.000 millones de euros —unos 2.000 millones anuales— y ya le ha dicho al primer ministro en funciones, Mark Rutte, que, si empieza ahora, puede lograrse. “Requiere 15 megavatios adicionales de energía eólica con molinos en el mar, que producirán hidrógeno”. También ha advertido al mandatario de que Urgenda tenía muchas posibilidades de ganar de nuevo en los tribunales, “pidiendo una rebaja del CO₂ para 2030, si el Gabinete no actúa con diligencia”.
La ONG surgió en 2007 centrada en la sostenibilidad por medio de energías renovables. Minnesma dirigía entonces el Instituto de Investigación para las Transiciones en la Universidad Erasmus, de Róterdam. Desde allí presentó junto con su colega y experto en clima Jan Rotmans un plan para que Países Bajos fuera más sostenible en 2050. Organizaron un festival para mostrar la agenda y la respuesta de la gente fue enorme. “En 2008 creamos la fundación Urgenda y dejé la universidad para dedicarme solo a esto”, cuenta. En 2015, Urgenda fue apoyada por cerca de un millar de ciudadanos y su triunfo ha animado reclamaciones similares en Irlanda, Italia, Francia, Alemania y Bélgica, entre otros. “No solo le decimos al Gobierno y a las empresas cómo deben actuar frente al reto climático. Hacemos cosas. Entre otras, hemos plantado medio millón de árboles en 2020 con ayuda de voluntarios y esperamos plantar ahora un millón más”. Reconoce el efecto de casos como el de la multinacional petrolera Shell, demandada por Milieudefensie, la rama holandesa de Amigos de la Tierra, por no adaptar la producción de combustibles fósiles. El tándem formado por Donald Pols, director de Milieudefensie, y el abogado Roger Cox —una de las 100 personas más influyentes de 2021 según la revista Time— ganó este mayo en los tribunales apelando asimismo a la vulneración de los derechos humanos.
Los políticos holandeses llevan siete meses intentando pactar una nueva coalición, pero a pesar de la interinidad en el momento del cierre de este texto, los Presupuestos Generales del Estado para 2021 dedican entre 6.000 y 7.000 millones de euros a reducir las emisiones de CO₂. “La cantidad es importante. Creo que el Ejecutivo está preocupado por el cambio climático, y tal vez también porque nosotros pongamos una nueva demanda… y ganemos”. Minnesma dice que los políticos “no siempre parecen escuchar si les hablas con buena educación”, y no descarta apoyar lo que llama “crisis necesaria”. Se refiere con ello a posibles manifestaciones, pacíficas aunque con músculo, “antes de que haya cambios irreversibles en el planeta”. “Con la pandemia hemos hecho cosas que parecían imposibles”, recuerda, antes de ponerse de nuevo en marcha.
“El capitalismo está robando el alma a la vida”
Por Rafa de Miguel
Algo está cambiando, y el miedo compartido ante un planeta que agoniza ha logrado que el activismo callejero de Extinction Rebellion (XR, como se conoce en medio planeta) despierte la simpatía de una abuela tradicional en el sureste de Inglaterra, de las grandes multinacionales o de políticos que compitieron durante los primeros días de las protestas por dejarse fotografiar con los manifestantes. Simon Bramwell (Reading, Reino Unido, 49 años) estaba allí. Fue uno de los fundadores del movimiento que atrajo la atención del mundo y desencadenó una rebelión internacional que se extendió a más de 60 ciudades. Tres años necesitaron Bramwell, Gail Bradbrook y Roger Hallam para diseñar una acción a gran escala que se inspira en la tradición británica de desobediencia civil pacífica. Había que atraer la atención de la ciudadanía. “No nos sorprendió nuestra capacidad para despertar el interés y el apoyo de la gente, pero sí nos sorprendió lo rápido que ocurrió”, admite el activista mientras recorre las calles de su Reading natal, a 20 minutos de Londres en tren. “Tuvo que ver con una estética muy atractiva de la protesta, gracias a nuestro equipo de diseño artístico, y con una serie de coincidencias muy afortunadas, como el apoyo en persona de Greta Thunberg a nuestras protestas, o la publicación poco antes de nuestra entrada en escena del informe del IPCC [Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático]”, señala. Era un informe demoledor y urgente. El 17 de octubre de 2018, los fundadores de XR ocuparon la sede de Greenpeace en Londres y proclamaron su ya famosa Declaración de Rebeldía: un llamamiento general a la población a participar en actos masivos de desobediencia civil y protesta “como único modo de evitar la peor de las catástrofes”. Decenas de científicos, políticos y personalidades relevantes sumaron su apoyo a una rebelión que pretendía provocar serios trastornos en la actividad diaria de una metrópoli como Londres y que, sin embargo, la mayoría de los ciudadanos recibió con simpatía.
El punto culminante de su activismo en el Reino Unido ocurrió el 17 de noviembre de 2018. El Día de la Rebelión. Cerca de 6.000 personas se sumaron a las acciones sorpresa coordinadas por XR, que provocaron el bloqueo de los cinco principales puentes de Londres. Hubo cerca de 70 detenidos. Durante los primeros días, las autoridades habían sido amables y cautas con el movimiento. La paciencia, sin embargo, se agotó pronto, y Simon admite que hubo que echar marcha atrás y tomar aire cuando comenzaron a producirse episodios violentos. Usuarios del metro londinense, por ejemplo, se enfrentaron a puñetazos con activistas de XR que se habían pegado a los vagones para frenar el intenso transporte suburbano de primeras horas de la mañana. “Hasta ahora no hemos tenido el menor problema con la violencia, pero ese debate siempre ha estado presente dentro del movimiento: ¿qué constituye violencia? ¿Es violencia un acto contra la propiedad privada?”, reflexiona en voz alta Simon. “Aquella propiedad privada que se utiliza para destruir el planeta —un misil, un jet privado vendido a un Gobierno corrupto, un oleoducto…— es fundamentalmente inmoral. Y la fuerza empleada contra ese tipo de propiedad no se considera violencia. Yo defiendo esa opinión”, asegura.
Simon, que está convencido de que la próxima cumbre del cambio climático en Glasgow será un fracaso, aunque dará una nuevo oportunidad a XR para hacerse oír, admite que al movimiento le conviene despojarse de radicalismo. Y aclarar un batiburrillo de ideología que provoca el rechazo de muchos ciudadanos. “Del mismo modo que nos toca desenredar todo el discurso anticapitalista que se mezcla con nuestro mensaje, es necesario reconocer que el capitalismo está robando el alma a la vida. Cuando vemos un árbol simplemente como un objeto para talar, o una vaca como algo que produce leche o carne, la vida se queda sin alma”, dice. “Creo que podemos comenzar a poner por delante de la economía nuestra idea de la vida, e ideológicamente dejar de hablar de anticapitalismo para hablar de poscapitalismo”, resume.
Simon es consciente de que el recorrido de XR es limitado. La escala del desafío que supone la lucha contra el cambio climático requiere respuestas políticas y económicas coordinadas y complejas. El éxito del movimiento, explica, se reducirá a plantar en la cabeza de los ciudadanos la idea de que son ellos los que tienen que impulsar el cambio necesario.
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