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Uno de los últimos aristócratas de la Vieja Europa


Mientras se organiza el funeral de Felipe de Edimburgo, la mirada del historiador revisita el principio de devastación de la Vieja Europa comenzado en tiempos de las campañas de Prusia contra Francia que culminaron en Sedán en 1870, semanas antes de la proclamación de la Comuna en París: ya no se intentaría nunca más una explicación de la historia a través del sistema de valores de la aristocracia que, desde mediados del siglo X, había definido el carácter de Europa, sino más bien asumiendo el espíritu revolucionario surgido en Londres en 1688, en Filadelfia en 1776, en París en 1789, en Dresde en 1848 y en Petrogrado en 1917. Sin embargo, esa verdad universal de nuestro tiempo, nadie se la dijo a unos cuantos resistentes que durante generaciones han seguido fieles a las ideas de una sociedad sin fronteras nacionales, fundada desde el conocimiento y la asunción de los ligámenes familiares. Una sociedad cosmopolita que utiliza según qué lengua para hablar de según qué cosas, y que recibió el reconocimiento de esa gran dama del siglo XX que fue Helene von Nostitz, musa de Rodin y amiga de Harry Kessler, en un libro demasiado importante para ser olvidado.

Porque los valores aristocráticos que forjaron la cultura europea desde la temprana Edad Media no se reducen a una dicción perfecta y buenos modales, tratan en realidad de las formas de vida de un mundo que ha conseguido sobrevivir a las numerosas guerras gracias a su capacidad de reciclar sus opciones.

Basta pensar, por ejemplo, que la madre del difunto duque de Edimburgo era Alicia de Battenberg (hija a su vez de Victoria de Hesse-Darmstad) a quien los avatares de su genealogía le hicieron tener a su hijo Felipe en Corfú al pertenecer a la casa real de Grecia porque su marido además de Dinamarca era rey de Grecia. Si pensamos por un momento que, al morir, Alicia fue enterrada en Jerusalén, en la iglesia de María Magdalena, y que en vida fue monja, nos hallamos ante el microcosmos aristocrático que ha tejido la historia europea.

Por desgracia hoy día el interés de este mundo queda reducido a las series de Netflix y a alguna novela, nada que ver con el deseo de una sociedad que no ha estado dispuesta a renunciar a lo real a cambio del sueño. El peso de los siglos parafrasea la historia de este sector de la sociedad que desecha el poder feérico del amor irreflexivo, por mucho que lo recomienden los poetas románticos como Keats. Está claro que hoy el Carpe diem es popular y el sacrificio personal solo suscita recelo. Pero está claro que los valores que durante siglos han sostenido el tono de la vida europeo no tienen que ver con la represión de los dominantes sobre los dominados (hay casos, pero pocos) ni con los ejercicios de exaltación de la igualdad como sinónimo de la libertad de los pueblos; tienen que ver con la grandeza personal con la que una vez se construyó Europa.

Y, si hay una lección moral del papel de esta gente en la historia de los últimos diez siglos, no tiene que ver con los errores cometidos por algunos de ellos (por muchos de ellos, ciertamente), sino con la negligencia de algunos de no ser fieles a sí mismos en los momentos clave. Por eso, esta tarde, a punto de escuchar el Dies Israe del Réquiem por el difunto, debemos pensar en la necesidad de construir unos valores para el futuro de Europa a la altura de los que nos van dejando al fallecer personajes como Felipe de Edimburgo, uno de los últimos aristócratas europeos.

José Enrique Ruiz-Domènec es historiador y autor del libro Europa, un relato necesario (RBA, 2019).


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