Cuando hablamos de medidas como vacunación, toque de queda o pasaporte covid debemos ser conscientes de que estas decisiones se adoptan con criterios sanitarios que se apoyan en los estudios y análisis de los científicos. Todo ello en el contexto de una pandemia cuyas consecuencias gravísimas para la salud pública es innecesario resaltar. En pleno debate, en toda Europa, sobre la necesidad de vacunarse, como antídoto contra la propagación de la pandemia, tengo la impresión de que se ha producido una distorsión del verdadero núcleo de la cuestión. Entiendo que a ningún Gobierno se le ha pasado por la cabeza imponer la vacunación forzosa que solo podría llevarse a cabo en regímenes totalitarios que ejerciesen un control absoluto sobre sus ciudadanos inyectándolos, de forma violenta, a pesar de su oposición.
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En las sociedades democráticas la medida chocaría frontalmente con las constituciones y con todos los textos internacionales sobre la protección de los derechos humanos. Descartada la vacunación forzosa, el debate sobre la vacunación obligatoria está abierto y debe ser abordado por los gobiernos y las autoridades sanitarias con apoyaturas éticas, cívicas y jurídicas. Vacunarse me parece una obligación elemental, aunque no puede nacer imperativamente de una ley que la establezca con carácter general. Aún en situaciones excepcionales, puede entrar en colisión con los derechos individuales de las personas que se niegan a ser vacunadas por muy inverosímiles, estrambóticos e inaceptables que resulten sus argumentos ante las evidencias científicas.
Están en juego el derecho a la autodeterminación de las personas, el libre desarrollo de su personalidad y la intimidad de los datos sobre su salud, frente a la salud general de todos sus conciudadanos, para los que resultan un peligro cierto y evidente de transmisión del virus. Sin embargo, no se puede dar pábulo a esotéricos y disparatados pretextos antivacunas como los que sostienen que se inyectan chips, alteran nuestro mapa genético o mantienen que el virus se transmite por ondas electromagnéticas. Tampoco son aceptables, como pretexto, la constatación de algunos efectos secundarios contraproducentes que se han detectado, como sucede en la práctica totalidad de los medicamentos que tomamos a diario. La vacunación se ha demostrado como un antídoto de eficacia contrastada.
Los ciudadanos negacionistas tienen que afrontar las consecuencias que pueden derivarse de su actitud insolidaria porque es evidente que sus derechos no son absolutos y deben subordinarse al bienestar general. Frente a los efectos devastadores de la pandemia (más de 84.000 muertos en España en el momento de escribir estas líneas) no cabe esgrimir derechos absolutos para comportarse de manera insolidaria e irracional. La sociedad no puede soportar inerme estas actitudes. Los poderes públicos, por imperativo constitucional, tienen la misión de organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. La Constitución permite establecer determinadas cautelas para evitar que los que se niegan a vacunarse constituyan un serio peligro para la colectividad.
En Francia, la exigencia de un llamado pasaporte covid (certificado de vacunación) ha sido avalada de forma contundente por el Consejo Constitucional y sus argumentos son válidos para situaciones semejantes como la que se vive en España. La extensión de sus efectos puede producirse en varias direcciones: sociales, laborales y culturales. Han considerado constitucional la vacunación obligatoria de numerosas profesiones que trabajan en contacto con el público, como los sanitarios, camareros o bomberos, con la excepción criticada de la policía. Es cierto que la decisión ha suscitado rechazo en algunos sectores y se ha exteriorizado en manifestaciones en las vías públicas. El número de manifestantes y los argumentos empleados me parecen irrelevantes e incluso demagógicos, como los que lo equiparan con la estrella amarilla que cosían los nazis en la ropa de los judíos. El Consejo Constitucional considera el pasaporte covid como una medida que permite una “conciliación equilibrada” entre las libertades individuales y la protección de la salud.
Ante la evidencia de los peligros generalizados que se produce en la salud pública general por no haber alcanzado el 100% de vacunación, los negacionistas deben ser conscientes que están faltando a sus deberes cívicos, éticos e incluso legales. Existen obligaciones morales de obligado cumplimiento y que en situaciones excepcionales pueden producir reacciones legítimas que limiten alguno de sus derechos.
La restricción de derechos individuales como el de la libre determinación del desarrollo de su personalidad, su intimidad sobre sus datos sanitarios y, en estos casos, sobre su derecho al trabajo o acceso a lugares abiertos al público está autorizada por todos los textos internacionales de los derechos humanos. El Convenio Europeo sobre Derechos Humanos y Libertades Fundamentales permite, como cláusula limitativa de los derechos, todas aquellas medidas que en una sociedad democrática sean necesarias para la protección y defensa de la salud.
Algunos especialistas en las ciencias de la salud, como Dawson y Jennings, consideran que la solidaridad es también un sentimiento: “El reconocimiento afectivo de las interdependencias humanas”, incluidas las interdependencias entre los estados de salud de los individuos. La solidaridad, según afirman, “proporciona la motivación razonable para la conducta ética”. En otro terreno distinto, como el de la organización del sistema sanitario, se formulan una pregunta: ¿qué exige la solidaridad de cada uno de nosotros para contribuir a la salud de los demás?. Este interrogante puede ser trasladado al vidrioso tema de la vacunación obligatoria.
Comparto en su totalidad el núcleo central de los argumentos del Consejo Constitucional francés; la negativa a vacunarse puede afectar a los derechos laborales o al acceso a determinados lugares públicos. Nuestro Estatuto de los Trabajadores establece el deber de cumplir con las obligaciones concretas de su puesto de trabajo, de conformidad con las reglas de la buena fe y diligencia. Al regular la no discriminación en las relaciones laborales, no incluye ni considera como tal las posibles medidas excepcionales que puedan adoptarse en una situación de pandemia para evitar los riesgos de transmisión de las enfermedades infecciosas.
El grupo de Ética y Protección de Datos de la Sociedad Española de Epidemiología (SEE) ha dictaminado que “en salud pública nos movemos por el principio de daños a terceros formulado por el filósofo escocés Stuart Mill: hay que respetar la libertad de los individuos siempre y cuando no perjudique a terceros”. El Estado tiene la obligación de adoptar medidas para garantizar la total inmunización contra las principales enfermedades infecciosas.
Descartada la posibilidad de imponer la vacunación obligatoria creo que existen sólidos fundamentos éticos y legales (Ley de Riesgos Laborales) para exigir la vacunación de algunos colectivos por la específica naturaleza de su trabajo. Me refiero, en primer lugar, a los trabajadores de las residencias geriátricas, los que prestan un servicio público (sanitarios, policías, bomberos, conductores y tripulaciones de los transportes) y aquellos otros que, de manera singular, puedan justificarse. En estos casos, el principio general de voluntariedad en la vacunación puede ser sustituido por el de la obligatoriedad. No se resienten los derechos individuales y se refuerzan los valores éticos y sociales de la comunidad. La búsqueda de una “conciliación equilibrada” apuntala y fortalece nuestra salud democrática.
José Antonio Martín Pallín es abogado y comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas de Ginebra. Ha sido fiscal y magistrado del Tribunal Supremo.
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