BERLIN, Alemania – El viejo aeropuerto berlinés de Tempelhof, fuera de servicio desde 2008, desafía al coronavirus como espacio libre para el ciudadano, mientras sus equivalentes en activo languidecen por el casi paralizado tráfico aéreo por el coronavirus.
Patinar, ir en bicicleta, soltar al perro sin correa, levantar una cometa o tomarse una cerveza sobre la hierba: todo es posible en el aeródromo abandonado, en el casco urbano.
Millones celebran en sus casas, ya que las iglesias están cerradas.
Un hervidero de actividad en medio del confinamiento “light” en la capital alemana.
El ejercicio al aire libre está permitido, lo mismo que las salidas de a dos, en grupos familiares o entre personas que convivan. Un concepto éste que en Tempelhof se amplifica tanto como lo permiten sus 600 acres de terreno.
Los 11 millones de habitantes de Wuhan todavía se enfrentan a una serie de controles.
“Tempelhof tiene siete vidas. Vamos por la quinta o sexta”, explica Andres Glathe, de “Grün Berlin”, entidad adscrita al gobierno regional berlinés, del que depende Tempelhofer Feld, nombre con el que fue inaugurado como parque público.
Abierto en 1923, Tempelhof sirvió de aeródromo central de Berlín bajo el nazismo.
Empezó recordando a los sacerdotes muertos por asistir a los enfermos con el virus, que cifró en más de sesenta en Italia, pero también a los médicos y enfermeros que han perdido la vida.
Salvó al sector oeste del desabastecimiento, gracias al puente aéreo aliado durante el bloqueo soviético, entre 1948/49. Siguió activo en el Berlín occidental y no cerró hasta años después de la reunificación (1990).
En 2008 despegó de su pista su último vuelo regular; dos años después abrió como “espacio libre para el disfrute ciudadano”, dice Glathe; entre 2017 y 2018, en plena crisis migratoria, se habilitó uno de sus flancos como albergue para 10,000 refugiados.
Fuerzas armadas allanaron una barbería ilegal que realizaba cortes de pelo a pesar del COVID-19.
Sus barracones siguen ahí, aunque vacíos; era un centro de primera acogida y sus residentes acabaron en otros puntos del país.
La quinta o sexta vida actual a la que alude el gestor del Tempelhofer Feld es más dinámica que nunca. El recinto abre con las primeras luces de la mañana, a las 8 am locales, y cierra “sobre las 10 pm más o menos”, apunta Glathe.
“Tratamos, en lo posible, de que se respeten las distancias vigentes en estos días”, comenta uno de los policías que patrulla por la vieja pista de aterrizaje.
Son dos los vehículos policiales a la vista. Su labor es más presencial que activa, aunque sí recuerdan por megafonía la obligatoriedad de evitar contactos personales.
“Dentro del recinto está prohibida la actividad comercial. Yo estoy fuera”, explica Güray, junto a ese acceso con una furgoneta que habitualmente vende helados, ahora con oferta ampliada a refrescos y cervezas. Ante su vehículo esperan cuatro o cinco clientes que guardan las distancias prescritas. Los alrededores de su vehículo son un hervidero.
Tampoco se respetan tan a rajatabla las normas entre plataformas de madera que rodean unos huertos urbanos, ahora en desuso, que forman parte de los proyectos supervisados por “Grün Berlín”.
Son bancos idóneos para quien se toma su cerveza, solo o en compañía, amenizado por músicas diversas procedentes de grupos de skaters.
“Es el concepto berlinés del desorden organizado o tolerable”, explica, al teléfono, un portavoz de la Policía berlinesa.
El gobierno regional de Berlín ha optado por un cierre de la vida pública menos radical que en “Länder” (estados federados) más afectados por la pandemia. En la ciudad-estado se verificaron, según cifras oficiales, 4,024 contagios y 32 muertos. En el conjunto del país son 103,228 el número de infectados, con 1,861 víctimas mortales.